viernes. 29.03.2024
taxi

Corre veloz el coche sin reparar en que los semáforos cambian de color. La hija del que conduce sí lo hace. Fijarse en los cambios de color. Sobre todo del verde al ámbar, y no digamos cuando van del ámbar al rojo. Claro que ir embarazada a punto de dar a luz ayuda a la histeria. La llama a gritos, más bien. Yo voy junto a ella, al lado de la embarazada, digo, asustado por mi doble condición de padre en ciernes y de pasajero al borde de la muerte, también en ciernes.

(Lo de la gasolina que no tenía el coche en el que su entonces pareja y padre del zagal recién nacido viajaba con su primera hija, suya, esta no de él… es otra historia que merecería ser contada, tal vez lo haga un día de estos: me he liado, aquí, es esta historia que ahora no les narro la embarazada es mi mujer, no la madre de mis hijos).

Antes de entrar en el coche, ella va andando como una muñeca de aquellas de los años en que las muñecas iban al portal de Belén a cantarle al niño, en blanco y negro. Andaba con cuidado de que la hija nuestra que llevaba en su interior, que ahora aún lleva dentro de ella, no se le cayera por entre las piernas y se estampara contra el suelo, primero de casa, luego del ascensor y finalmente de la acera que nos acercaba al coche, que es taxi, de su padre.

Y ese taxi vuela por Madrid, a una hora en la que las calles están desiertas y las calzadas vacías. Sí, hay un momento en Madrid, muy breve, en que eso ocurre. No hay ni Dios. Yo lo he visto algunas veces, ese momento. Ni Dios.

Llegamos al hospital. El abuelo de la niña que viene de camino nos deja a los tres (incluyo a la niña) en la puerta. Cojo del brazo a la parturienta. Avanzamos. Muyyyyyyyy lentamente pero aunque no lo parezca con decisión. Las sientan en una silla de ruedas. No me da tiempo a acabar la inscripción cuando ya no está a mi vista. Me ha parecido entender a una enfermera que ya la suben, que pregunte a dónde. Espero a mi suegro en la recepción. Tarda. Me informo de donde se han llevado a la madre de mi hijo que va a ser la madre de mi hija. Ya está en la sala de partos cuando su padre y yo llegamos a las inmediaciones. Justo en el momento en que alguien dice ¿El padre de la niña? Ese soy yo. O no, ha dicho ¿El marido de…? En los puntos suspensivos va el nombre de la madre de mis dos hijos. Sí, soy yo, respondo. Y añado mirando hacia atrás, donde ya no hay nadie pero donde debería de haber estado el abuelo de la niña que viene de camino, Ahora vengo, me llaman.

Esos ropajes tan ridículos con los que te protegen de los virus. O protegen a los recién nacidos de TUS virus. Verdes. El gorrito y las pantuflas son lo más. Entro en la sala de partos donde ya ha sido convenientemente preparada la madre de la niña que va a ser mi segunda hija. Otra vez presenciaré lo más emocionante que se puede atender: el nacimiento de tu propia descendencia. Otra vez que las gotas de las lágrimas que vierto no se pierden en la lluvia… sino en los cristales de mis gafas, que inundan de vaho y me impiden ver el acontecimiento. El feliz acontecimiento tapiado por la sensación de felicidad sobrevenida y urgente, intensa. Pero cegada. Otra vez que me vendrá a la memoria un chiste invencible, en el momento breve en que me permiten ver cómo la criatura sale de donde sale. El del padre a quien conceden la oportunidad de presenciar cómo sale de la vagina de su mujer su primer vástago y no puede evitar comentar Anda que donde se ha ido a meter el niño.

Y todo es así, no igual al nacimiento de mi primer hijo, un varón. Pero sí con esos momentos como hitos en medio de un hecho memorable. Las lágrimas, el chiste y una cosa que se me había olvidado. La respiración que se supone que la madre ha practicado en los cursos de preparación… al parto. Esa respiración que se queda en las clases y que nunca acude a los decisivos instantes del alumbramiento. Uno, dos, uno dos, aspira, inspira… Y. Ya ha nacido. Es preciosa. Se la pongo aquí señora… ¿Quiere usted sostenerla en sus brazos, caballero? Cuando deje de llorar. ¿La niña? No, yo, ahora no veo nada.

Anda que donde se ha ido a meter la niña