viernes. 29.03.2024
Foto: Carmen Barrios

Cuando creció, Alicia comenzó a sentir una admiración muy grande por el sastre de su pueblo. Tanta, que se casó con él, era lo normal. Confeccionaba las mejores casacas y los sombreros más bellos y elegantes de la comarca. Su madre decía que el sastre era un hombre serio, que pondría el orden necesario en su vida y la haría bajar de las nubes de una vez por todas.

Y Alicia se dejó llevar. Ella veía que las personas que acudían a la sastrería terminaban transformadas por completo. Como si fuera cosa de magia, todo el que adquiría una casaca o un sombrero en el establecimiento del sastre sufría una metamorfosis asombrosa, que le catapultaba hacia un estado de dicha cercana al nirvana y salía de allí casi levitando.

Sin embargo, en ella nunca se produjo semejante milagro. Desde que Alicia atravesó el dintel de la puerta de la sastrería, convertida en esposa del sastre, camina con los pies bien pegados al suelo y por fin es una persona de orden, que trabaja y ayuda a su marido con dedicación, como quería su madre, pero cuando intenta sonreír, le sale una mueca inexpresiva que no se parece en nada a una sonrisa.

Hace ya bastante tiempo que no ríe. Sus ojos están empañados por la luz artificial del taller del sastre: solo ven el tibio sol de la primera hora del día una vez cada siete días, los domingos por la mañana muy temprano, cuando acude con su marido al oficio de la iglesia. Casi todo su tiempo lo dedica a cortar telas, armar patrones, ordenar ovillos de hilo y planchar las piezas ya confeccionadas. Cuando intenta una sonrisa, es incapaz de dotar a sus labios de la flexibilidad necesaria para borrar de su cara la rigidez que atenaza sus facciones. El perfil de su boca está cosida por una hilera fina de arrugas, que parecen un festón de vainica doble. Ella, que tenía los labios tersos y rojos, luminosos como la piel de una manzana de caramelo, tan llamativos que hacían morir de envidia a la Reina de Corazones.

Han pasado los años, y se siente cansada y vieja. Alicia se ha dado cuenta de que la admiración y la dedicación no tienen nada que ver con el amor. El sastre es un hombre trabajador, sí, y le ha dado todo, sí, y le admira, sí. Pero el amor es otra cosa. El amor era eso que sentía como una lluvia fina que acariciaba su cabello y humedecía su rostro y sus brazos, cuando agitaba las ramas de los árboles en compañía del conejo. El amor era eso que se manifestaba como un cosquilleo alegre, que subía a lo largo de sus piernas hasta la cara interna de los muslos, cuando permitía que el conejo rodeara sus pantorrillas con los tallos de las hojas de la hiedra fresca, creando espirales imposibles. El amor era eso que aparecía escondido entre las antenas delicadas de los caracoles, que recorrían la piel de su vientre hasta la frontera de sus pechos, cuando el conejo los colocaba allí para celebrar una carrera olímpica de animales que llevan su casa a cuestas. Saboreaba el amor, y lo notaba dentro de su garganta al caer la tarde, cuando bebía con el conejo la melaza dulce de las campanillas gigantes, que crecían como una jungla rebosante de colores en el interior del bosque.

Alicia sabe ahora que, en realidad, siempre estuvo enamorada del conejo. Le recuerda bien. Sus ojos tiernos y locos de animal desorbitado, sus largas orejas como antenas de algodón de azucar, sus patas carnosas y mullidas y el tacto suave de sus mejillas febriles nunca la han abandonado. Añora tanto las tardes de correrías por el bosque y las escandalosas tertulias interminables del té de las cinco en compañía del conejo, que ha decidido dejar las telas, los patrones y los ovillos de hilo y salir corriendo para recuperar su vida. 

Alicia