jueves. 28.03.2024
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Foto: Carmen Barrios

Los botánicos han concluido que la enfermedad de los árboles tiene nombre: se denomina Melancolía

La ciudad en la que fallecen los árboles tiene la piel de las aceras tatuada con millones de hojas muertas, que caen abatidas sobre el asfalto como los cabellos de los enfermos terminales, sin que medie el esfuerzo del viento. Los árboles comenzaron a enfermar cuando se olvidaron de ellos. Las calles, los parques y las plazas ofrecen un aspecto deslucido y sucio, y están teñidos por el color gris de la desidia. Los humos tóxicos, que vomitan vehículos y chimeneas, impregnan el ambiente de una brisa espesa, que se pega a cualquier superficie como el tul de una mortaja.

Los más viejos recuerdan que un día anodino y sin fecha apareció caído el árbol más longevo de la ciudad, un ciprés tetracentenario situado en el centro del cementerio de las personas ilustres. Nadie conoce las razones por las que cayó el ciprés, pero el hecho cierto es que ese magnífico ejemplar se desplomó sin previo aviso sobre las tumbas desgastadas, causando un caos de raíces resecas, tierras removidas y lápidas reducidas a cascotes justo a la hora en la que se ocultaba el sol.

El derrumbe del ciprés tetracentenario marcó el inicio de una era de pánico en la ciudad. Desde entonces, miles de árboles sufren el mismo destino dramático que el ciprés del cementerio, se desmoronan desde sus alturas sin avisar, sin contar con nadie, originando desastres continuos y muertes de ciudadanos por aplastamiento en una sucesión de bajas forestales y humanas, que nadie entiende.

La ciudad se ve triste y desangelada, anegada por las ausencias, como si fuera el decorado de una película que ha sido sentenciado hace décadas al abandono. Las gentes evitan caminar por las calles, y si no tienen más remedio que salir, lo hacen con celeridad, corriendo de portal en portal para evitar pasar cerca de cualquier árbol. Los ancianos y los niños han dejado de frecuentar los parques y los jardines, que recuerdan el escenario yermo de una batalla, con ejemplares abatidos y con las raíces desnudas como tripas resecas, expuestas al viento sobre una cuenca de tierra revuelta.

Los árboles que permanecen en pie han entrado en un estado de letargo indolente. Como si estuvieran en un otoño perpetuo, sobreviven con las copas y las ramas calvas y sin hojas ni brotes que testimonien el mínimo atisbo de vida.

Un grupo de jóvenes ha comenzado a hacerse preguntas sobre tanta muerte arbórea y humana sin sentido. Han exigido a los mandatarios municipales, que hacen como si nada, que averigüen qué les sucede a los árboles, por qué han renunciado a renovar su vestuario cada primavera y caen desplomados cuando menos se espera.

La primera reacción de los mandatarios fue meter la cabeza debajo de los papeles, escondiéndose en sus despachos como topos temerosos ante el avance de la luz. Pero los jóvenes no han dado tregua, y las autoridades municipales han tenido que buscar soluciones ante la turba de personas que ha acudido a manifestar su indignación a la puerta del Consistorio.

Finalmente se ha contratado a un equipo de especialistas en botánica, que tras tomar muestras de los ejemplares que todavía están en pié y analizar con cuidado la situación en la que se encuentran, han dado su diagnóstico: la floresta sufre, tiene estrés, no se siente querida, ni atendida, no se podan sus ramas, no se abona ni se riega su suelo como se debe, sus hojas respiran malos humos, y para colmo, los niños y las niñas ya no juegan al corro de la patata rodeando sus troncos centenarios ni los enamorados registran en sus cortezas el testimonio eterno de su amor.

Los botánicos afirman con inquietud que los árboles no están físicamente enfermos, y que por lo tanto no se caen, sino que se tiran, se suicidan, ponen fin a sus vidas, así, de repente, como se hacen estas cosas, sin previo aviso.

Los botánicos han concluido que la enfermedad de los árboles tiene nombre: se denomina Melancolía.

La ciudad en la que mueren los árboles