jueves. 25.04.2024
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Un film que no debería pasar desapercibido para el cinéfilo con pedigrí;  una experiencia visual potente que basa su fuerza en la forma en la que unos protagonistas tan inexpertos como poco competentes responden ante una situación límite

En verano de 1982, mientras España organizaba y vivía inmersa en la vorágine de un Mundial de Fútbol de infausto e infeliz recuerdo, el ejército israelí conquistaba tierras libanesas en la conocida como Primera Guerra del Líbano (los israelitas la llamaron sin embargo Operación Paz para Galilea). El conflicto entre estos dos países se remonta a los años setenta y ha dado lugar a numerosas y sangientas incursiones militares israelís contra grupos armados palestinos. En aquella ocasión el conflicto tuvo como único objetivo expulsar a la OLP (Organización por la Liberación de Palestina) del Líbano, y se extendió por un año hasta el mes de julio de 1983. Podemos contar con los dedos de la mano las ocasiones en las que el cine se ha hecho eco de masacres como las que tuvieron lugar esos meses. Seguramente el film más popular que tratara la contienda fuera el multilaureado largometraje de animación Vals con Bashir, que consiguió alzarse entre otros galardones con el Globo de Oro a mejor película en 2009, a parte de su nominación a los Oscars a mejor film de habla no inglesa en ese mismo año. Ahora nos llega, y con casi tres años de retraso (parece que las buenas películas, como los buenos vinos, necesitan un tiempo prudencial para poder saborearse en pantalla, mientras que nos ametrallan a base de terceras, cuartas e incluso quintas partes de cualquier tontería norteamericana que se precie), Lebanon, un magnífico film que fue reconocido a su vez con el León de Oro del Festival de Cine de Venecia de 2009.

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Si decimos que Lebanon va sobre cinco individuos que se pasan más de hora y media metidos en un tanque y que la cámara no sale de allí durante todo el metraje más de un espectador asustadizo se nos va a echar para atrás. Pero recordemos que como se suele decir, la buena confitura, en el bote pequeño, y aquí, aunque nos hallemos ante una cinta minimalista reducida a un único espacio, los logros ganan por goleada a los errores, aunque éstos también existan. La cámara sabe captar desde el primer instante la sensación de angustia y desazón de unos hombres que se encuentran atrapados en un amasijo de hierros por el que transitan aplastando objetivos y escapando de una muerte segura. El único contacto que tanto ellos como el sufrido espectador  tiene con el mundo exterior es gracias a un periscopio torreta manejado por el encargado de disparar la munición del tanque y que, valga la redundancia, nos sirve de ideal caleidoscopio con el que tomar el pulso a una situación tan brutal como angustiosa. A través del ojo del francotirador asistimos a auténticas barbáries que en ningún instante  son hurtadas al ojo público. Esto no es un telediario en el que se intente ahorrar al televidente imágenes escabrosas que puedan herir la sensibilidad ajena. Asistimos impávidos a asesinatos a sangre fría, al miedo elevado a la enésima potencia, a violaciones de los derechos humanos por activa y por pasiva, y en definitiva, a un espectáculo tan deplorable como funesto.

Tan sólo la imagen final (que aquí por supuesto no desvelaremos) supone un ligero respiro tras la tensión acumulada. Por el camino la tragedia habrá campado a sus anchas y se nos habrá dado una lección de historia sin haber salido de un transporte militar. También es digna de destacar la labor de fotografía a cargo de Gloria Bejach, que aquí cobra vital importancia y se revela como fundamental para entender la penúria vivida. A base de encuadres desoladores y una iluminación opresiva uno tiene la sensación de que está volviendo a ver Enterrado, aquel ejercicio de estilo de Rodrigo Cortés en el que un soldado era sepultado vivo durante la guerra de Irak. La metàfora funciona a la perfección: se trata de explicar un conflicto magno reduciéndolo a lo esencial, despojándola de elementos sobrantes.

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Incluso existe lugar en tan estrecho margen de acción para unas pinceladas de humor macabro e ironía, como ocurre en el episodio en el que un miembro de las milicias cristiano-falangistas libanesas se encara con un prisionero turco y mientras le está relatando en su idioma el abanico de torturas salvajes que le espera en cuanto le suelten los soldados israelitas se piensan que le están calmando, o cuando el tanque queda varado en lo que se supone una antigua agencia de viajes y desde el periscopio tan sólo se observan imágenes de lugares lejanos hermosos donde con seguridad sus habitantes no se pueden ni imaginar la caótica situación sufrida. El resto de episodios son desgarradores: una mujer desnuda corre despavorida con la mirada perdida sorteando los muertos que obstaculizan su paso; uno de los soldados muere antes de que le puedan informar de que su madre ha recibido el mensaje de que se encuentra vivo; otro pone pies en polvorosa cuando se da cuenta de que ya no hay remedio y todos van a morir, y así hasta unas cuantas microhistorias más que convergen en el cada vez más ruinoso carro de combate.

Si bien podría haber sido más redonda en su desarrollo, y en ocasiones se hace bastante evidente su precariedad y escasez de medios (sobretodo en el conflicto bélico cuerpo a cuerpo), nos encontramos ante una propuesta valiente, un ejemplo de cine bélico a la antigua usanza donde el dramatismo exacerbado y las situaciones sin límite se suceden sin respiro alguno. Repasando la biografía del director del film, Samuel Maoz, se nos explica que él fue uno de esos combatientes que tuvieron que disputar la guerra encerrado en un tanque, por lo que queda claro que sabe de lo que está hablando, porque lo ha vivido en primera persona, tal y como también sufrió en sus carnes el mismo conflicto bélico Ari Folman, el realizador de la ya mencionada Vals con Bashir. Partícipes y cronistas de un desastre que por desgracia aún no ha visto su final. También hay que poner en el haber del film el hecho de que en ningún momento se intente aleccionar o se nos intente convencer de que alguno delos bandos tiene más razón que el otro. Aquí nadie nos dice lo que es correcto e incorrecto, sino que se trata de coger un pedazo de la realidad del conflicto y plasmarlo en la pantalla de la forma más veraz posible. El sabor amargo se palpa en cada fotograma, y la atmósfera claustrofóbica está realmente conseguida, bien sea por una puesta en escena en la que no se privan de ambientar el tanque como una auténtico lugar viviado: colillas y latas de cerveza tiradas entre escombros y restos de material, los mismos soldados sucios y desaseados o bien por la carencia de movilidad en un espacio irrespirable y asfixiante.

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En definitiva, un film que no debería pasar desapercibido para el cinéfilo con pedigrí;  una experiencia visual potente que basa su fuerza en la forma en la que unos protagonistas tan inexpertos como poco competentes (en la escena inicial, la inmadurez colectiva conducen a la muerte a un compañero soldado y un civil inocente) responden ante una situación límite en la que se mezclan el constante ruido de la mecánica y la oscuridad de un vehículo que tiene más de ataud que de transporte.      

Lebanon, guerra y claustrofobia