viernes. 29.03.2024
unnamed-(3)
Fotografías suministradas por editorial.

lecturassumergidas.com | @lecturass | Emma Rodríguez | Imaginemos que tenemos la posibilidad de escuchar, sin ser vistos, una conversación que nos resulta sumamente interesante o que, por azar, tenemos acceso a una correspondencia ajena o a un cruce de mensajes vía Internet que no podemos dejar de seguir porque desde un primer momento ha captado nuestra atención. Algo así, la sensación de estar entrando en un ámbito íntimo, en ese espacio en el que dos personas muy cercanas se sinceran, es la que me acompañó durante todo el tiempo que duró la lectura de “Aquí y ahora”, las cartas que se enviaron los escritores Paul Auster y J. M. Coetzee desde el barrio de Brooklyn, en Nueva York, a la ciudad australiana de Adelaida, donde vive actualmente el Premio Nobel sudafricano, durante un periodo de tres años, de 2008 a 2011.

Percibirme como una intrusa, como una testigo indiscreta, añadió, si cabe, mayor atractivo a una aventura ya de de por sí tentadora que acabó ofreciéndome mucho más de lo que esperaba, porque si bien partía del hecho de que iba a asistir a un intercambio de impresiones sobre la novela, sobre la literatura, sobre los intereses compartidos por dos hombres de letras; aspecto éste en el que no me he sentido para nada decepcionada, no podía imaginar que estos dos autores a los que admiro me iban a proporcionar una valiosísima lección sobre la amistad y sobre la manera -sincera, expectante, curiosa- de abordar los asuntos de la vida, los vaivenes del presente.

Son muchas las enseñanzas que se encierran en este libro cargado de revelaciones y uno de cuyos principales alicientes es su capacidad para abrirnos los ojos, contrastar diferentes realidades y hacernos reflexionar sobre hechos que nunca nos habíamos planteado, a veces tan anecdóticos como el porqué de la inclinación a optar por un determinado menú en un restaurante, acto que puede remitir a recuerdos ocultos de la infancia. Estamos ante dos hombres, no sólo bendecidos por los dioses con el don de la palabra, sino reconocidos en vida por su talento, por su capacidad para reinventar el lenguaje y para ahondar en las profundidades del alma. Y, por supuesto, se establece entre ellos un juego intelectual de indudable brillantez, pero no es eso lo que más llama mi atención. Lo que me atrae, sobre todo, es la comprobación de que las preocupaciones, las dudas, los temores de Auster  y Coetzee les igualan al resto de los mortales, al resto de los ciudadanos de a pie.

Ni uno ni otro tienen respuestas certeras sobre la actual crisis económica; ni acaban de entender el comportamiento de los poderes financieros; ni tienen grandes ideas sobre cómo actuar en el conflicto entre Palestina e Israel, que afecta especialmente a Auster por sus orígenes judíos. Las conversaciones que escuchamos detrás de la puerta, los temas que se plantean, son similares a los que hoy están a la orden del día en cualquier casa, y eso engrandece, hace más cercana esta comunicación -vía carta, vía fax, vía correo electrónico- que lejos de encerrar a los dos interlocutores en una torre de marfil se abre al nosotros, convirtiéndose de este modo en algo compartido por muchos más cómplices.

He ahí la palabra: complicidad. Como lectora me siento cómplice de esta conversación a la que asisto como mera observadora, pero que se convierte en una experiencia muy enriquecedora. Empiezo a escuchar y les oigo hablar del sentido de la amistad, particularmente de la amistad entre hombres. “Parece que la amistad sigue siendo en cierto modo un enigma: sabemos que es importante, pero no tenemos nada claro por qué la gente traba amistad y la conserva”, dice Coetzee, a quien Auster responde con la que considera una súbita y luminosa idea: “las mejores amistades, las más duraderas, se basan en la admiración”.

“Se admira a alguien por lo que hace, por lo que es, por cómo se las arregla para andar por el mundo”, señala el autor de “La música del azar”, quien recurre a los “Cuadernos” del ensayista francés Joseph Joubert, quien sentenciaba: “siempre perdemos la amistad de aquellos que pierden nuestra estima”; quien aconsejaba: “Sólo debes elegir por esposa a la mujer que escogerías como amigo, si fuera hombre”, algo con lo que no está del todo de acuerdo Auster, quien habla del matrimonio como “una discusión que no deja de evolucionar, una eterna obra inacabada, una continua exigencia de llegar al fondo de sí mismo y reinventarse en relación con el otro…”...

Leer el artículo completo en la revista...



Auster y Coetzee, dos amigos cambiando el mundo