viernes. 29.03.2024
conspitacion

El pasado lunes 12 de enero, Alberto Nisman llegaba en avión desde Madrid a Buenos Aires. Interrumpía unas vacaciones largamente planeadas con su hija mayor para pasar el 15 cumpleaños de la niña. Apenas dos días después presentaba una denuncia que ya tenía escrita y que apuntaba a la presidenta de la Nación como cabeza de un supuesto intento de negociar la investigación de la causa AMIA con las autoridades de Irán. La conmoción se produjo en plena feria judicial y muchos se preguntan quién o quiénes podían cambiar los planes de quien llevaba 10 años y cuatro meses al frente de la Unidad Especial de la voladura de la mutual israelita. La pregunta tiene un punto dramático: para poder viajar con tal celeridad, Nisman debió dejar a su hija en la sala VIP del aeropuerto de Barajas unas horas hasta que llegara allí su ex esposa y madre de la chica, la jueza federal de San Isidro Sandra Arroyo Salgado. Jueves 15 y viernes 16 fueron días de altísima exposición pública para Nisman. El sábado 17, tras citar a sus custodios para el domingo 18 a las 11 de la mañana, se encerró en su departamento de la Torre Le Parc de Puerto Madero. Los efectivos de la Policía Federal que tenían la misión de escoltarlo llegaron apenas pasada la hora establecida y dejaron pasar el tiempo sin que les provocara un alerta la falta de algún llamado o mensaje por parte de Nisman. Según informaron después, era habitual que el fiscal no los llamara y ellos no tenían ningún protocolo como para chequear si había algún motivo de preocupación. Sin embargo, el fiscal no sólo no respondía a los llamados telefónicos, sino que no contestaba el timbre y en la puerta de su departamento estaban los diarios del domingo sin retirar. Recién pasadas las 22, y con la intervención de la fiscal Viviana Fein y el juez Manuel de Campos, la madre de Nisman, Sara Garfunkel, se encontró con lo peor: su hijo estaba muerto en el baño. El primer médico que tomó intervención llegó en la ambulancia de Swiss Medical, la prepaga que tenía el hombre cuyo cuerpo estaba rígido: según las pericias, su vida había terminado entre 12 y 15 horas antes. El médico, impresionado, le pasó un mensaje de texto a Damián Patcher, del Buenos Aires Herald, a quien lo une una relación personal. Cerca de las 23, el periodista hizo correr la noticia con toda cautela. Pasada la medianoche, y con la confirmación del deceso, una funcionaria de alto rango tuvo la responsabilidad de llamar a la presidenta de la Nación para darle la noticia: el hombre que la había denunciado estaba muerto, presumiblemente por suicidio. “¡¿Qué me estás diciendo…?!”, alcanzó a contestar Cristina Fernández de Kirchner. Se abría en la Argentina un capítulo imprevisible que tiene a los servicios de inteligencia, nacionales y extranjeros, en el centro de la mira.

Un nombre, desconocido para la mayoría de la sociedad, se asomaba a la escena, pero rodeado de las brumas y las oscuridades que suelen acompañar a quienes manejan los secretos de Estado: Jaime Stiuso. Ese hombre, desplazado apenas un mes atrás de la poderosa Jefatura de Operaciones de la Secretaría de Inteligencia, había sido el funcionario a quien Néstor Kirchner ponía al lado de Nisman cuando se creaba la fiscalía especial.

Cabe recordar dos hechos de aquel 2004. En julio, Gustavo Béliz era desplazado del ministerio del Interior por hacer pública una foto de Stiuso, el espía que llevaba 32 años en el espionaje argentino. Es decir, cuando Béliz tenía 10 años y no sabía probablemente que la Argentina era mandada por el dictador Alejandro Agustín Lanusse, Stiuso ingresaba al SI. El segundo hecho sucedió en septiembre cuando el Tribunal Oral Federal absolvía a todos los imputados en la causa caratulada Telleldín, Carlos Alberto y otros sobre homicidio calificado. Nisman tenía, desde entonces, la responsabilidad de orientar una nueva investigación, una que estuviera a tono con los desafíos de la nueva etapa de lucha contra la impunidad. Sin embargo, así como desde entonces los jueces y fiscales federales se basaron en las informaciones de las víctimas sobre lo ocurrido en los campos de concentración, Nisman debía contar con el apoyo de un hombre formado en tiempos de dictadura y que, además, había participado de las tareas que el SI había hecho para desviar la investigación de la AMIA.

Stiuso y otros funcionarios del SI, además, tuvieron mucho que ver en la llegada de la entonces esposa de Nisman al juzgado federal de San Isidro. Los vínculos entre espías, jueces y fiscales son tan extraños que Alberto Gentili, el fiscal que trabajaba con Nisman y quedó al frente de la fiscalía especial de la AMIA, fue fiscal de San Isidro con Arroyo Salgado. Cuando se mira para atrás en esta década es fácil advertir que hay cientos de procesados y condenados por delitos de lesa humanidad en los tribunales ordinarios y con fiscales que se pasan meses y años recabando datos para dignificar a las víctimas. En el mismo lapso, sin que se trate de una fatalidad, la causa AMIA sumó una muerte. La explicación no es un misterio. Los procesos políticos están plagados de aciertos y de errores. Algunos aciertos llegan tarde y quizá no alcancen a enmendar los males. La salida de Francisco Larcher, otro hombre de carrera en el SI, ocupaba la segunda posición en el organigrama de inteligencia, lo que en la jerga se conoce como Señor Ocho. Ahora, desde hace un mes, y por primera vez en 33 años de democracia, ese puesto lo ocupa alguien que llega desde afuera del organismo. Juan Martín Mena, abogado, conocido por su austeridad y dedicación al trabajo, está sentado en el octavo piso del edificio Martínez de Hoz, donde funcionan las oficinas centrales de Inteligencia.

Una de las grandes preguntas, en medio del tembladeral que produce la muerte de Nisman, es si en la causa AMIA al menos, los espías locales alguna vez actuaron por fuera de los compromisos de hecho con los servicios de los Estados Unidos y principalmente de Israel. La respuesta, seguramente intrincada, compleja, debería interpelar más a quienes diseñan y deciden las políticas que a quienes pinchan teléfonos y desvían pistas de investigación. Es decir, en vez de hablar de Stiuso o de Fernando Pocino o de cualquier otro espía, la clase política argentina debería poner la carne en la parrilla y decidirse a hacer una gran transformación. Hasta ahora, los espías sirvieron a cada presidente con más o menos lealtad para cubrir las necesidades de gobernabilidad que puede incluir el control de los propios funcionarios o las actividades de los empresarios o sindicalistas o periodistas. Además de controlar y vigilar, los espías tienen una especialidad: conocer el perfil psicológico de las personas que tienen como objetivos. Para lograr meterse a fondo, suelen saber detalles de sus vidas íntimas que incluyen fotos, videos o conversaciones en las situaciones más íntimas que cualquier ser humano pueda tener. Algo tan deleznable como eficaz. Hasta que la sociedad argentina no debata esto, buena parte de la vida de los ciudadanos será sospechada de estar bajo la lupa de los llamados –generosamente– agentes de inteligencia.

Cuando el vínculo, además, es con agencias como la CIA o la Mossad, las cosas se complican porque aquellos son servicios para hacer guerras o dominar pueblos. Los cuadros de esas agencias tienen protocolos contrarios al respeto de las jurisdicciones nacionales y sus estados les autorizan –o los envían– a cumplir misiones donde deben exterminar a personas que consideran enemigos de sus países. Es difícil saber cuándo un agente local está enrolado en alguna poderosa agencia extranjera. Y, así como Nisman siguió la pista iraní y buena parte de la prensa habla pestes de la República Islámica de Irán, una porción muy reducida del periodismo advierte que después de la publicación de Argenleaks, de Santiago O’Donnell, ya está el quién es quién de la relación con la embajada norteamericana. Los cables destapados por Julian Assange son la prueba más reveladora de que para tener una agencia autónoma de inteligencia hace falta una altísima dosis de decisión política. Al mismo tiempo, aunque la investigación no esté terminada, la denuncia y la muerte de Nisman revelan que sin un control republicano –sí, republicano– y democrático de las tareas de inteligencia, las crisis políticas pueden aparecer en el momento más inesperado. Nadie, en medio de tantos especialistas en cerrajeros y calibre 22, se preguntó qué hace la Comisión Bicameral de Seguimiento de las actividades de Inteligencia, el organismo contemplado por la ley 25.520 de Inteligencia Nacional para ejercer algún tipo de control sobre quienes tienen una florería o un prostíbulo o se someten a los planes de agencias extranjeras porque se supone que eso es bueno para la Argentina.

¿Asesinato? El pasado miércoles, este cronista escuchó una hipótesis bien fundada de boca de un experimentado hombre de inteligencia. Según sus conjeturas, Nisman no respondía a directivas de Stiuso sino de alguna agencia o de algún agente extranjero. Y vinculaba el apresuramiento de la denuncia al clima desatado en Francia con Charlie Hebdo y en Bélgica por la supuesta célula yihadista desbaratada por la policía local. En ambos casos, según su análisis, hubo fuerte inducción por parte de poderosas agencias de espionaje. Por supuesto, y antes de concluir con el análisis, se trata de una teoría fuertemente conspirativa, porque la tarea de inteligencia es conspirar. Volviendo a Nisman, alguien lo habría empujado a adelantar la denuncia sin que el propio Nisman pudiera imaginar que luego lo matarían o lo impulsarían a que se matara. Esta hipótesis se apoya –según esta persona cuyo nombre este cronista no puede revelar– en que la eliminación de una persona relevante lleva muchísimo tiempo de planificación y requiere de una ejecución muy sofisticada. No sólo de elementos técnicos sino de las complicidades necesarias para que la escena del crimen pueda ser controlada. La verdad, la tarea de la fiscal Viviana Fein y de la jueza Fabiana Palmaghini (titular del Juzgado de Instrucción 25, que el día de la muerte de Nisman era subrogado por Manuel De Campos) no parece ser afín a una conspiración para ocultar un asesinato y hacerlo pasar por suicidio. Es más, que Palmaghini sea una férrea opositora a Cristina es una ventaja para la Presidenta. Aleja cualquiera de las tantas mentiras tejidas para convertir esta causa en un golpe contra la gobernabilidad.

¿Alguien aconsejó a la Presidenta escribir que el suicidio no fue suicidio? ¿Se trata de una conjetura o tiene alguna información más? A este cronista le resultó curioso leer el twit de Cristina pocas horas antes de escuchar la teoría conspirativa relatada más arriba. Pero no es para sacar ninguna conclusión: es probable que si no se hacen muchas preguntas y se formulan muchas hipótesis la investigación se hará más difícil. De todos modos, en los casos policiales de mayor conmoción siempre cobran vuelo tanto las teorías conspirativas como los personajes secundarios que son puestos en primer plano. Lo fueron recientemente los pobladores de Barra de Valizas o el chef en la muerte de Lola Chomnalez. Lo fueron los policías de la Bonaerense en la causa AMIA. Lo fue Pepita la Pistolera en la muerte de José Luis Cabezas. ¿Lo será Diego Lagomarsino, el hombre que le entregó la Bersa 22 a Nisman y ahora dicen que Stiuso le mandó decir al fiscal que se cuidara de la custodia?

Hay un último asunto que para este cronista es difícil de escribir sin sembrar confusión. Algunos investigadores, en voz muy baja, afirman que a Nisman pudieron hacerle un perfil psicológico donde le encontraban una debilidad íntima. Para la investigación, la vida privada es imprescindible porque puede permitir entender las motivaciones en caso de haberse tratado de un suicidio inducido. Para el periodismo, la vida íntima debe ser sagrada, salvo que se trate de la transcripción de una investigación o un fallo judicial.

Los casos policiales, los crímenes y otras fatalidades donde se mezclan lo personal y lo público son, a veces, una oportunidad para que los hombres y las mujeres públicas pongan lo mejor de sí mismos y puedan sacar a la sociedad de la confusión. De momento, no es novedad, sectores de la oposición –sobre todo mediática– se montaron sobre la muerte de Nisman con la esperanza de darle un golpe fuerte al Gobierno. Por su parte, el Gobierno parece no obstruir la investigación y desclasificó algunos documentos. En un año electoral no parece haber intención de crear mecanismos de consenso como para achicar –al menos en este caso– las marcadas diferencias. Hace cinco años, por iniciativa del Cels, se produjo un acontecimiento interesante: el Acuerdo por la Seguridad Democrática, donde estaban León Arslanian, Federico Pinedo, Felipe Solá y Horacio Verbitsky, por mencionar algunos diferentes. Hoy, el Congreso tiene la oportunidad de convocar a gente como Juan Carr, que está siempre con las víctimas, a los de Abuelas e Hijos, que saben restituir identidad; a Poder Ciudadano, que expresa a un sector de la sociedad que lleva la bandera de la transparencia. Los diputados y senadores de distintas fuerzas políticas pueden crear un ámbito para atraer distintos aportes y evitar la banalización en la que caen quienes saben atacar o defender pero dejan de lado el contexto. Este es un año electoral y sería difícil una epopeya para cambiar de cuajo las conductas mafiosas y corruptas que forman parte de este complejo proceso democrático.

Ricardo Ragendorfer, cuando le preguntaron cómo solucionar el tema de la Bonaerense después del caso Cabezas fue muy claro: hay que importar cinco mil policías suecos. Para pensar en investigadores en serio, habría que fabricar algunos cientos de detectives como Phillip Marlowe, el personaje de las novelas de Raymond Chandler. En El largo adiós, el melancólico Marlowe decía de sí mismo: “Soy un investigador privado con licencia y llevo algún tiempo en este trabajo. Tengo algo de lobo solitario, no estoy casado, ya no soy un jovencito y carezco de dinero. He estado en la cárcel más de una vez y no me ocupo de casos de divorcio. Me gustan el whisky y las mujeres, el ajedrez y algunas cosas más. Los policías no me aprecian demasiado, pero hay un par con los que me llevo bien. Soy de California, nacido en Santa Rosa, padres muertos, ni hermanos ni hermanas y cuando acaben conmigo en un callejón oscuro, si es que sucede, como le puede ocurrir a cualquiera en mi oficio, y a otras muchas personas en cualquier oficio, o en ninguno, en los días que corren, nadie tendrá la sensación de que a su vida le falta de pronto el suelo”.


Escriben | E. Anguita, M. Russo, A. Elizalde Leal, W. Qoobar y R. Argemí

La teoría conspirativa