miércoles. 24.04.2024
comuneros
Cuadro del pintor Antonio Gisbert sobre la ejecución de los comuneros de Castilla.

La pasada semana se celebraron dos conmemoraciones, dos fiestas de distinto signo el mismo día, 23 de abril, una referida a la cultura, y otra, a la libertad. La primera en toda España,  en la que el libro, acompañado de rosas y claveles, era el protagonista, y la otra, una fiesta regional. La Comunidad de Castilla-León celebró su día. Al primer protagonista le hemos dedicado todo este mes, en abril, libros mil. Como la segunda efemérides no podíamos dejar de pasarla por alto, vamos a dedicarla unas líneas de reflexión por ser un hecho que forma parte muy importante de la historia de este país, un hecho que pudo cambiar nuestra historia. Hay que sumar además, que se trata de una efeméride insólita en cuanto a su celebración. Se festeja lo bueno, el triunfo. Lo malo, la derrota, se lamenta, se desecha, se trata de borrarla de la memoria.

La razón no es otra sino que la historia la escriben los poderosos, los vencedores, y la acomodan a su manera de ver la vida con el fin de poner la historia a su servicio. Pero también es cierto que la historia la mueven y la protagonizan los pueblos, el pueblo llano. Es sí, hay que soliviantarlo, despertarlo, porque el pueblo suele ser resignado, para eso están los que formando parte de él, se distancian y lo analizan, tienen ese sentido común que, como se sabe, es el menos común de los sentidos. El pueblo les sigue, y si es preciso se levanta en armas, pero quien realmente hace o trata de hacer la revolución es, dicho para entendernos, el estrato social que llamaríamos “clase media”, concretando más, los pensadores de ese estrato social que desde su atalaya observan el sistema contemplando el lado más alto, la punta de la pirámide social, y el inferior, la parte baja, y buscando ese término medio que da el sentido común, se percata de que la situación es injusta, desequilibrada y en su afán de cambio tratan de mejorarla. Mientras unos pocos lo tienen todo, el común carece incluso de los bienes más elementales y necesarios para mantenerse vivo. Por si no fuera suficiente, esos pocos quieren seguir acaparando lo bueno que tenga la mayoría, enriqueciéndose a costa del sudor ajeno. Hay desequilibrio, malestar, que puede desembocar en una acción drástica, a veces terrible, como es la guerra, a la que es tan dada la humanidad cuya historia se ha escrito y sigue escribiéndose con sangre. El equilibrio mantiene en pie cualquier situación y únicamente de esa manera reina la paz. Como si los humanos careciéramos de “sentido común”. Bonita palabreja ésta que ha dado lugar a tantas interpretaciones y tantos sistemas políticos como teorías (sobre lo que volveremos próximamente).

Pero volvamos a nuestras celebraciones, dos motivos el mismo día. Es curioso que su sentido de festividad guarde cierta remembranza entre uno y otro, aun siendo de naturaleza muy distinta, una victoria, el primero, una victoria para la cultura, el día del libro, y otra para la libertad que sería lógico por ejemplo en el levantamiento del dos de mayo, que celebramos esta semana, logrando echar a los franceses de estas nuestras tierras. Toda independencia y la de España también, se merecen su celebración, la alegría del triunfo. Y así se hace. Así figura en la historia. Sin embargo, es muy raro que figure una derrota, y las fechas de la misma se suelen ocultar, no pasará a la historia ocupando tantas páginas como la correspondiente victoria. Si figura, como el caso que nos ocupa, el 23 de abril de 1521, derrota de Villalar, se debe a que forma parte de una victoria, pero lamentablemente en el mismo país, entre sus mismos habitantes que con el correr de los siglos, han ensalzado una, la derrota, y desdeñado otra, la victoria del rey Carlos I y sus secuaces.

Sin embargo, el pueblo, protagonista de esa historia en la que perdió, de esa revolución que no pudo lograr, la mantiene en el subconsciente colectivo, en su ánimo durante siglos, y cuando el ambiente es propicio, la celebra, la festeja. La añora. Podía haber sido de otra manera, pero fue como fue y por lo que fue, por el peso de las armas contra cuya fuerza nada puede la razón. Y el sistema, desde esa derrota comunera, acabó desequilibrándose y deteriorándose cada año más, cada siglo… Hasta que vuelva alguien con sentido común y mueva las masas. La utopía.

Ni la importancia dada a esa victoria, resaltada en los libros de Historia por conseguirla quien la consiguió, y por las circunstancias que se dieron, el poder arrimado al poder, la punta de la pirámide social unida frente al deseo y la lucha de pueblo, ha eclipsado la ideas que subyacían y subyacen en esa derrota, la lucha por el bien común, por el protagonismo del pueblo. En esa urdimbre social y su réplica por acallar la voz popular, se echó mano de técnicas y métodos que perduran desde que la humanidad comenzó a pelearse, quizá en el mismo momento en que se convirtió en eso, en humanidad, ¡qué contradicción! Bien está tratar de echar a un invasor, pero mal que un invasor eche de su tierra a quien habita en ella, y en mayor medida si el susodicho abusa del poder, que, según dicen, procede del pueblo, aunque sea emperador; un personaje que no se conforma con ser rey, pretendiendo a costa del pueblo, coronarse como los antiguos emperadores. La ambición sin límites de poder. Nada le para, ni que ese sueño de grandeza empobrezca a su pueblo, y en caso de rebelión, si hay que machacarle, se le machaca. ¿No les suena eso? Nuestra historia está llena de mazazos, ayer y hoy, de uno u otro tipo, continuos mazazos que siembran el miedo, la inquietud, la exclusión social. Opresiones que ayer se vestían de una manera y hoy de otra, pero cuyo fin es tener al pueblo paralizado, presa del miedo. Del que solo pueda olvidarse cuando le den pan y circo. Sólo así no se atreverá a mover un dedo. 

Así sucedió en esos años que trataremos a continuación y que nos da pie a sacar conclusiones aplicadas a la actualidad. Hay que mirar al pasado para aprender, mejorar el presente y planificar el futuro, que dijo el filósofo. Es curioso y fuera de la norma general,  que esa historia la hayan escrito después los perdedores y del mismo hecho perdure mayor raigambre en la mente española, que del triunfo en sí, sobre todo en algunas regiones. Se recuerda mayormente el fracaso, que la victoria del mayor emperador del mundo, cuya actuación, después de cinco siglos, sigue tan controvertida como lo fue en su tiempo. Un fracaso sirve para declarar ese día como fiesta gloriosa de una región, la comunidad de Castilla-León (cosa discutible, de paso, la identificación territorial de Castilla y León, pero ese debate no es harina de este costal). Vayamos al hecho festivo y a su efeméride. Precisamente se conmemora el día de la derrota, de esa revolución que pudo ser y no fue y que todavía queda pendiente, la revolución del equilibrio social. La Comunidad de Castilla-León ha elevado a la categoría de su patrono el día el 23 de abril, cuando fueron derrotados los rebeldes castellanos por las tropas reales, mercenarias en su mayor parte, a las que se unieron criados y siervos de la gleba ligados a nobles y burgueses.

HÉROES EN EL CADALSO

Una victoria que podía haber tenido más enjundia, como el dos de mayo de 1808, en los anales de la historia, por ser el vencedor ni más ni menos que un emperador, y  emperadores hay pocos después de los de Roma. Pero no deja de ser curioso e insólito, como hemos apuntado, que su consecuencia, pese a ser una derrota, se siga celebrando quizá con mayor fervor y alegría, y se tenga presente en mayor recuerdo a los protagonistas, los perdedores convertidos en héroes, que a quien en dicha batalla salió vencedor. Claro que uno, el vencedor, ha pasado a la historia de una manera, y los otros, los derrotados, de otra. Como si hubieran sido ellos, el pueblo, los vencedores, como ocurrió con la expulsión de los franceses en la guerra de la Independencia, pongo por caso. Las caras de la misma moneda, la lucha contra el sistema, contra el sistema injusto, desequilibrado. Lo lógico es que se celebren y festejen como decíamos al principio los acontecimientos triunfantes, y se olviden los fracasos, porque eso fue el levantamiento de los Comuneros en Castilla hace ahora casi quinientos años. El fracaso de una ideología que acabó en rebelión y la rebelión en derrota. Si el final hubiera sido inverso, la historia de España habría sido distinta. Quizá no, detrás de una revolución siempre hay una contrarrevolución, como detrás de una reforma suele llegar la contrarreforma. Parece que la humanidad está siempre pensando en hacerse mal a sí misma. Y le da miedo dar dos pasos sin retroceder tres. Como si no tuviera bastante con lo que le viene de afuera, terremotos, enfermedades, contaminación…  

Situémonos. Faltan cinco años para que se cumpla medio milenio de una rebelión que acabó en revolución. Corría el 23 de abril de 1521. Años muy parecidos a los nuestros de hoy, en los que incluso la monarquía estaba en entredicho, y la sociedad atravesaba una de sus frecuentes crisis, un sistema feudal que daba sus últimos cabezazos, y una nobleza y burguesía que temía perder sus privilegios si el levantamiento fructificaba y se extendía. Al principio la nobleza y sus adláteres, los grandes empresarios de la lana –en aquel tiempo un vellón de lana era un cheque de muchos ceros- apoyaron, porque les convenía, la revuelta, pensando que así defendían también sus privilegios y prebendas frente al poder real, prebendas que ya habían frenado los Reyes Católicos, tratando de deshacerse de su influencia, recortándoles a su vez las alas para impedir que acumularan más poder y hacienda.

El mayor poder, el real y su séquito de funcionarios, siervos y mercenarios, quería hacer de las suyas de espaldas al pueblo, olvidándose del bien común. He aquí el secreto. Ya salió la palabreja que tantas ampollas ha levantado y sigue levantando a lo largo de la historia. Por eso he traído a colación el axioma conocido del sentido común, el menos común de los sentidos, sobre todo en quienes debieran tenerlo con mayor grado y razón por tratarse de quien se trata, de la misma realeza. De ahí vino el nombre con el que es conocido ese levantamiento popular, guerra de las Comunidades. A los que participaron en ella, se les llamó Comuneros.

Por esos años de 1520 un rey, nieto de los Reyes Católicos como todos sabemos, con su séquito de extranjeros, educado en Flandes, sin conocer ni siquiera la lengua castellana que tanto auge y prestigio comenzaba adquirir no solamente dentro del imperio sino fuera, llegó a España para tomar posesión de un trono que no le pertenecía, pues su madre, la reina Juana, seguía viva. Que estuviera loca o no, es otra cuestión discutible, y sospechosa, como tantas ideas lanzadas en torno al poder y por el poder para desprestigiar a quien no interesa que gobierne. También habría que analizar las razones y el nivel de tal locura. El caso es que su hijo la mantuvo encerrada para evitar que fuera un impedimento en su carrera hacia el imperio heredado de su abuelo paterno que se disputaban su hermano y el rey de Francia, Francisco I, su eterno rival. Carlos I de España y V de Alemania estaba obsesionado con la corona imperial. Y quería a toda costa hacerse con ella (le faltó decir, aunque tuviera que matar a media España, como dijo el otro, y cerca anduvo), recurriendo a sobornos, nombramientos y prebendas a la clase dirigente, y acumulando riquezas para conseguirla. Recurrió para ese fin a dos técnicas que desde entonces han manejado los poderosos para adquirir mayor poder, el nepotismo junto a la presión fiscal y los banqueros.

Como apunté anteriormente, el futuro emperador llegó a España rodeado de una pléyade de flamencos que formaban su corte y consejeros, algunos, los menos, con cierta preparación y experiencia en el manejo del poder -uno llegó a  ser nombrado Papa-, pero otros sin preparación alguna ni experiencia sino el puro servilismo y la buena vida, tan protegidos que ni se preocuparon de aprender el idioma castellano.

El segundo medio para cumplir sus sueños imperialistas, el dinero, lo de siempre, la recaudación de impuestos. Finalmente, como el pueblo estaba sufriendo de por sí ya una crisis en cuanto a producción y estabilidad económica, pues el dinero se iba acumulando en empresarios y mercaderes de la lana y las exportaciones laneras que beneficiaban a los intermediarios instalados en Burgos –burgueses-, el recurso a los bancos. Y el joven rey, con sangre alemana también, no tuvo más remedio –los imperios y sobornos suelen salir caros- que echar mano de los banqueros, entre ellos los Welser y los Fugger, cuya sede bancaria instaron en Almagro, centro de almacenamiento de la producción lanera, los famosos y numerosos rebaños de la Mancha. Para pagar a esos amigos alemanes, el dinero debía salir de donde menos había, de Castilla, no precisamente de las clases nobiliarias, ni de los grandes comerciantes, ni de las exportaciones, sino de una fuerte carga fiscal que implantó el joven monarca, empobreciendo todavía más al pueblo llano. Tales circunstancias en su conjunto colmaron el vaso de la paciencia de un pueblo resignado, callado hasta entonces por el miedo y por la ignorancia. Los Comuneros son el síntoma de una sociedad desequilibrada, dividida, en crisis, que apoyados por algunos sectores eclesiales, los frailes de Salamanca, decidieron levantar al pueblo en armas, pues de otro medio, la diplomacia, no disponían para mejorar la situación y evitar el abuso del poder real, nobiliario y mercantil. Su levantamiento iba, pues, dirigido contra la presión fiscal cuyos beneficios no repercutían en el pueblo, pagano y sufridor. Una fiscalidad que únicamente iba dirigida al beneficio de la casa real y sus sueños imperator. Fueron precisamente los frailes de Salamanca de acuerdo con el estamento medio social, quienes se hicieron eco de esas reivindicaciones llamando la atención del rey (en aquel tiempo, la religión, el estamento eclesiástico, tenía tanto poder o más que el político) plasmando por primera vez el término comunidad derivado del interés común: “ ... pedir al rey nuestro señor tenga por bien se hagan arcas de tesoro en las Comunidades en que se guarden las rentas destos reynos para defendellos e acrecentarlos e desempeñarlos, que no es razón Su Cesárea Majestad gaste las rentas destos reynos en las de otros señoríos que tiene...”

Aparece por primera vez en esa fecha de 1520 en la historia de España la palabra “Comunidad”. De ahí deriva el término comunero, llamando así a todo aquel que participara en el levantamiento armado contra el rey, Carlos I de España y V de Alemania, levantamiento de toda Castilla (la Nueva, la Vieja y el antiguo reino de León) y parte de Andalucía.

No sólo era una lucha política sino también social contra la nobleza opresora, la aristocracia terrateniente y sus aliados, y contra una administración corrupta de funcionarios impopulares y extranjeros. Esta lucha en pro de los intereses del común, puso en evidencia las divisiones de todo tipo que subyacían en la herencia social de los Reyes Católicos tras la muerte de la reina Isabel de Castilla. Fue otra más de tantas guerras civiles como han venido azotando a nuestro país desde que es tal país, las dos o tres Españas de las que se ha hablado tanto, y que todavía siguen pese a esas luchas que suelen acabar como la de los comuneros, en fracaso. Pero nunca se pierde la esperanza, y puede ser que esta revolución pendiente deje en un futuro próximo de serlo, y conseguir una sociedad más justa e igualitaria, donde prime el bien común, el sentido común, al parecer, el menos común de los sentidos.

Sobre esto y el sentido de común, volveremos en la próxima entrega.

Los comuneros, la revolución pendiente