martes. 16.04.2024

Paseaba por la ciudad disfrutando del sufrimiento que le proporcionaba el calor. Sudaba mientras se sentía dueño de las desiertas calles, ahora vacías y llenas de sol, calor, silencio y siesta. Las televisiones avisaban de que no era conveniente exponerse a las temperaturas de las “horas centrales del día”, pero Paco aguardaba esas cuatro de la tarde con ansia contenida, con la anticipación de saberse dueño del mundo. Cinco minutos antes de las cuatro de la tarde, se mojaba la cara, se vestía de forma cómoda y avanzaba hacia la puerta para hacer frente al bochorno de la tarde.

Hacía años que se dedicaba a esos paseos con placer, a pesar de la ropa mojada, a pesar de los consejos y a pesar de la lógica: simplemente le gustaban y no quería abandonarlos. Buscaba la calle Mayor y enfilaba la ronda del parque con paso tranquilo, sabiendo que el sudor le esperaba unos cuantos metros más allá, justo cuando cruzara frente a la Iglesia de la Trinidad las primeras gotas resbalarían por su frente y con ellas llegarían la calma y el sosiego del verano. Era su verano, el verano de toda su vida solitaria que llegaba todos los años y le permitía encontrarse con los mismos árboles del parque, con las mismas calles desiertas, con los mismos quioscos dormidos bajo la solana de plomo, sin un alma, sin un niño que gritara: sin nadie, sólo con la ciudad abandonada temporalmente a la siesta y al olvido.

Año tras año, entre las 4 y las 6, los pasos de Paco recuperaban sus recuerdos mojados de sudor, sin darse un respiro, sin buscar las fuentes, sin concederse un descanso, sin piedad para su propio cansancio. Llegaba a casa empapado, con la camisa hecha un charco, con el pelo pegado a la frente y con un cansancio feroz habitando sus huesos, pero feliz. Eran ya más de treinta años de paseos, desde sus jóvenes veinte, dedicados a conocer una ciudad que se le había entregado porque los demás le volvían la espalda cuando sus piedras sufrían el ataque del sol. Paco conocía lo que nadie más sabía de los edificios, de los árboles sedientos añorando la fresca de la noche; sabía de luces y claroscuros que nadie más había visto, conocía rincones en los que el olor se pegaba a la tierra en sombra incapaz de soportar los rayos de sol; había visto a los perros buscar el refugio de los matorrales del parque y a los pájaros boquear, incapaces de enfriarse, hasta caer inconscientes sobre el piso del paseo.

Eran años de soledad en una vida solitaria entregada a las rutinas de las clases de latín en el instituto; eran años de paseos y suelas gastadas, años de caminar a la búsqueda de detalles que sólo él conocía, pequeños tesoros que guardaba con una avaricia de personaje de cuento; años en el que el silencio lavaba las voces del patio de su colegio, años entregado a cartografiar sombras, luces y reflejos de sol en los cristales y las fuentes. En su memoria se había conformado una ciudad que era suya, que le pertenecía hasta la última gota de sudor y que soñaba con escribir y describir con minuciosidad; un fracaso que se repetía con periodicidad anual sin que esa repetición del fracaso lograra desanimarle en el intento.

Ayer, 26 de Julio, entregado por completo al martirio del sol cayendo de plano sobre el parque, sin concederse ni un segundo de piedad en medio de lo más fuerte del verano, una visión nueva y sorprendente se fijó en sus ojos: una mujer se desplazaba por el parque sin apenas tocar el suelo, vestida de blanco, casi como un anuncio de la ropa ibicenca de los setenta y ochenta, con el pelo negro y largo suelto tras su movimiento; una visión imposible que se aproximaba y que no podía dejar de contemplar con asombro.

Miraba esa cara fresca, esos labios perfectamente arreglados sin secar: una cara que no había agotado el olvidado frescor de los primeros días de la primavera; una cara que no había sufrido el estrago del calor del mes de Julio. Los pasos eran leves y largos, con los pies calzados con unas sandalias blancas de tacón alto que dejaban ver unos pies perfectos y también limpios, como si acabara de salir de la ducha.

Superpuesta al fondo de la ciudad abrasada, esa mujer no podía ser real, pero justo cuando estaba pensando en aclararse la visión, ella le habló y Paco se quedó petrificado:

“Durante años te he visto pasear, durante años he soñado contigo en mis veranos y no podía hablarte. Durante años he guardado los recuerdos de tus pasos y sus sonidos. He atesorado el olor de tu ropa mojada, he guardado cada gota de sudor que has derramado en tus paseos. Durante años te he amado tanto que tus recuerdos se han hecho verdad en mi memoria. Por eso no puedes escribir la ciudad que pertenece a tus paseos y a mis recuerdos: por eso me necesitas para escribir esa ciudad que solo tiene dos habitantes: tu y yo”

Paco, quieto sobre el suelo ardiendo, alargó la mano sin decir una palabra: había comprendido, sin dudar, que la mujer decía la verdad, que necesitaba liberar la sombra de todos los paseos que llenaban los recuerdos de ella. De la mano caminaron hasta la casa de Paco y los vecinos se extrañaron al oír el constante sonido de una máquina de escribir durante las siguientes semanas, un sonido que llegaba a las horas en las que Paco siempre paseaba por la ciudad.

Bajo el calor