viernes. 19.04.2024
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Representación de la Batalla de Villalar realizada en el siglo XIX por Manuel Picolo López.

En el artículo de la semana pasada hablábamos de la rebelión del pueblo castellano que acabó en desastre al ser vencidas las huestes comuneras en la batalla de Villalar un 23 de abril de 1521. Decíamos que es insólito la celebración de una derrota y no la victoria, y sea aquella la que se recuerde y permanezca en la memoria colectiva. La razón no es otra que la conciencia de que el poder viene del pueblo y que el poderoso no lo es por la gracia de Dios, ni cosa que se le parezca -sangre,  raza, casta, herencia, dinastía…-, sino porque el pueblo delegue en esa persona la administración de los bienes públicos en favor del bien común. Permanece, pues, imborrable esa derrota en el pueblo porque su lucha significaba una revolución que enfrentaba el poder común con el poder real, y la idea de que los impuestos o para se exactos las contribuciones deben ir encaminadas a procurar el bien común. La sociedad se administra, no se gobierna. Como la mayoría de sus componentes debe dedicarse a producir, tiene que haber alguien elegido entre esos mismos, liberado de esa producción, cuya labor sea la de administrar esos bienes que generamos todos y que conforman lo que desde la antigüedad se ha dado en llamar el bien común.

El levantamiento de las Comunidades fue un movimiento social y político que se gestó en las Cortes de Valladolid tres años antes -1518- de esa derrota en Villalar. Dos eran los motivos. Primero, el descontento ante el exceso del poder real y los  gravámenes que éste quería imponer al pueblo para sufragar sus intereses de imperio y sus guerras exteriores; y segundo, que las Cortes aumentasen su soberanía como representantes de las ciudades, es decir, del pueblo; que el rey nada decidiera sin contar con ellas. Esa revolución generó un primer esbozo de constitución en Europa. España, y Castilla en concreto, eran adelantadas en cuanto a democracia se refiere, comparada con el resto de Europa. En Castilla funcionaban desde siglos antes los concejos, embrión de las cortes. Las actuaciones de la comunidad se decidían en la reunión de los lugareños, que no otra cosa significa ayuntamiento, la acción de juntarse para deliberar y decidir de común acuerdo, que tanto ensalzara nuestro rey Sabio, Alfonso X, en el siglo XIII. Para que luego andemos con complejo de inferioridad por nuestra presunta falta de experiencia democrática en relación con otras naciones europeas. En el siglo XVI tenemos ya el embrión de Constitución, aunque no saliera bien. Así pues, podemos los españoles sentirnos orgullosos, y desechar el complejo de haber llegado tarde a un ordenamiento que según los entendidos es el mejor de los peores sistemas políticos para organizar una sociedad, para administrar, que no gobernar, un país.

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LO COMUN FRENTE A LO PRIVADO 

En el apoyo al levantamiento de las ciudades castellanas contra los intereses reales, ajenos a los del pueblo, aparece por primera vez (1518) el término comunidad, derivado del “interés común”, en la carta que los frailes de Salamanca, a la que hice referencia en el anterior artículo, dirigieron al rey y a las Cortes. Eran frailes “infraescritos (sic) de la Orden de San Francisco, San Agustín y Santo Domingo… presentes a los tratos que se han hecho… en Cortes… y (por) lo que se acordó nos pareció que éramos obligados a notificarlo a vuestras mercedes para que den poder conforme… del bien de estos reynos y del rey nuestro señor”… 

Hasta parte del estamento eclesial, tan poco dado a identificarse con el “populacho”, contrariamente a sus enseñanzas, se comprometió -algún obispo hasta la muerte-, en esa lucha por el bien común. Eran  teólogos, letrados, y por demás, politólogos, como se entendería actualmente, quienes escribieron esa carta que puede ser considerada como un antecedente de Constitución, y que sigue diciendo textualmente, entresacado de sus párrafos: “...Que no consientan sacar por ninguna vía dineros del reyno ni de las rentas ni de las dignidades ni oficios ni beneficios que al presente están en poder de extranjeros… Que las Comunidades de estos reynos no caigan por ello en mal caso, que más obligados son al bien de estos reynos en que viven… y en caso que no aproveche nada este requerimiento, pedir al rey nuestro señor tenga por bien se hagan arcas de tesoro en las Comunidades en que se guarden las rentas destos reynos para defendellos e acrecentarlos e desempeñarlos, que no es razón Su Cesárea Majestad gaste las rentas destos reynos en las de otros señoríos que tiene...”

Aparece así en la historia de España la palabra comunidad para referirse al bien social, a lo común.

Ya salió la palabreja que tantas tintas hace correr, que se ha interpretado y temido de muchas maneras, y que tantas veces se olvida incluso por quienes han sido elegidos para desempeñarlo. Común. Una idea que no es nueva. Nació allá en la antigua Grecia, la misma que hoy, como otros países del Mediterráneo, sufre la crisis por el interés particular de políticos, banqueros y empresarios, sobre todo “armadores”… Qué connotaciones las de este concepto referido a ejércitos, contrabandistas, y barqueros, no de barquitos de pesca sino de yates y transatlánticos, grandes fortunas conseguidas a fuerza de corruptelas y desvío de capitales. Contra estos tipos que acumulan riquezas por su arrimo al poder y conciben el Estado en su beneficio, se dirigen los Comuneros. Contra los que utilizan el poder, sea económico o político, en provecho propio, arremeten los Comuneros alentados por los frailes, aconsejando que el interés común debe primar sobre el privado.

Pero lo común, tantas veces olvidado, no es una idea moderna, como puede ser la ecología. La idea de común empezó como teoría filosófica precisamente en esa misma Grecia, ayer cuna de la cultura, y hoy, de la crisis mediterránea, afectada por recortes que sufren los ciudadanos que no son sino “armadores” de paciencia, como les sucede a sus paisanos de la otra parte del Mare Nostrum, los españoles, primos hermanos en cultura y en corruptelas. (Que si hasta ahora los pueblos no se han levantado, como los queridos Comuneros, movidos por la razón, se debe a que temen se les echen encima, como suele suceder, la fuerza de las armas, y acabe todo en guerras y sangre. Como la experiencia dice que eso es sumar un mal a otro, siguen viviendo resignados, aunque indignados, hasta que llegue el límite... Y se acabe la resignación y el miedo).

El sentido de lo común es una teoría muy antigua y su significado es precisamente que cada persona disfrute de la riqueza común en la medida de sus necesidades, práctica desde tiempos remotos en la antigua Castilla con los llamados “terrenos comunales”, donde cada vecino podía echar a pastar su ganado, usar de la hornija que se desparramaba por el monte para atizar el hogar o utilizar las eras para trillar y aventar la mies. Del mismo modo que cada vecino debía aportar su trabajo en obras que afectaran a la mejora de la vida del lugar, desde hacer un pozo hasta allanar caminos, todos debían participar en trabajo y en uso de tales bienes comunes pertenecientes a esa comunidad. Eso en cuanto a actividad, que es de suponer fuera desde la prehistoria de la misma manera, mayormente motivada por la defensa y manutención, por eso de que la unión hace la fuerza. El sentido de “lo común”, como pensamiento filosófico, nació, pues, en la Grecia clásica con las teorías de Platón, en su tratado de La República, donde menciona a Zenón (siglo V a. C.), y su idea de destronar al tirano, y donde el mismo Platón habla del “comunismo” que debe regir en la ciudad-estado el comportamiento de los dirigentes, guerreros y filósofos, advirtiendo además que, a la manera de los miembros de órdenes religiosas, no deben poseer nada personal, para evitar la acumulación de riquezas, y “estar así libres de las querellas a que el dinero, los niños y los familiares dan lugar”. 

Tales ideas sobre lo común han sido precursoras de lo dado en llamar “utopías”, título de la obra de Tomás Moro, “Utopía”, publicada en 1516. Utopía es el nombre que da el autor a una isla idílica donde no existen diferencias sociales, tampoco el dinero, culpable de las desigualdades, donde los ciudadanos eligen libremente a sus representantes y la educación es un derecho universal... “Sus leyes y costumbres -termina el libro-... (son) fundamento principal (de) la vida en comunidad, y el mantenimiento en común sin hacer uso del dinero, que destruye toda la nobleza, magnificencia y majestad que son el ornamento y el honor de la república... Instituciones utopianas”. Su título fue recogido por todos los idiomas como una idea idílica, irrealizable pero perfecta a la que debemos aspirar socialmente.

Parábola desarrollada por otros autores renacentistas y barrocos como Francis Bacon en La Nueva Atlántida (1616), y Tomás de Campanella en La Ciudad del Sol (1623). Hasta que en el siglo XIX aparece una elaboración sistemática de estas ideas con el filósofo judío-alemán Carl Marx, puesta de manifiesto -nunca mejor dicho y vale la redundancia- en sus dos obras El Manifiesto Comunista (1848) y El Capital (1867), donde advierte que la acumulación de capital por la búsqueda de beneficios conduce a una concentración del poder económico, empobreciendo precisamente a los productores, es decir a los obreros. Así ha venido sucediendo desde que en la Edad Media, la Europa feudal de señores y vasallos degeneró en una sociedad burguesa con dos clases bien distanciadas, capitalistas y siervos. De ahí esa lucha entre clases y la revolución que tal estado propicia y que en los estertores agonizantes de dicha época estalla con la guerra de las Comunidades de Castilla.

De común deriva “comunero” y también “comunista”, ideologías que preconizaban la correspondiente revolución. El comunismo, aun siendo una teoría con visos de actualidad, tiene como acabamos de ver sustratos antiguos y su objeto es tan viejo como la aspiración del humano por conseguir la felicidad a través de la igualdad en una sociedad sin clases, disfrutando de la propiedad en común de los bienes de producción y de la riqueza o beneficios generados por los miembros de esa comunidad. Tal concepto, que con tanto acierto y exactitud aplicaron los frailes de Salamanca hace cinco siglos, conlleva importantes connotaciones, entre las que sobresale que los derechos subjetivos corresponden a una pluralidad de sujetos; su sentido jurídico es aún más amplio que el de copropiedad, pues abarca otras esferas que van más allá de las meramente jurídicas, como puede ser la solidaridad (ética y moral), el bienestar de un pueblo (municipio), la religión, la cultura, etc., aunque en algunos casos la doctrina jurídica las identifique y englobe. 

No es pues extraño que cuando salen a colación estos conceptos, común, comunero, comunismo, se alarmen quienes usan en favor propio los bienes comunales. Deben ser considerados este tipo de gente o clase, como parte abortiva de la sociedad, y deben ser apartados de la “comunidad”.

En nuestro anterior artículo hablábamos de la revolución pendiente que significó la revuelta de los Comuneros.

El historiador José Antonio Maravall, investigador y estudioso de este tema en su libro publicado en 1963, “Las Comunidades de Castilla”, califica de auténtica revolución este levantamiento, cuyo subtítulo, “Una primera revolución moderna”, resume todo su significado, las comunidades enfrentadas al sistema como revolución y no como simple rebeldía, que marcan el inicio de la modernidad de Castilla. Guerra fiscal y social que desemboca en una reflexión de carácter político acerca de la concepción del Estado y los fines que persigue, tales como el tipo de política que deben sufragar los ciudadanos, entonces súbditos, tema que cuestionan los comuneros con su concepción del reino y de la política a ejercer. Se trata de la esencia del ejercicio del poder, contraponiendo los Comuneros la idea del rey en su concepción “patrimonialista” del Estado, que lo consideraba propiedad privada, su herencia familiar y base del absolutismo, a la concepción del Estado como “protonacional”, sentando sus principios de actuación de acuerdo con las Cortes como representantes del pueblo; la concepción de pueblo como unidad, capaz de ser sujeto del poder. Así se expresan en los llamados Capítulos de la Junta, que los historiadores consideran “un esbozo de Constitución, que trata de establecer un equilibrio entre los poderes del soberano y las prerrogativas de la representación del reino”

Los Comuneros son por tanto unos adelantados a su tiempo. Su lucha, una auténtica revolución que de triunfar hubiera cambiado los destinos de España. Un país grande, en extensión e ideas, que quedó sujeto y amordazado por una política imperialista, fanática en lo religioso y torpe en la constitución de una imagen que reflejara su auténtica personalidad. Por eso se conmemora su fracaso, por su significado. Era el fin del feudalismo y la sugerencia de libertades populares a la medida de la época. Ya el mismo Quevedo identifica “comunero” con “rebelde”. Hasta el siglo XIX no se les reconoce su valía como mártires del absolutismo y precursores de la libertad, con la expedición oficial que al cumplirse el III Centenario de la batalla de Villalar realizó El Empecinado el 23 de abril de 1821. Posteriormente, a  partir de los homenajes del gobierno liberal en España, han ido sucediéndose éstos, prohibidos en la dictadura, hasta volver nuevamente a ser homenajeados con la llegada de la democracia, hasta el punto de elevar ese día a la categoría de festividad oficial de Castilla-León.   

Decapitados al día siguiente por orden del Emperador, ausente en esas fechas del trono castellano, en la misma plaza de Villalar, los tres jefes comuneros Juan Bravo, Juan de Padilla y Francisco Maldonado, que dirigieron y popularizaron la revuelta, quedaron consagrados como héroes de las libertades de Castilla.

CONCLUSION

Podía celebrarse la independencia (dos de mayo), la victoria y la coronación de un emperador, el triunfo del catolicismo fanático frente a la reforma de Lutero... Pero no. Se celebra, se homenajea, una terrible derrota de una lucha que pretendía la libertad, la igualdad, la eliminación de clases, la supresión de la enorme diferencia entre el señor y sus vasallos, en fin, la supresión de la esclavitud. Una lucha, acabada en fracaso, contra la tiranía de un gobierno que daba la espalda a un país por intereses personales de un rey que quería ser emperador, de una Corte ajena a los castellanos, y de una presión fiscal que empobrecía a la comunidad. Una lucha, en fin, contra la dictadura, el absolutismo, el nepotismo, y la mala administración de unos poderosos que perseguían su fin particular en detrimento del bien común. Y así hasta hoy.  Pero las gentes siguen celebrándola porque aquellas ideas aún perduran. Lástima que esos fines de los Comuneros, hoy como ayer, sigan siendo una “utopía”. El pueblo, abajo, continúa soportando el peso de los de arriba, y éstos, tan necios, no saben que es precisamente esa base popular el sostén de su vida, su capital, “su hacienda”. Como decía la canción, “¿cuándo querrá el Dios del cielo, que la tortilla se vuelva...” Por eso el mundo va como va y seguirá yendo igual mientras no se vuelva la tortilla. El humano no se respeta porque anulan su razón las armas, como sucedió en Villalar y después de Villalar, cuando el furor del emperador se cebó en los idealistas, sus haciendas, sus mujeres y sus hijos. (El Decreto del Perdón no fue otra cosa que propaganda para mejorar su imagen). También se cebó en la misma administración, “recortando” funcionarios, sacando de ella a los castellanos, poblándola de espías, agentes políticos y personajes corruptos, al servicio de una política que empobrecía al país más poderoso del mundo. ¿No guarda semejanzas con lo que sucede en la actualidad?

No podemos seguir con este sistema medieval y obsoleto. Consideremos el fenómeno de las Comunidades para que nos ayude a  salir del error en el que, hoy, con otras miras y otros medios,  hemos caído por culpa de un gobierno, el de hoy como el de ayer, corrupto y delincuente, que pone el pueblo a su servicio, y no el gobierno -perdón, la administración- al servicio de la comunidad. 

Los comuneros, revuelta constitucional