martes. 23.04.2024
libros
 

A León Felipe y Paco Ibáñez

Habita en mi casa un pequeño libro, tan menudo, tan modesto que se esconde y se pierde entre los muchos papeles que abarrotan mi mesa. Se amaga entre los libros más importantes, más gruesos y ostentosos, con tapas duras y un ancho lomo, en el que distingo claramente sus títulos, sus autores y los anagramas de su editorial.

Pero este pequeño amigo, uno de los más queridos por más leídos, me está haciendo rabiar, casi enfadar. Recorro hasta el aburrimiento las estanterías. Doy manotazos apartando cuadernos, recortes y algunas notas, con lo que embarullo más el paisaje y hago más difícil su búsqueda.

¿Media hora? Casi una hora llevo empleada en esta búsqueda y, ya enfadado, grito su nombre y algún insulto cariñoso. Pero no responde.

Abandono. Otro día será. ¿Mañana? “La palabra iba suelta, vacante, ingrávida, en el aire, tan sin alma y sin cuerpo, tan sin color ni beso, que la dejé pasar por mi lado, en mi hoy”.

Con una sonrisa irónica, desde algún escondite que no acababa de descubrir, no contestaba a mis llamadas, pero vertía en mis oídos, en mi memoria, como un eco, sus letras tantas veces leídas.

Cansado, abandoné el estudio. Con desdén pensé: de todas formas, lo he leído tantas veces, que puedo pasar sin él.

No fue mañana, sino muchas mañanas más tarde, cuando ya sin buscarlo asomó debajo de un montón de revistas, como un niño que juega al escondite, una pequeña esquina negra con un reborde blanco. ¡Era él! Ahí estaba agazapado. Quizás harto de mí, quería estar solo. Pero lo cacé apenas con dos dedos y lo recuperé con alegría.

Tarde ya, casi en la noche, lo recorrí rápidamente por ver si lo reconocía, para comprobar que era el mismo de siempre. Si estaba completo, si en su escondite se habían borrado algunas líneas o si una mano misteriosa había arrancado algunas hojas como recuerdo, como castigo por mi abandono.

Era él. Reconocí, en una segunda y más pausada lectura, las huellas que habían dejado mis manos como señales de otros recorridos a través de sus páginas. Una esquina doblada señalaba una pausa que exigía una nueva lectura. Una línea vigorosa o sinuosa, subrayaba una frase. Una flecha, dos, incluso tres, indicaban con mayor o menor fuerza unas palabras que quería dejar localizadas para recuperarlas en otra ocasión o para recomendarlas a un amigo lector.

* * *

Tras el primer enfado, fue un encuentro placentero. Aquel pequeño libro que tantas veces había abierto y sostenido en vilo en mi mano izquierda, tan menudo y liviano es, que así acomodado podía pasar sus hojas empujadas por el índice y el pulgar de mi mano derecha, ligeramente humedecidos en el borde de mis labios.

Así me lo recordaba en su primera página. “Con la punta de tus dedos pulsas el mundo, le arrancas auroras, colores, alegrías. Es tu música.”

Y así dejamos de interrogarnos. Reconocimos que nos conocíamos desde hacía tiempo y por eso se abrazaron con fácil y espontánea emoción mis ojos y sus letras. Fue todo paz y placer.

* * *

Pasaron algunos meses y un día lo introduje en mi cartera de viaje, junto a mis gafas de repuesto, unos lápices de distinto grosor, un metro y un escalímetro, una pequeña escuadra y un cuaderno en blanco, como una vieja costumbre adquirida durante mis largos años de arquitecto.

Ya en el avión, bordeando África hasta llegar a Las Palmas, alterno las nubes con las páginas de mi viejo amigo, aunque prefiero descubrir los mundos dibujados por las primeras que el cantado en sus páginas. Y voy descubriendo que algo sí ha cambiado. No sé si por causa de su edad o de la mía. Pero sigue ofreciéndome y depositando en mí nuevos placeres y nuevas ideas.

Pienso: quizá todos los libros de poesía, de buena poesía, que a lo largo de los años he ido leyendo, saltando de uno a otro, son en el fondo el mismo libro que suena con distintas voces y acentos. Todos encierran la misma sabiduría que va dejando en mí gotas que alimentan y mantienen despierta mi mente sin llegar a hacerme sabio.

Supongo que algo parecido ocurre con el buen amante de la música, el continuo y abnegado lector de matemáticas y filosofía. Sin duda lo mismo acontece en el religioso, teólogo o místico, que con la lectura de un solo libro ha llenado sus ojos y su vida hasta hacerle santo o sabio.

No quiero terminar estas líneas sin descubrir el nombre de mi pequeño y travieso libro: La voz a ti debida.

* * *

Para encabezar estas líneas me atreví a robar las palabras de León Felipe y la música de Paco Ibáñez y parafrasear esa pequeña canción que con tanto placer resonó en mis oídos hace años. Cómo tú, pequeña piedra, cómo tú.  
 

Como tú, pequeño libro…