viernes. 29.03.2024
abrazos

Me pide que le abrace. Antes no lo había hecho nunca. Antes es cuando vivíamos juntos.

Tiene una melena que tal vez debería de cortar ya. No sé. Quizás sean cosas mías, que ya voy para viejo… Pero no le sienta mal, que conste.

Los abrazos que nos damos piden beso, los pide él, y lo obtienen, los obtienen pues tras el primero va un segundo y hasta un tercero.

Ha aprendido a darlos, al principio era como una marioneta de lana, nada dócil, desajustada. Ahora se acerca a mi y deposita en mi pecho su rostro, su hermoso rostro. Espera a veces el beso o él mismo lo planta en mi cara, lejos de los labios eso sí.

Mis recuerdos de cuando vivíamos juntos son muy vivos, no me refiero solo a nuestra convivencia más reciente, de hace pocos meses. Me refiero a los años en que compartíamos pocas cosas, solo mi protección frente a su desvalimiento embriagador.

Últimamente hacíamos muchas cosas juntos. Ver la tele, sobre todo eso. Hablar de cosas de adultos viendo programas descacharrantes hechos para adultos. Riéndonos.

Ya nos estamos abrazando y el ritual enardecido se reproduce renovado. Le toco un poco el pelo de su melena tan limpia, distinta de como era la mía con su edad, más oscura, menos rubia. Me dice que me quiere. Mucho. Te quiero mucho. No necesito retener las lágrimas. Las dejo que fluyan a su aire. Y espero a que la voz deje de entrecortarse. Y yo a ti. Sabes cuánto te quiero.

Nos separamos un instante y unos centímetros. Soy yo el que da por acabado el abrazo. No sé por qué lo hago, pero me separo. Quizás porque considere que su incomodidad en la postura es equivalente a su incomodidad en el gesto de cariño.

Pero estoy equivocado. Muy equivocado. Renueva el enlace con mayor determinación si cabe, agachando la cabeza para enmarcarla en mi pecho, junto a mi barbilla. Me repite que me quiere. Mucho. Ahora además añade algo más conmovedor: me echa de menos, a menudo. No es capaz de ver la tele ya solo. Sin mi. Al menos los programas que veíamos juntos el uno al lado del otro en la casa que ya es su casa y casi no es mi casa aunque sigue siendo mi casa. Esos jamás.

Dice que me recuerda leyéndole. Él en la cama preparado para dormirse. Esperando solo mi voz. Cuentos y tebeos. Lo recuerda nítidamente. No usa esa palabra aunque no me extrañaría.

Yo no puedo olvidar esas lecturas. Con una atención felina y tan humana al tiempo, la cabeza reposada en la almohada, los párpados luchando por ser persianas subidas, el cuerpo tapado por la ropa de cama, atendía a mis palabras y a mis disparatados gestos con naturalidad, con la naturalidad infantil con la que ahora sigue abrazándome cada vez más fuerte. Con una fuerza ya adolescente aunque su edad no reproduce su condición de tal tan evidente.

Cesa en el abrazo. Me mira fijamente a los ojos y me dice que me quiere. Lo ha dicho ya tantas veces en poco menos de un minuto y cada vez suena como si fuera la primera. Te quiero.

Acostumbrado a escuchar esas dos palabras en los labios de las mujeres que me han amado, cobran ahora una dimensión inesperada. No inquietante, no. Pienso en los te quiero que he escuchado a lo largo de mi vida. Elimino el componente inevitablemente erótico de todos ellos y me queda el te quiero que me repite él tan a menudo últimamente. Desde que no estoy cerca de él a todas horas. Desde que me echa de menos.

Me doy la vuelta tras recordarles a él y a su hermana que se porten bien. Abro la puerta de la casa que ya es su casa y casi no es mi casa aunque sigue siendo mi casa. Me vuelvo y veo sus ojos y veo los ojos de su hermana y me veo a mi mismo reflejado en un espejo.

No me reconozco en el azogue que reproduce lo que debe de ser mi figura espantada ante la soledad que desprendo. La soledad de un hombre pleno que no está solo en realidad. La soledad de un hombre que no ha perdido a sus hijos, que los tiene ahí delante. A la niña que me mira quizás aturdida tras asistir a los abrazos y los besos. Al niño que es mucho más de lo que aparenta ser. Mis hijos.

El abrazo