miércoles. 24.04.2024
james dean

30 de septiembre: el alegre verano quiere continuar y el otoño melancólico desea llegar. A toda prisa, el uno y el otro.


Su nombre se pronunciaba de un golpe seco y corto, como un disparo huérfano que busca vengarse del mundo. Golpe bisílabo por el que se adensaba de pronto y se escapaba inmediatamente la vida entera en un breve chorro a presión. La vida está diseñada para densificarse y volar a perpetuidad en la feliz fonética de los mitos, de los hijos doloridos de los dioses. James Byron Dean estaba mordisqueado por dentro como la manzana maldita del relato, ese en el que al final somos expulsados de lo sagrado y caemos al prosaísmo del mundo, por eso bordó el papel de Cal Trask en Al Este del Edén. Había nacido y se había criado allí: al margen de la felicidad convencional de las buenas familias norteamericanas y echaba de menos el olor a divino que pudiera tener la existencia. Le cayó la muerte como un telón, repentina, imprevista, igual que les sucedía a los héroes griegos. No fue un ser para la muerte, sino la muerte rotunda del ser; el cuello roto y un leve gemido entre la ausencia y el descanso. Ese leve gemido que relatan las crónicas que emitió lo alejaba definitivamente del dolor de existir. Del dolor de la madre muerta, del dolor del padre huidizo, del dolor de perder en el amor y rugir como una máquina la desesperación y el suicidio del alma. Un leve gemido perdido en un amasijo de hierros es su última imagen, metafórica, claro, como todas las imágenes verdaderas. Ese leve gemido metafísico que emitió fue el que lanzó fugazmente en el cine y el que depositó en la vida. Ese leve gemido era lo que hacía a su rostro hermoso por veraz y hondo, porque estaba moldeado y bien apretado por las manos de la melancolía y el abandono. Toda belleza es el comienzo de lo terrible. Todo mito necesita una muerte esbelta con eco, que esté cada día más “viva”, que el cadáver sea solo un sueño con tumba. Jimmy Dean es un leve gemido fugaz y eterno que nos cruza en paradoja  de la vida al cine y del cine a la vida. James Dean es un actor trágico de Sófocles que creció con su propia tragedia en un pueblecito de Indiana y que aprendió desde pequeño a expresar con la mirada y las palabras el arte del dolor, que en él era elocuencia y no actuación. Que en él era convicción y no impostura. Y al que un buen día Elia Kazan le puso delante una cámara para que se enamorara de él, de su enajenación adánica, y de paso nos perturbara con esa belleza más femenina que varonil, más alegórica que literal, más poética que exacta, entre amarga y abandonada, que él mismo se había acicalado en los espejos del desamparo y la soledad, donde la gente cuando se mira sin miedo se refleja realmente guapa, fotogénica y joven como un actor de Hollywood. Cuando vemos una foto de James Dean parece que nos quiere decir algo así como: yo no quiero ser bello, pero es que el guapo me sale de las entrañas, que han retorcido, manoseado, gurruñado como una obra de arte exclusiva la orfandad y la pesadumbre.

La cara de Dean se hundía en las raíces telúricas de la pérdida y estaba hecha con la arcilla bíblica de un grito contenido, de un grito revelado. El icono contemporáneo que le faltaba a lo bello y lo sublime era un chico bajito y miope que se había criado en una granja. No cabe duda que la contradicción es la esencia de la condición humana. El resto es trabajo del destino y del marketing.

Interpretó con maestría la neurosis de estar vivo. Estar feliz es un mero papel, solo sirve para actuar. La felicidad mundana es una bajeza, una traición a nuestra escisión literaria y real. Venimos del vacío en términos científicos y mitológicos y somos arrojados al vacío. Vivir consiste en colmatarlo con artificios dignos o indecentes. En mirar ese vacío antes de rellenarlo con mirada animal o humana. James Dean miraba en los fotogramas y fotografías dividido entre la mirada animal y la humana, como nos corresponde desde tiempo inmemorial. Ese era su talento, tan antediluviano como reciente. La tecnología más sofisticada todavía no nos ha mejorado ni mutado esa doble mirada, esa mirada escindida, quizá más bien nos la ha empeorado. Las nuevas tecnologías no nos han perfeccionado por la sencilla razón de que el progreso científico-técnico no es sinónimo de perfección.

La velocidad, la rebeldía, la posible homosexualidad, son anécdota, carcasa y pura propaganda: Dean es la mirada, esa mirada que era un incendio con llamas de agua, como el oxímoron de los místicos. Así miran los melancólicos: con ojos incandescentes y acuáticos. Si hallan o diseñan ese algoritmo, otro más, será muy complicado que una máquina o la inteligencia artificial pueda contenerlo y soportarlo.

Cuando muere con 24 años ya era muy viejo porque esa mirada creativa de mamífero acorralado lo traía de muy lejos en el tiempo para llenar ella sola de temblor y ambigüedad el espacio de una pantalla.

James Dean, el ángel caído