jueves. 28.03.2024
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El autor de "La isla del tesoro", Robert Louis Stevenson (en el centro), en su casa en Vailima, Samoa.

lecturassumergidas.com | @lecturass | Por Emma RodríguezPaseante avezado, amante de la naturaleza, observador agudo de los distintos caracteres humanos, Stevenson buscó siempre, incluso en las situaciones más complicadas, algo del prodigio del mundo, ese prodigio tantas veces oculto bajo capas de fealdad y penuria. Es su capacidad para ver con sus propios ojos, huyendo de las opiniones y verdades asumidas, así como su talante de cronista, de aventurero, sin renunciar a ser un hombre corriente, lo que nos atrapa de Viajar, recientemente publicado por Páginas de Espuma, un compendio de ensayos en el que se recogen las rutas, las travesías, las huidas que emprendió el autor de La isla del tesoro en un recorrido diverso en el que aprendemos a valorar la oportunidad que todo viaje auténtico tiene de aprendizaje, de acercamiento y conocimiento de los otros y de nosotros mismos.

Al escritor le gusta hablar de los monumentos, de las construcciones, de los paisajes, pero, sobre todo, de la vida de los lugares, del latido y el carácter de sus habitantes. Su mirada es generosa, comprensiva, pero también crítica, cargada de una agudeza que le permite llegar más allá de lo obvio, de la primera y engañosa apariencia, desenmascarando las convenciones, las hipocresías de esas gentes, que en toda época y lugar, se parapetan en sus comodidades y miran con indiferencia, con corazón de hielo, lo que les sucede a sus próximos.

La descripción y la reflexión, el retrato de lugares y tipos, el registro histórico y la tonalidad poética se dan la mano en todo momento. Muy sensible a la desigualdad, a la notoria diferencia de clases, Stevenson mira, por ejemplo, hacia las buhardillas de Edimburgo, su ciudad de origen, e indica. “Allá duermen los pobres, pero tienen una magnífica vista de los verdes campos desde su ventana; ven cómo se extienden más abajo los barrios de los ricos con sus amplias plazas y jardines, y no tienen sobre sus cabezas unos cuantos chapiteles, esa especie de juanetes de piedra de las ciudades; y tal vez el viento que les llega lleve en él una pureza campestre y una bocanada de aire marino, o el aroma de las lilas en primavera”.

Los tiempos que le tocó vivir a Stevenson fueron tiempos duros en los que muchos europeos se vieron obligados a emigrar a América, un continente que les llamaba con la promesa de lo nuevo, del emprendimiento, de la fortuna. La necesidad de comprender esa realidad, de acercarse a la experiencia, llevaron al escritor a subirse a uno de los barcos que emprendían las larguísimas rutas transoceánicas, tomar un billete de segunda clase y disponerse a entablar conversación con pasajeros de toda clase y condición, incluidos polizones. He aquí, en la narración de la travesía y del posterior viaje en tren desde Nueva York a San Francisco, donde el libro se torna apasionante y adquiere su mayor altura.

Al ir paseando por cubierta, observando a mis compañeros de travesía –ese curioso surtido de tipos procedentes de todo el norte de Europa– comencé a entender algo que no había entendido hasta entonces: la naturaleza de la emigración. Día a día, durante toda la travesía y luego por todo Estados Unidos y a las orillas del Pacífico, este conocimiento se hizo más claro y se tiñó de melancolía. Y “emigración” pasó de ser una palabra de la más animada relevancia a sonar sombría a mis oídos. No hay nada que sea más agradable imaginar, ni más patético contemplar. La idea en abstracto, tal como uno la concibe cuando está en su tierra, encierra en su interior esperanza y aventura. Imaginamos a un joven que, desdeñando cualquier barrera o muleta, se lanza a la vida, a esa gran batalla, para pelearla por sí mismo”, va argumentando Stevenson, pero resulta que a su alrededor, pocos hombres tienen menos de 30 años y muchos están casados y tienen una familia a su cargo. “Esto, por sí solo, constituye la nota desafinada de mis fantasías, pues el emigrante ideal ha de ser joven (…) Pero estos que me rodean son casi todos hombres silenciosos, ciudadanos de bien, obedientes, padres de familia destrozados por la adversidad, jóvenes envejecidos que no consiguieron situarse en la vida, y gente que ha conocido mejores tiempos…”, sigue constatando.

Si algo nos transmiten estos ensayos es que Stevenson no podía permanecer ajeno a los dolores del mundo; no podía dar la espalda a la desigualdad desde su atalaya de escritor de ficciones, de observador privilegiado. Tal vez su frágil salud, le hizo comprender mejor a los que sufrían, a los desfavorecidos que luchaban por abrirse camino. Sin duda la literatura fue para él la mejor manera de cultivar el compromiso, un puente de conocimiento levantado hacia los demás, hacia las contradicciones de la sociedad en la que vivía...

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A bordo con Stevenson, un viajero reflexivo