viernes. 19.04.2024

 

Uno de los libros que acabo de leer con auténtico interés ha sido Democracia y globalización. Ira, miedo y esperanza, cuyos autores son Josep M. Colomer y Ashley L. Beale. Colomer es toda una garantía como economista y politólogo, que trabaja en la Universidad de Georgetown en Washington, además de otras universidades españolas y extranjeras. Uno de sus libros, que disfruté y que me ha servido de referencia para algunos de mis artículos, ha sido: España: la historia de una frustración.

En la primera parte del libro, titulado La Gran Disrupción. Ira y Miedo, analizan los graves cambios económicos y sociales que subyacen a la crisis política actual. Tiene diferentes apartados. Destacan que la democracia no es cuestión de desarrollo sino de eficacia, como en el apartado Indonesia e India son pobres pero eficaces, ya que están creciendo económicamente. Y tiene dos apartados, en los que la idea principal es que la crisis de la burguesía está debilitando la democracia. De hecho, el título de ambos es Cuanta menos burguesía, menos democracia. Y la escisión de las clases medias. La dispersión o quiebra de la clase media, que es una secuela de los cambios económicos y tecnológicos globales, explica en gran parte la vulnerabilidad de los regímenes democráticos en los países desarrollados. Analizan tal hecho en otros dos apartados: Nacionalismos contra la Unión Europea; y los Estados Desunidos de América.

Prestan atención a las emociones políticas, hasta hace poco tenidas en cuenta en la actividad política, las cuales se han potenciado en los últimos tiempos. Hay más emociones en la vida, por supuesto, pero la ira, el miedo y la esperanza son de mucha utilidad para entender comportamientos políticos recientes. Antes en política se tenía en cuenta la sociología, luego la economía, ahora cada vez más la sicología.

Las personas afectadas por los cambios económicos y sociales, como el descenso del nivel de vida, el trabajo precario, el desempleo, la injusticia, la desigualdad y la exclusión, en buena lógica se indignan y reaccionan contra sus gobernantes y sus instituciones porque no dan respuesta adecuada a sus expectativas. La ira es una emoción política favorable al cambio de la cual pueden servirse los partidos y candidatos de la oposición. Como en algunas crisis recientes, los airados tienden a gritar: «¡Que se vayan todos!» La ira es una emoción opositora, nos dicen. Se expresa contra los gobernantes y por deseo de cambio. Pero si los gobernantes no quieren hacer cambios y bloquean el proceso, genera la polarización y el conflicto entre las dos mitades de una sociedad, sobre todo, si hay solo dos partidos como en Estados Unidos. Uno está en la presidencia y el otro en el Congreso. Donde solo hay dos alternativas, que es la definición de polarización.

Al otro lado de la contienda, los gobernantes incompetentes o desafortunados que no pueden cumplir sus promesas o augurios anteriores pueden recurrir a inducir miedo, otra emoción política básica. El miedo a amenazas externas, ya sean enemigos, competidores o inmigrantes, junto con la sospecha de que el cambio puede ser para peor, puede reducir las expectativas, doblegar la ira contra los gobernantes decepcionantes y hacer que los ciudadanos insatisfechos se resignen o acepten la situación existente. El miedo al comunismo durante la Guerra Fría provocó en las democracias occidentales cierta aceptación de la situación, renunciando a las reivindicaciones.

Y el ejemplo más claro del uso y abuso espurios de estas emociones citadas, la ira y el miedo, ha sido Trump. Su campaña electoral, recurriendo a la ira de los ciudadanos, de más de un año llamando a rebelarse contra el establishment, contra Washington. Cuando llegó al gobierno empezó a decir todo lo contrario. Habló de la oposición, de los inmigrantes, intentando generar pasividad a través del miedo. Así, todos los cambios que parecían anunciarse desde la oposición airada se frustraron.

En la segunda parte del libro hablan de la esperanza. El capítulo se titula El futuro global: la esperanza. La idea principal es, dado que la democracia está siendo debilitada por la globalización, lo que hay que hacer es globalizar la democracia. Evalúan y presentan prácticas y cambios que pueden ayudar a que la democracia perdure y prospere. Para no producir nuevas decepciones, un futuro esperanzador para la democracia necesita propuestas claras y viables de instituciones capaces de proveer políticas públicas eficaces. Una división clara de tareas entre los gobiernos locales, nacionales, continentales y globales debería fomentar la cooperación multipartidista e interterritorial y producir políticas de consenso. Ese ejercicio de la democracia en distintos niveles lo explicitan en los diferentes apartados de este capítulo: La eficacia requiere múltiples gobiernos. Los gobiernos locales progresan en un mundo abierto. Las democracias nacionales necesitan cooperación multipartidista. Este último apartado debería ser de obligada lectura para los dirigentes de los partidos políticos españoles. En él destacan que los diez países mejor gobernados, con una mejor democracia según determinados indicadores del Banco Mundial son: Dinamarca, Finlandia, Noruega, Suecia, Alemania, Holanda, Suiza, Canadá, Australia y Nueva Zelanda. Ocho de los diez (salvo Canadá y Australia) tienen reglas electorales de representación proporcional y que producen una presencia multipartidista en su parlamento. Y tras las elecciones forman gobiernos de coalición multipartidista.  Tales gobiernos generan una representación política incluyente, una relativa estabilidad de políticas públicas y una amplia satisfacción de la gente con los resultados del proceso político. Han estudiado la relación entre el número de partidos en el gobierno y el grado de inestabilidad política de una manera sistemática con mediciones cuantitativas de las dos variables en 295 elecciones y los subsiguientes gobiernos en veinticuatro países democráticos desde la Segunda Guerra Mundial. Y han encontrado una correlación inversa entre el número de partidos en el gobierno y grado de polarización de los partidos y la inestabilidad política. Cuanto mayor es el número de partidos en el gobierno, menos inestabilidad podemos observar.  Otros apartados del capítulo son: Las uniones continentales prosperan: América, India, Europa. Las instituciones globales prefiguran un gobierno mundial. Habrá más democracia, pero pueden tardar un poco.

En la globalización, se observa que los Estados nacionales tradicionales ya no controlan muchos temas. No controlan las fronteras o la comunicación. Antes, un gobierno nacional podía construir y controlar los correos, el teléfono o incluso la radio y la televisión. Ahora, con Internet no hay límites. El comercio, las inversiones, las enfermedades traspasan fronteras y está poco regulado. Debería estarlo un poco más. Las migraciones antes eran del campo a la ciudad dentro de un país o un poco más y ahora son internacionales. Cuestiones como el terrorismo, o el cambio climático, son globales. La pandemia misma fue una plaga local que se convirtió en epidemia y luego en pandemia. Son temas que se escapan del control de lo que los gobiernos tradicionales estaban acostumbrados y es lo que genera esa insatisfacción y desconcierto en los gobernantes, que no saben qué hacer. Lo hemos comprobado con la pandemia. Los gobiernos no sabían cómo actuar.  Hay que cambiar la agenda y que algunos temas que todavía legalmente dependen de gobiernos nacionales pasen a un rango más global.  De ahí la existencia de todo un conjunto de organismos mundiales: la ONU, El Banco Mundial, FMI, la OTAN, la OMS, etc. En una entrevista realizada a Colomer, defiende estos organismos globales, frente a la acusación de que sus miembros son expertos y no son elegidos democráticamente. Su respuesta es clara: “Gobiernos de expertos no elegidos hubo siempre en democracia. Los jueces en casi ningún lugar son elegidos: son independientes, se eligen entre ellos mismos, son expertos en el tema. Lo mismo el Banco Central de cada país. Hay muchísimas agencias especializadas en los gobiernos que no dependen del resultado de las elecciones y siguen haciendo su trabajo. Eso siempre existió a nivel nacional. Estudié el gobierno de los expertos a nivel internacional. Estuve en el Banco Mundial, en el Fondo Monetario Internacional, y quedé realmente impresionado favorablemente. El Banco Mundial no es el mismo que hace treinta años. Son gente con una gran competencia técnica, con mucha transparencia. Se puede acceder inmediatamente a las actas de todas las reuniones, incluso a las notas manuscritas de miembros de la junta y los análisis de resultados muy serios, crítica y autocrítica. Algo que no hacen los gobiernos nacionales habitualmente. Hay rectificación, si hace falta, de un cambio de estrategia de políticas públicas, si no funcionan bien. Hace veinte o treinta años se hablaba del Consenso de Washington y ahora ya no. Vivimos en una política de activación económica. Funciona mejor que muchos gobiernos nacionales que no suelen hacer balance de resultados. Cuando se convoca a nuevas elecciones, se hacen promesas nuevas, de otras cosas, se cambian los candidatos, pero raramente se mira atrás. Hay que aprender bastante del gobierno de los expertos. Desde el punto vista de la representatividad, son menos representativos porque no son votados. Es una representación indirecta, porque los gobiernos envían a sus representantes. Pero la mitad de los países del mundo no son democráticos.

Lo expuesto, siendo muy interesante, pienso que adolece de una carencia. En ningún momento hablan del papel incuestionable de las grandes empresas multinacionales, de distintos ámbitos, el financiero, el energético, el automovilístico, el tecnológico, el farmacéutico, además de otras, en el diseño de las políticas públicas tanto a nivel local, nacional, regional o global. Tales presiones por parte de esas poderosísimas empresas multinacionales sobre los poderes públicos, en absoluto son trasparentes y ejemplares en cuanto a su eficacia.  Por ello, me parece muy pertinente incorporar a lo expuesto por parte de Colomer y Beale el concepto de “soberano privado supraestatal difuso” (SPSD) concebido y diseñado por J.R. Capella en su libro Fruta prohibida. Una aproximación histórica-teorética al estudio del derecho y el estado, de 2008.

La denominación de SPSD se atribuye al titular "privado" de un poder que produce efectos de naturaleza pública o política, su formación ha sido gradual, no es sin embargo un poder totalmente independiente, actúa interrelacionadamente con los estados permeables integrando un campo de poder.

El SPSD está constituido por el poder estratégico conjunto de las grandes compañías transnacionales y, sobre todo, hoy, de los conglomerados financieros. Se impone mediante instancias convencionales interestatales, como el G7, central para la regulación del comercio mundial; del G-20; de instituciones como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, que proceden de los acuerdos de Bretton Woods, o de la OCDE (Organización para la Cooperación del Desarrollo Económico) … El estado permeable o subalterno ha de intervenir en la economía con las políticas de desregulación, ha de dar a las empresas transnacionales garantías jurídico-políticas de no intervención, así como de socialización, en el ámbito de la esfera pública, de los costes del ajuste laboral. Ha de desregular el mercado de trabajo, creando nuevos espacios económicos o mercados para la actividad privada, por lo que está obligado en primer lugar a privatizar el antiguo sector público y en segundo lugar a mercantilizar los servicios públicos en una medida compatible a la vez con la paz social y las exigencias del SPSD.

Por otra parte, dentro de SPSD están organizaciones militares, como la OTAN, que imponen determinadas actuaciones militares a los Estados, como intervenciones o retiradas en Irak o Afganistán. Muchas de esas decisiones militares obedecen a los intereses de determinadas empresas multinacionales, del ámbito militar o energético.

La crisis de la representación política pública, resulta entonces inevitable, aunque la burocratización y oligarquización del sistema de partidos profesionalizados también contribuye decisivamente a esa crisis, y la tendencia de la despolitización y a la pasividad poblacional es una lógica perversa autoalimentada y provocada.

La naturaleza del SPSD, le impide hacer suyos los sistemas legitimatorios adoptados por las entidades estatales. No puede recurrir a sistemas de legitimación de tipo comunitario, tampoco puede presentarse como un poder democrático.

La legitimidad que pretende el SPSD es la de la eficiencia, eficacia técnico-productiva que empieza a ser interiorizada no solo por las instancias públicas subalternas sino también por las sociedades dominantes.

El discurso de la eficacia "productiva" cobra verosimilitud y se instala paulatinamente en la imaginación colectiva, sobre todo en la medida en que trata de coexistir con las instituciones representativas bajo las cuales ha surgido el SPSD. El discurso de la "eficacia" o "único" expresa en realidad la ley del más fuerte no ya individual sino económico-social. Es la ley de los grandes conglomerados de agentes económicos. La ley del más fuerte no admite réplica. En definitiva, no hay alternativa. Y sin alternativa, ¿qué queda de la democracia?

Democracia y globalización. Ira, miedo y esperanza