viernes. 29.03.2024
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Julio Cortazar. Fotografía suministrada por editorial

lecturassumergidas.com | @lecturass | Emma Rodríguez | Querido Julio Cortázar, quizás esta carta tendría que habértela enviado hace muchos años, cuando leí por primera vez “Rayuela”. Te hubiera contado entonces que durante un par de semanas casi no salí de mi oscura habitación de estudiante, que me olvidé de las clases, de los amigos, de cualquier tipo de compromiso cotidiano, y me sumergí de manera febril en el mundo caótico de Oliveira, de La Maga, de todos los miembros del Club de la Serpiente, respirando, primero, las atmósferas de París cuando llovía: la humedad del río, el aliento a alcohol y tabaco de las buhardillas… Y después los ambientes más abiertos, calurosos, de un Buenos Aires lleno de pliegues, de huecos, de pasadizos hacia el otro lado. Ambientes de circo y de psiquiátrico. Puentes de madera improvisados, palanganas de agua como muro defensivo ante el miedo.

Te hubiera contado que la melodía de la novela, que el próximo 28 de Julio cumplirá ya sus 51 años, me acompañó durante todo el tiempo que duró la lectura: cuando me animaba a dejar el libro brevemente y salía a un exterior que ya no era el mismo; cuando miraba a la gente intentando atisbar algo más que sus gestos y rostros; cuando intentaba cerrar los ojos para dormir e incluso en el transcurso de los sueños. Te hubiera contado entonces que esa melodía, mezcla de jazz -el jazz que tanto te gustaba-, y de susurro, de sonido de guijarros y de olas tímidas, que me producía una indefinida punzada en el estómago, me acompañó mucho más allá de esas jornadas de encierro.

Pero sólo ahora que te escribo, sabiendo que ya has logrado lanzar la teja hasta la casilla del cielo y más allá, puedo decirte que esa música jamás escrita en pentagrama alguno, sigue en mí, echada en el fondo de mis emociones como un gato muy manso. Lo he comprobado apenas recorridos los primeros capítulos, superados ya los temores de que esa historia que tanto me había sacudido en su día pudiera decepcionarme, hacerse añicos entre mis manos ahora que ya había traspasado el umbral de tantas experiencias, andado gran parte del camino hacia lo que se denomina madurez.

Y es que si algo une a todos los personajes de la novela, si algo convierte en cómplices -ya en la segunda parte- a Horacio, a Talita y a Traveler, es la capacidad para seguir jugando, siendo niños. Y ahí me reconozco, me sigo reconociendo. Pienso que sólo quienes conserven una pizca de infancia, quienes hayan visto lanzarse a sus brazos al niño o a la niña que fueron, podrán abrir, pasado el tiempo, las puertas de “Rayuela” nuevamente, sin inhibiciones.

Esta es una carta que te escribo a ti y que me escribo a mí misma. Es una carta y a la vez un viaje. Un viaje hacia atrás, hacia lo que se va dejando y hacia lo que se toma renovado. Cuando volví a “Rayuela”, sentí que recuperaba muchas sensaciones que me habían conmovido y que seguían haciéndolo. Un día, sentada a la sombra, en la terraza preferida de mi barrio, -me encanta leer al aire libre, levantar los ojos de las páginas y observar el tránsito de la vida- me di cuenta de lo poco que había cambiado y me alegré por ello. En lo más profundo seguía identificándome con el inconformismo de Oliveira; seguía deseando acercarme al corazón de las cosas desde la espontaneidad de La Maga, aunque con ligeros, o no tan ligeros, cambios en la percepción.

Como buena lectora activa, de las que tanto te gustan, he subrayado, garabateado todo el libro; lo he llenado con mis observaciones; lo he hecho mío hasta regresar a ese hueco donde un día me refugié y me sentí a gusto. Pero, también he de decirte, y vuelvo a lo de antes, que en cierto modo, percibí que los muebles habían cambiado de sitio. La relectura de “Rayuela” ha sido para mí una experiencia similar a la de visitar muchos años después una casa, una ciudad, un país, importantes en nuestra biografía y que ya están deshabitados de nosotros. Espacios donde fuimos felices, donde crecimos, donde amamos, donde nos transformamos. Todo sigue igual, pero nuestra manera de mirar, de rozar los objetos, los paisajes, es diferente. Cosas que habíamos exaltado ya no nos parecen tan inmensas y otras que no habíamos visto -un ángulo, una perspectiva- reclaman una atención hasta ese momento inconcebible.

Te cuento: Cuando leí por primera vez “Rayuela” estuve muy pendiente de la historia de amor entre Oliveira y La Maga. A él, bohemio, rebelde, buscador de su centro, explorador de lo que no se ve, lo idealicé, pese a sus incongruencias y crueldades. A ella quise parecerme. Me compenetré con sus despistes y con su fatal manejo del tiempo; con sus intuiciones y con su abrazo permanente a los azares. Todo eso lo he recobrado, quizás con nuevos matices, parándome más en las brechas, en las heridas, en el abismo entre ambos. “Hay ríos metafísicos, ella los nada como esa golondrina está nadando en el aire, girando alucinada en torno al campanario, dejándose caer para levantarse mejor con el impulso. Yo describo y defino y deseo esos ríos, ella los nada. Yo los busco, los encuentro, los miro desde el puente, ella los nada. No necesita saber como yo, puede vivir en el desorden sin que ninguna conciencia de orden la detenga”, hago una parada en el capítulo 21…

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Carta a Julio Cortázar a propósito de los 51 años de “Rayuela”