martes. 16.04.2024

Parece que los detectives americanos, los clásicos, los de sombrero, gabardina y sarcasmo, no tenían más contacto con la gastronomía que la guinda del Manhattan o la aceituna del Martini. Pero uno de ellos, Nero Wolfe, viene a compensar ampliamente la austeridad de los otros. Muy ampliamente.Tan ampliamente como para llenar 140 kilos de cuerpo, kilo arriba, kilo abajo, porque a nadie le consta que Wolfe se haya subido jamás a una báscula.

Pero no nos engañemos, este peso pesado de la resolución de crímenes no ha construido sus abundantes grasas en base de hamburguesas, patatas fritas, donuts y pizzas. Tiene la suerte de vivir en la América que aún cocinaba en casa y no había sustituido aún el plato por la bolsa de “comida para llevar”. Wolfe nació literariamente en 1934. Eso le permite ser un extraordinario conocedor – y defensor- de la cocina tradicional norteamericana, tan variada como se podía esperar de un país enorme: callos a la criolla de Nueva Orleans, jamón asado de Missouri, zarigüeya de Tennesse o sopa de pargo de Filadelfia, entre otras exóticas exquisiteces.

Y tal conocimiento tiene mérito porque Nero Wolfe prácticamente no sale de casa, su mayor esfuerzo físico consiste en levantarse de la cama para desparramar su anatomía en el sillón del salón y, con los ojos cerrados, dar rienda suelta a su inteligencia deductiva. Para no verse obligado a renunciar a sus aficiones de gastrónomo tiene a su servicio un excelente chef. Y, por supuesto, un ayuda de cámara y secretario – algo así como un alter ego joven y ágil- que resulta ser el narrador.

Sin embargo en Demasiados cocineros, la novela que nos ocupa,Wolfe rompe con sus principios de inmovilidad para desplazarse a un balneario de Virginia occidental. Por dos razones incuestionables: va a ser una especie de padrino del encuentro de los doce mejores maîtres del mundo –tres más, pasaron a mejor vida a lo largo del año- y, sobre todo, va a luchar con todas sus malas y buenas artes para conseguir la receta de la “saucisse minuit”, un plato cuyo delicioso recuerdo le atormenta porque nunca consiguió reproducirlo.

A pesar del sobrepeso y la falta de ejercicio, Wolfe no sufrió arterioesclerosis, ni gota, ni diabetes, ni un infarto. Esa es la suerte de vivir en un libro

Y ¿quien es el artífice de tan delicioso manjar? Jerome Berin, digamos que el Ferrán Adriá de principios del siglo XX, el cocinero de un humilde restaurante de Figueras, cuyas delicias Wolfe probó casi por casualidad cuando actuaba de espía en España para el gobierno austriaco. Las circunstancias harán que su intento de conseguir la receta, con halagos y hasta con dinero, tenga éxito. A cambio de librar a Berin de una acusación de asesinato y sobreviviendo al suyo.

Los casos de Rex Stout, el creador del personaje, tienen el tono y el ritmo de los de Agatha Christie: uno se aprende los personajes y luego participa de un entretenido “Cluedo” para saber quién es el asesino, en el caso de que no haya un mayordomo a mano. Y todo ello bajo un arrullante ritmo de swing.

Los cocineros de este caso no son tan amables entre sí como Arkak, Subijana y Aduriz cuando aparecen juntos. A estos les une, casi más que la dedicación a la cocina, el odio por el colega que fue desleal y traidor con cada uno de ellos y que acabará con un cuchillo clavado en la espalda. Ya sabeis, cualquiera pudo haberlo empuñado… pero Wolfe, este obeso personaje tan lejano a la imagen del gordito simpático, lo descubrirá.

Curiosamente Rex Stout nunca dejó que su personaje envejeciera, a pesar de que siguió escribiendo durante 30 años. A pesar del sobrepeso y la falta de ejercicio, Wolfe no sufrió arterioesclerosis, ni gota, ni diabetes, ni un infarto. Esa es la suerte de vivir en un libro.

“Demasiados cocineros”: misterio a la americana con aromas de alta cocina