miércoles. 24.04.2024
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Capitán Lagarta | Los que ya peinamos alguna cana hemos oído un sinfín de veces a nuestros viejos, cuando no queríamos tragar aquellos memorables potajes, aquello de “hambre tenías que tener”. Ahora, para que coman, se asusta a los críos con otra crueldad, si cabe, más cruel: “come!, que hay niños que se mueren de hambre”. Esto del hambre, que es algo asociado al calendario, “hay más días que ollas” decía mi abuela o “me sobra mes al final del sueldo” que diríamos hoy, hizo que algunos alimentos quedasen tan fijados en los circuitos neuronales de la memoria ancestral genogastronómica que a veces se nos antojan caprichosamente y sin saber por qué. En los puestos superiores del ranking de anhelos muy probablemente figure el bocadillo de jamón serrano, pero es seguro que el lugar de honor está ocupado por el más arquetípico de todos los antojos: el par de huevos fritos. Hubo una vez un tiempo remoto en el que los huevos eran lujo exclusivo para los que caían enfermos en casa. Eran tiempos de antes, aún andaba el demonio por los caminos; eran huevos de antes. Eran los tiempos del estraperlo; tiempo de huevos clandestinos. Eran tiempos de crujir de tripas; tiempos de hambre puñetera. Cuentan que una vez, en aquellos años, en una pequeñita casa labriega, un frío día de invierno habían invitado al cura a comer, aunque en realidad era él quien, avisado por su bandullo de que era pronta ya la hora del yantar, se había convidado haciéndose el remolón embrollándose interesadamente con algunas teologías, dogmas de fe y otros misterios hoy en día aún sin resolver. Dicen que era uso y costumbre, algo normal en el clero de base, el de aldea, visitar todas las casas, las de los ricos y las de los pobres. Ese día en la casa había gente, nueve contando con el cura, y mantel de cuadros, y platos de porcelana, y poco para llevar a la boca. Pero aunque casa digna fuese, lo único elegante que había para comer el día que se presentó el páter, era un huevo, proteico pero único, viudo, sólo. Una vez se hubieron sentado todos a la mesa, la matriarca, que ya había hecho sus cálculos -el huevo para el páter y caldo para los demás-  haciendo de elegante anfitriona preguntó al cura: “¿cómo quiere el huevo padre?” y éste, solemne, sintético, impávido, respondió con su cara de cura y sus manitas de cura cruzadas sobre la negra sotana que le cubría la tripa: “fritos hija, fritosss”.

Cuestión de huevos