sábado. 20.04.2024
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Cine Goya Híjar.

El Divino Impaciente es una obra de teatro escrita por José María Pemán, cuya primera representación se hizo el 27 de septiembre de 1933 en el teatro Infanta Beatriz en Madrid. Es una obra pensada como réplica a la disolución de la Compañía de Jesús y el laicismo del gobierno de la II República. En definitiva, es una especie de contraataque del catolicismo español.  

Esta obra dramática, fue representada en Híjar (Teruel) en el verano de 1934, y de la que nos ha dejado una crónica genial, que reflejaré al final, el novelista y médico aragonés, Santiago Loren, que solía pasar las vacaciones de Semana Santa y del verano en esta localidad, al tener familia, un tío registrador de la propiedad. Santiago Loren habla muy bien de estas estancias, que le generan unos recuerdos inolvidables y que las cuenta en su libro Memoria Parcial, un libro de memorias sobre la II República, sobre todo en Zaragoza.

La acción que presenta no se podían considerar desligados de las circunstancias sentidas por determinados sectores del catolicismo español de persecución religiosa que se vivían en el país en 1933

Realmente es un fragmento espectacular, la descripción de la representación de El Divino Impaciente en Híjar está  llena de viveza y cargada de ironía, donde hace una crítica  a ese viejo catolicismo, que tanto ha contribuido a retrasar la modernidad en esta España nuestra. Es para disfrutar. Pero, insisto, la reflejo al final. Antes añadiré algunos detalles de la obra.

Para la contextualización de la obra me he basado en el blog Ínsula Barañaria del  profesor de literatura Carlos Mata Induráin.

GOYA1“Pemán para el teatro compuso algunos dramas históricos como Cuando las Cortes de Cádiz (1934), Cisneros (1934), La Santa Virreina (1939) o Metternich (1942), además de la pieza que ahora nos interesa, con la que arrancó su carrera teatral. El Divino Impaciente fue estrenado, como ya he comentado anteriormente, en el Teatro Beatriz de Madrid el día 27 de septiembre de 1933 y alcanzaría un éxito inmenso de crítica y público, tanto en España como en Europa e Hispanoamérica. En 1934, cuatro compañías lo representaban simultáneamente por toda España y al publicarse como libro las ventas superaron, en un solo año, los cien mil ejemplares. Además, obtuvo el Premio «Espinosa Cortina», que la Real Academia Española concede cada cinco años a la mejor comedia del quinquenio.

La génesis de la obra la evoca con detalle el propio escritor en la «Confesión general» que sirvió de Introducción a sus Obras Completas. El Padre benedictino Rafael Alcocer había llegado a Cádiz para dictar una conferencia, y con ese motivo Pemán y él tuvieron ocasión de mantener largas conversaciones: “La charla recayó sobre el teatro religioso. Hablamos de Claudel, de las ideas de Maritain en Art et Scholastique y, sobre todo, de los «juegos y milagros», tan sabrosos y medievales, de Henri Gheon. Me incitaba él a intentar algo parecido en España, y traía encargo del empresario teatral Manuel Herrera Oria de decirme que estaba a mi disposición para montar cualquier obra que yo hiciese en ese sentido. Yo objetaba la conveniencia de injertar toda esa modernidad en nuestra vieja tradición, puesto que la teníamos tan larga e interesante como es la de nuestras «comedias de santos». Luego repasamos temas. Se habló de San Ignacio, de San Juan de la Cruz, de San Francisco de Borja. Yo me incliné por San Francisco Javier. Le encontraba la ventaja de que la movilidad de su vida aseguraba ya, aun en manos de un inexperto, la movilidad dramática… De este modo nació la primera idea de El Divino Impaciente…”

Pemán siempre negó que su obra tuviera una intencionalidad ideológico-política, es decir, que fuera deliberadamente oportunista y polémica, aunque es evidente que el tema y la acción que presenta no se podían considerar desligados de las circunstancias sentidas por determinados sectores del catolicismo español de persecución religiosa que se vivían en el país en 1933. Afirma, en efecto, que no nació como un desafío a los enemigos de España y de Dios, sino que estaba escrita «con una ingenua voluntad de arte pacífico y puro», si bien acepta que el ambiente político-religioso de aquel entonces favoreció el enorme éxito que alcanzó. Además, en esa misma «Confesión general» evoca Pemán detalles muy interesantes relacionados con el estreno. Por ejemplo, el consejo que dio a Alfonso Muñoz, el actor que hacía el papel de San Francisco Javier, indicándole que debía recitar los versos como si fueran los de un capitán o hidalgo del Siglo de Oro, como los del Tenorio: «Muñoz dio a su personaje un acento de humanidad, de intrepidez, que ganó al público»Y también apunta algunas de las razones del éxito de una obra que le salió «inesperadamente teatral», como por ejemplo la versificación, que es «fácil, redonda, fluida». Graciosa es la confesión de que alguna vez comentó en la intimidad que El Divino Impaciente era de algún modo «el Tenorio de las beatas», y también su comentario de que acudió a ver la obra todo el «público de teatro» y todo el «público de novena»

Creo que sería un favor para Pemán despojarle del sobrenombre de «autor de El divino impaciente». La obra fue un éxito resonante (1933) pero no pasa de ser una comedia de santos sobre la actividad misionera de San Francisco Javier, a la que se ha prestado más atención de la que merece, debido a las circunstancias de su estreno al final del bienio azañista. Pemán insiste en que no quiso ser polémico sino evangélico y el texto más bien le da la razón. Pero que su «Tenorio de las beatas» pasase a ser «un Hernani más político que literario» no dependía- de él sino de quienes vieron negocio -el empresario, Manuel Herrera Oria, y el actor principal- y, sobre todo, de la gran parte de la sociedad española dispuesta a encontrar allí alivio o revancha de la legislación anticlerical republicana. Lo cierto es que en abril del 39, nada más entrar las tropas de Franco en Madrid, un avispado repuso El divino Impaciente y se encontró con el fracaso. Álvaro de Atayde, el antagonista de Javier, mujeriego, negrero y sin escrúpulos, es un personaje interesante en un doble sentido: por un lado, presenta la cara oscura de la colonización española; por otro, suministra gran parte de la intriga novelesca que favorece la recepción de la comedia e inicia la tendencia folletinesca del teatro pemaniano. Desde luego, nada que ver con el teatro católico que Paul Claudel o Henri Gheon estrenaban en Francia.

Fin de la cita blog Ínsula Barañaria del  profesor de literatura Carlos Mata Induráin.

Descripción de la representación de El Divino Impaciente en Híjar, verano de 1934, por parte de Santiago Loren.

“Otra de las ocurrencias eficaces de aquel verdadero comando diocesano de la Acción Católica fue la formación de un cuadro artístico-teatral, y elegir como primera empresa la representación de “El divino impaciente” de Pemán, lo que implicó tareas para toda la juventud del pueblo para todo el verano, porque “El divino impaciente” aburre a las ovejas si se ve, mientras que los que actúan se divierten como micos con tantos decorados, tantos trajes, tantos disfraces, las multitudes de figurantes, los follones espantosos en el escenario superpoblado; durante los ensayos hay que hacer arder hogueras o simularlas; quemar chozas con bengalas; abrir salsas de tomate para hacer manar la sangre y, sobre todo, largar parrafadas de versos de muchos latiguillos y frases de efecto; en el pueblo no había bastante gente para encontrar tantos actores, por lo cual unos cuantos hacíamos varios papeles aprovechando que San Francisco Javier fue culo de mal asiento y conoció a mucha y muy diversa gente: yo mismo hacía de paje, de caballero de armas y de chino; los decorados se improvisaron devastando cañaverales y embadurnado papeles, y los trajes los alquilamos en Zaragoza, junto con el resto del atrezzo, a unos proveedores teatrales que nos fiaron hasta que hiciéramos taquilla, que era prometedora; el papel de San Francisco se lo reservó Simón Calvo, a pesar de que era rechoncho y tosco, en vez de dárselo, como hubiéramos preferido todos, a Rafael, un seminarista alto y guapo por el que suspiraban en secreto todas las mozas del pueblo, pero aquí mandaba la jerarquía y Simón era el que estaba más cerca para ordenarse; por esto en los ensayos fue perfilándose un divino impaciente muy poco ascético, bastante entrado en carnes, melifluamente pastoral y demasiado pasicorto para andar por tierras tan lejanas, en una palabra, un Simón Calvo de cuerpo entero, que andando el tiempo iba a ser secretario y hombre de confianza  de Monseñor Guerra Campos, el obispo de Cuenca, el espécimen clerical más comprometido con el régimen franquista; pues sí, el bueno de Simón Calvo nos dio a todos una premonición de curas tragarojos que llamaron a la salvajada de la Guerra Civil Cruzada, guerra santa contra el mal; los ensayos fueron una continua juerga en la que Pepito Marro tuvo magníficas oportunidades para su genio gamberril, irrumpiendo a destiempo con sus huestes de capitán de conquista, casi siempre en el momento  en que unos indios blandengues iban a ser bautizados, o disparando la pólvora de un tremendo trabuco que había sacado de los insondables baúles de su casa, precisamente en medio de una Nochebuena oriental y angélica, con lo que se daba la impresión que allí moría de susto por lo menos el niño Jesús; ay, cuánta implícita ironía latía en esa increíble representación de la evangelización del Oriente lejano, llevada a cabo a fuerza de trabucazos de Pepito Marro y de cristazos de Simón, que blandía la cruz como arma descalabrante o arrojadiza según los casos, y mira, tal vez todo aquello resultaba muy propio y, más o menos, adecuado a lo que debió ser la verdadera historia de la cristianización del extremo asiático; si nos hubieran dejado continuar en la misma línea, la gente se habría divertido mucho más cuando al fin se representó “El divino impaciente” ante un público de pueblo no menos impaciente pero si menos divino, porque al haber sido degradado Pepito Marro a soldado raso y manteniendo más o menos quieta la cruz Simón Calvo, que se conformaba ya con hacer arrojadizos sólo sus tremendos tirones de versos interminables, emitidos en un sonsonete adormedecedor, el personal lo pasó únicamente bien cuando se incendiaban las chozas, larguísimos minutos después de que anunciáramos a voces ¡fuego!, aunque el júbilo general  se apagaba pronto ante la increíble cantidad de humo que salía de las bengalas, llenado todo el local y ocasionando un estrepitoso coro de toses incoercibles; muchos espectadores se salieron al jardín del Pancho para respirar como Dios manda; muchos otros se marcharon a sus casa para cenar, porque, entre una cosa y otra, las aventuras del divino impaciente, que habían comenzado a las seis de la tarde, se prolongarían hasta bien entrada la noche; la gente entraba y salía, algunos volvían ya cenados y otros, dispuestos a sacarle partido a la peseta que les había costado el asiento, volvían con chorizos, huevos duros, botas de vino y abundante pan, mientras nosotros continuábamos impertérritos y cansadísimos recitando nuestros papeles y contemplando con envidia la lifara tipo San Fermín, que se había armado en el patio de butacas; fue todo un acontecimiento aquel alarde teatral que llenó de comentarios todo el verano, la gente sencilla nos identificó con nuestros papeles, y así el seminarista guapo, Rafael, ya nadie le llamó más que Ataide, el guerrero adelantado de San Francisco, a mí el chino o el paje, según el mérito que viera cada cual en mis dos actuaciones, pero, cosa extraña, a San Francisco Javier todo el mundo siguió llamándole el Simón, no se sabe si por respeto al santo o en su venganza. Mi tío Beltrán el Negro peroraba en la tienda del tío Modesto que pronto iban acabarse todas esas mojigangas, que eran una vergüenza que el pueblo estuviera en manos de una panda de seminaristas, muertos de hambre, a los que más les valdría aprender a levantarse la sotana  para correr dentro de unos meses; pero no fueron las amenazadoras profecías del tío Beltrán el Negro lo que nos apartó a los chicos de los seminaristas; habíamos salido hartos de tanto Evangelio, de tanto Simón Calvo y sobre todo de tanto José María Pemán, quien, seguramente, estaba muy ajeno al efecto disolvente de sus versos en nuestras manos de hijos de buenas familias…”.

El Divino Impaciente, 'el Tenorio de las beatas'