jueves. 18.04.2024
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“Llevo preparándome para escribir este libro toda la vida”, afirma Elvira Lindo en las notas promocionales de A corazón abierto.

“No soy la primera escritora que se arranca a contar cuando ya nada importa”.

He leído esta obra disfrutándola muchísimo. Leí a la Elvira Lindo literata en estado puro. A corazón abierto es de una ruda delicadeza exquisita, divertida y profunda a la vez.

A corazón abierto aún no ha comenzado cuando su autora nos lo enmarca con estos versos de Emily Dickinson:

¿Pero no son
Todos los Hechos
Sueños
Tan pronto como los
Hemos superado?

El padre

e1Manuel Lindo, el padre de Elvira, cuyo hábitat natural eran los bares y la calle, “uno de esos hombres a los que siempre les falta espacio para gesticular”, pareciera ser y tal vez lo sea el principal protagonista de esta memoria literaria en la que la propia Elvira es la escritora, el auténtico personaje central, más aún (quizás finalmente, me atrevo a opinar) que su propio padre, una memoria literaria con apariencia de novela en la que la familia Lindo habita unas páginas de autorretrato emocional, de retrato emocional, de desnudamiento espiritual, moral, vital.

Unos padres, una prole, en los que “la ironía ha cubierto todas las pesadumbres familiares convirtiéndolas en un catálogo de anécdotas humorísticas”. Porque el humor alterna, a veces vence, a menudo cae derrotado aquí por el estupor de la memoria dañada, dañina. Y esa lucha del humor por hacerse fuerte en el relato que es la novela que no es una novela de Elvira Lindo es parte encomiable del enorme reto literario al que la autora de Lo que me queda por vivir hace frente con notable arrojo y categoría artística.

En A corazón abierto no sólo asistimos a veces divertidos, a menudo conmovidos, al terrible devenir de las vidas donde se esconde la torpeza donde habita a menudo el puro mal, sino que en ella nos topamos también, en ocasiones, con “la absurda arbitrariedad de los niños”.

“En realidad lo que yo escribo obedece al trato que [nuestro padre] nos obligó a aceptar desde pequeños: encubrir con humor justo aquello que careciera de gracia”.

Su padre, sí. “Un hombre tan autoritario como es Manolo Lindo”, alguien “siempre expansivo, refractario a la reflexión y al silencio”. Alguien “permanentemente alterado”.

“Algo en lo que mi padre ha sido siempre experto: encontrar alguien que se preste a estar a su servicio”.

Elvira y sus hermanos, intimidados y fascinados por la presencia paterna, una presencia “que tensaba el ambiente”. La presencia de una persona astuta, atractiva, nerviosa, “que se había curtido en la aspereza del mundo sin protección”, una persona a la que “no le gusta lo triste”.

Porque el padre de la autora, que “no cabe en un libro” (como nadie cabe), a quien “Dios no le hacía falta”, ese Dios que no le había ayudado, es un ser humano forjado durante los años de la dictadura del general Franco y aún antes durante la Guerra Civil que la precipitó. Leamos a Elvira Lindo:

“Yo que tantas veces he escuchado, escrito y venerado las historias del exilio español, que compadecí a los que tuvieron que irse, a los que hubieron de forjarse una nueva vida lejos de su tierra y fueron desposeídos de lo que era suyo, veo ahora en él a uno de los desgraciados que hubieron de quedarse, olvidar el trauma de la guerra que marcó su niñez y sacar adelante un país de mierda. El escaso victimismo de una generación que concentró toda su energía en no pasar necesidad, prosperar y procrear ha hecho que jamás se contemplara una reparación, que ni tan siquiera sus hijos prestáramos demasiada atención a lo que muy de vez en cuando nos contaban, más como una peripecia que como una desgracia”.

En Manuel Lindo, “incapacitado para el rencor”, cabían el hombre “tenaz y el disperso, el cumplidor y el desmadrado, el puritano y su reverso”. El uno contenía “la tendencia delirante del otro”. Él desplegaba “por igual su optimismo y su cólera”.

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Papá, le dice Elvira a su padre: “yo te comprendí siempre”, tú “nos amabas con una furia que a veces dolía, nos amabas, aunque fuera el tuyo un amor dulce y violento”.

La abuela (mala)

Sagrario, la abuela (mala) de Elvira Lindo, la madre de Manuel, “se parecía al papa Inocencio X que retrató Velázquez”. Así era su rostro, pero tenía el peinado de Cristóbal Colón “y el gesto de Scrooge, a la manera de las primeras ilustraciones del libro de Dickens, que han fijado la idea física que nos hacemos de los avaros”. Es de esas ancianitas “a las que jamás llamaríamos ancianitas”, de las que no provocan piedad alguna, de “esas viejarracas que amedrantan a sus nietos”. Elvira Lindo escribe sobre su abuela (mala), la paterna, una persona “amoral, que no inmoral”, con el objeto de “explicarse a sí misma por qué se sintió atraída siempre por un personaje que le provocaba tanto temor”. Aquella “señora severa”, incapaz de vivir la melancolía o de estar triste, demasiado calculadora, que provocaba en Elvira y sus tres hermanos auténtica fascinación.

“Nunca sentí que perteneciera al sexo femenino, Tampoco al masculino”.

La abuela Sagrario, a la que Elvira Lindo luchó con todas sus fuerzas por no parecerse:

[Si mi abuela] “tuvo talento para ganar dinero, yo puse todo mi empeño en trabajar para gastarlo”.

Elvira

Porque, claro, merece una atención detenida el propio personaje que es en su libro la autora, que se recrea a sí misma como la literata que es pero sin que acabemos por creer que la ficción le ha vuelto a jugar malas pasadas a la realidad, salvo en cuanto de confuso acaba por tener la memoria. Un personaje charlatán de “carácter neurótico”, de quien se decía cuando era pequeña: “la niña es maniática”. La cuidadora precoz de su madre enferma que acabó por aprender a darse a sí misma la protección que la había faltado.

“Yo, que jamás había recibido ni recibiría algo que se aproximara a una mínima educación sexual”.

Elvira Lindo, quien no le ve sentido alguno a “malvivir en la queja”. A quien su padre trató cuando niña “como si hubiera de habitar siempre el universo protegido de las niñas”. A ella, que de sí misma dice que “era medio niño”. Algo que sí advirtió su madre, que, “intuyéndome menos femenina que mi hermana, me libró de lazos, de horquillas y de cursilerías”.

Elvira, de niña, expansiva y gregaria, de sonrisa fácil, que se habla a sí misma a menudo en su libro, que desde su infancia alberga dos sentimientos que la acompañan permanentemente: “el de la responsabilidad y el de la amenaza”. El uno como una “presión en el pecho”, el otro, el de la amenaza de la muerte, como “el apretón de una garra en la nuca”.

La madre

Antonia Garrido, la madre de la autora, es otro de los grandes protagonistas de A corazón abierto. No en vano es ella a quien en la cierta e indudable verdad del pasado de la familia de los Lindo la hubieron de abrir el corazón.

“Yo no sé si mamá era débil, pero a mí siempre me lo pareció. Era como si de su figura emanara una fragilidad no ya física sino interior, profunda, que se manifestaba de una manera que no sé explicar pero que debía hacerse evidente, porque siempre sentí que las vecinas o las tías la trataban como a alguien que puede quebrarse en cualquier momento. Yo lo percibía con aprensión, y su dolor, cualquiera que fuere, de un simple constipado a una quemadura en la cocina, me producía una enorme inseguridad, una anticipación de la desgracia”.

Me resultó intensamente hermoso el pasaje en el que habla de su madre y las canciones, cuando dice de ella que “en su boca cualquier canción surgía ya como un recuerdo”. Porque “todas las canciones en su boca sonaban sinceras y melancólicas”.

Su madre, que “a veces quiere estar triste, pero mi padre no la deja”. Su madre, que la decía de vez en cuando: “¡deja las manías!”

“Mamá: ¿sabes el daño que me hizo tu llanto, sabes cuánto endureció mi corazón y me hizo refractaria la gente que llora demasiado?

[…] Mamá: ¿qué sentido tuvo sufrir tanto por un hombre, morirse, perderse esto?”

El amor marital de los padres de Elvira Lindo, que compartían “un amor excesivo, celoso, desconfiado”, existió y se desvaneció, pero en el libro contemplamos cómo era cuando ambos se querían…

“Con el peligroso amor de los desiguales. Ella lo quería por encima de su vida, de todos nosotros. Toleraba su delirio y su arbitrariedad.

[…] Pero ellos, entonces, se querían, a la manera imperfecta y dañina en que el hombre celoso ama a su mujer, y la mujer débil y enamorada se rinde a la locura”.

De los enfados y las reconciliaciones de ambos dependía “el estado de ánimo de mi casa”. Para la autora de Una palabra tuya “era agotador amoldarse a ellos”.

“Siempre quise convertir a mis padres en personajes de novela, porque así los vi, unas veces, admirada, otras, estremecida, desde que era niña”.

El tiempo, la vida

Hablaba yo al principio del humor en A corazón abierto. La autora, cuando el libro se va aproximando a su final, me explica mejor lo que yo estaba creyendo ver en su novela. En la melancolía, en la pena también, “siempre hay un recoveco por el que se filtra la alegría”. Pero la alegría “ha de estar abierta a la tristeza para no convertirse en un sentimiento estúpido y banal”.

“No vivir es no sufrir y no saber”.

El tiempo, que aunque lo intenta no es capaz de curar las heridas y lo que hace es devolvérnoslas “el día menos pensado”.

“Es el futuro el encargado de ordenar el tiempo, el que convierte la vida en argumento”.

Un amor dulce y violento: Elvira Lindo a corazón abierto