jueves. 25.04.2024
quijote cervantes

Yo leía entonces El Quijote. Me lo llevaba a todos los sitios. Incluso a Torrejón de la Calzada. Voy a ser breve, que ya lo decían los folios con membrete que nos entregaban los profesores en el Instituto Cervantes, cuando el BUP y el COU: Lobuenosibrevedosvecesbueno. No sabían nada, los profesores. Yo, en algunos, tenía la cara dura juvenil de escribir Lobrevesibrevedosvecesbreve. Y eso que he dicho que seré breve.

Leía ya digo El Quijote en el chalet que los padres de mi amigo Mota tenían en esa localidad madrileña cercana a Parla, incluso cuando preparábamos todo para celebrar aquella tarde de invierno el cumpleaños del hijo de los dueños, haciendo sándwiches y colocando las cocacolas y las cervezas después de haber ido al pueblo a comprar todo lo necesario. Todo lo necesario menos la música. Y de ahí Bestebpó. Seguiré siendo breve.

El Quijote nunca lo leí completo. Y lo que leí, que fue mucho, lo leí por obligación. Y lo que no leí, que fue mucho, me lo ahorré porque tenía un compañero en el Cervantes en Tercero que era un león. Que leía mucho, el menda. Y ya se había leído la obra de Cervantes, el que daba nombre al instituto al que íbamos. La obra completa no sé, El Quijote sí, y sigo. Como él ya se lo había leído y se lo sabía pues entonces se me ocurrió que cuando yo llegara a un pasaje del libro que prefería saltarme le pidiera a él que me contara con todo lujo de detalles de qué iba aquel tramo literario. Y él me lo contaba. Y parecía gustarle. Y a mí, que así leí El Quijote más pronto de lo que lo hubiera leído de habérmelo leído yo sólo con mi propio mecanismo. Sí, aquella mañana tan fría leía el libro más famoso de todos los tiempos (más que la Biblia creo) cuando ya habíamos dejado todo dispuesto para la fiesta de por la tarde en aquella casa de los padres de Mota en Torrejón (de la Calzada, no confundir con el de Velasco o el más famoso de Ardoz), a la que iban a venir las amigas de la hermana de Mota con la hermana de Mota.

La primera vez que vi un ejemplar de El Quijote no era un ejemplar de El Quijote. Quiero decir que era una adaptación escolar decimonónica (mira que tenía ganas de usar esta palabra en un cuento: de usarla bien, quiero decir. Decimonónica) que realmente reducía al gran libro del Don Miguel del Siglo de Oro a una extensión muy menguada pero al parecer suficiente para lo que un chavalín podría leer cuando se comenzó a leer en las aulas semejante mamotreto indigerible para tantos aunque fascinante para muchos. Pero no hice por leerlo. Y mi padre me compró, ahora que caigo, una versión en dos volúmenes ilustrada del gran clásico antes de los clásicos literarios juveniles de Bruguera (donde lo leí, de hecho fue la primera vez que lo hice, leerlo): una versión que no recuerdo leer aunque sí ojear y hojear una y otra vez. Y otra. Seré menos breve pero lo seré. Va entrando gente a la casa cerca de Parla de los padres de Mota. Abro yo mismo la puerta a su hermana y a dos de sus amigas. Ya suena la música. Stevie Wonder. Bailamos, comemos, bebemos, le tiro una copa a Oli con la broma de preguntarle la hora y hacerle que al mirar el reloj que lleva puesto en la muñeca del brazo con cuya mano sujeta el líquido se derrame por su camisa. Me coge, él, no la camisa, por el cuello y me quiere pegar. En broma. Pero me quiere pegar.

No logro recordar qué leí exactamente de El Quijote aquella mañana en el viaje en autobús hasta aquel Torrejón o ya luego en la otra casa de Mota. Y mira que me he esforzado. Pero como soy breve puedo decir que tampoco me acuerdo mucho de las muchas peripecias que le atosigaban a aquel hidalgo de las narices, tan chiflado y tan morigerado, aunque me viene ahora a la memoria la magnífica serie de televisión en la que hacía de Don Quijote el hijo del golpista coronel Casado y hacía de Sancho Panza un simpatizante de los modos de Franco, ambos excelentes actores, por otro lado. Por cualquier lado. La memoria y sus cosas. La que no me impide ahora mismo recordar lo que pasó en aquella fiesta en el chalet de los Mota. Con exactitud. Con la certeza que da saber que lo que no recuerdas tú, tu memoria se lo inventa.

Mi profesor de Literatura de Tercero era un cervantólogo muy reputado, quizás el mayor quijotista a. M. R. (antesdeManoloRico) a este lado del siglo. Tengo un cuento en el que sale él por cierto (puedes leerlo). Y el examen que nos iba a hacer para que él supiera si habíamos leído El Quijote y si lo habíamos hecho bien, leerlo, se avecinaba fantasmal en unas semanas. Y, claro, por eso yo iba con El Quijote de Austral a todas partes. A Torrejón de la Calzada, sin ir más lejos. Mi profesor de Literatura de Tercero se llamaba Alberto Sánchez, era Don Alberto, dirigía la muy meritoria revista Anales Cervantinos y ahora está muerto, pero antes luchó en el ejército republicano en Valdepeñas, por ejemplo, y como fue de los que perdieron la guerra le hicieron seguir en el ejército, en el de Franco ya, claro, hasta el año 1942, antes de hacerse profesor y discípulo y amigo del poeta Gerardo Diego y de ser catedrático de Lengua y Literatura en el Cervantes. En el Cervantes, y porque quiso quedarse en ese templo donde yo estudiaría y le tuve de profe en aquellos días cuando lo del cumpleaños de Mota en la casa que sus padres tenían cerca de Parla.

La primera novela, la obra maestra fundacional de la modernidad donde rastrear lo que los seres humanos llegamos a ser tras divagar durante millones de años sobre la Tierra. No sé, se me ocurre decir eso de El Quijote. No lo he vuelto a leer, pero aquella tarde hubo un rato, hablo de la tarde del cumpleaños de Mota en la casa de sus padres en Torrejón (de la Calzada), en el que me fui al baño, me senté en la taza del váter y leí unas páginas de aquella edición antipática del libro de los libros, y no sé si me alivió. Risas. El caso es que al salir de aquel servicio empezó a sonar el disco de Grease que había traído la hermana de Mota y…

El Quijote va de un caballero enloquecido que arrastra en su ditirámbica aventura a un sabio de esos que lo son sin serlo ni saberlo ni quererlo ni valerlo y los dos recorren muchos sitios hasta que en la playa de Barcino es derrotado el chiflado y regresa a morir a ese lugar de La Mancha que a Miguel de Cervantes no le dio la gana de obligarse a recordar. Y mira que hago yo esfuerzos por recordar lo del cumpleaños de Mota en el chalet de sus padres una tarde de invierno de un sábado en la que bailamos mucho y espero que bien, aunque en realidad me da igual, que bailáramos bien, digo, porque como decía el poeta griego… Lo importante es el baile. ¿O no dijo eso el tal Kavafis? ¿Y qué demonios querrá decir ditirámbica?

Acabé de leer El Quijote unos días después de la fiesta que hicimos en la otra casa de los padres de Mota, y el examen que nos puso Don Alberto fue muy difícil… Salvo para quien supiera mucho sobre El Quijote. Creo que me puso un Siete. Y si no, me lo invento. El catedrático cervantólogo Alberto Sánchez me puso un notable en el examen en el que caía la gran novela española de todos los tiempos, la novela que todavía no ha sido desbancada en el imaginario imaginado de los españoles como lanovela. Creo recordar que disfruté mucho leyéndola, de hecho es muy probable que lo hiciera, pese a haber querido buscar los atajos que me facilitó mi compañero de pupitre en el Cervantes, ese templo del saber que todavía se erige estupendo en la glorieta de Embajadores de mi ciudad, cerca de la que fue mi casa. Cerca de la que va a ser mi casa. Cerca de mi barrio. De aquel desde el que una mañana fría de sábado salimos prontito hacia Torrejón de la Calzada para tener todo preparado aquella misma tarde. La tarde en la que Mota y su hermana se pusieron a bailar con una coreografía exacta, sin avisar, la canción que cerraba la película Grease (no la que sonaba con los títulos de crédito finales, no). La canción que nosotros llamábamos Bestebpó.

¿O era Persepbó?

Bestebpó