viernes. 29.03.2024
laurita480
Barrio de la Recoleta, en Buenos Aires. (Foto: Walter C. Medina.

Hace trece años, en medio de la crisis económica más grave que hasta el momento ha sufrido la Argentina, un periodista entrevistó a una niña de una de las provincias más castigadas por el hambre que asolaba al país, cobrándose unas cuantas vidas. Era época de fiestas navideñas, tal vez por ello el reportero inició aquella nota -televisada en directo- con una pregunta que quizás él, su equipo, la producción o quien coño haya decidido, consideró acorde a las circunstancias ¿Qué le vas a pedir a los Reyes Magos?”. La respuesta de Laurita -tal como la niña se había presentado- fue tan contundente que, sin restar importancia a las siguientes, se trasformó inmediatamente en el titular de ese y otros medios de comunicación. “Una nena de 9 años pide a los Reyes Magos comida. Para ella y para su hermanito”.

Recuerdo el salto del primer plano a otro abierto en el que, a su lado y tomándola de la mano, aparecía ese hermanito que no llegaría ni a los cuatro años. “Laurita pide comida para ella y para su hermanito”, repitió como un loro el periodista, mirando a la cámara y acomodándose la corbata.

Aquellas eran las fiestas de la desesperanza. Resultaba grotesco el adorno navideño, algún viejo Noel colgando de un tejado, las lucecitas intermitentes y las tarjetas musicales. Cualquier indicio del espíritu navideño parecía una macabra burla, como si el mismísimo Santa Claus se bajase los pantalones y cagase sobre el suelo argentino, más de lo que podrían cagar sus propios renos. ¿Quién podía pensar en pan dulce cuando en las provincias más abandonadas del país lo único que almorzaban la mayoría de los niños eran sus propios mocos? Únicamente un miserable de la talla de un político podía levantar una copa en aquellas infames fiestas. Aquellos eran los oscuros días que la gran estafa cometida contra los ciudadanos dejaba ver sus consecuencias más nefastas; el ruin resultado se manifestaba en esos famélicos niños que una cámara de televisión del país “granero del mundo” registraba por primera vez. En los hospitales las cifras de muerte por desnutrición aumentaban semana tras semana; los noticieros enseñaban hordas de personas rebuscando en los cubos de basura, mientras que el humo de los neumáticos incinerados en señal de protesta, teñía de negro el cielo de las principales ciudades. Era el apocalipsis argentino. Saqueos a supermercados, muertos, heridos y un presidente huyendo en helicóptero desde la azotea misma de la Casa de Gobierno. Finalmente el “que se vayan todos”, largamente clamado por el pueblo, se había cumplido. La deuda que dejaban era ya impagable y mucho más cuantiosa que la externa. La deuda era con todos y cada uno de los argentinos que habían pasado hambre mientras veían cómo pasaban los gobiernos; era la deuda inmoral que cada uno de los responsables de la política nacional tenía con la gente a la que se le había pedido paciencia, como si el hambre fuese una cuestión de paciencia. “Estamos trabajando para el pueblo”, rezaban los slogans partidistas, mientras al menos la mitad de ese pueblo se alimentaba de la basura que arrojaban las grandes firmas norteamericanas de comida rápida.

“Comida para mí y para mi hermanito”, había respondido Laurita, quizás con la esperanza de que realmente existiesen los Reyes Magos.

Ese mismo día el zapping televisivo me detuvo en un canal español que emitía desde un centro comercial que anunciaba su apertura las 24 horas hasta el 6 de enero. “Pues qué bien, qué bien”, decía la reportera mientras la cámara hacía foco en los entusiastas clientes que se adelantaban a comprar regalos. “Mi niña ha pedido una nueva play y un ordenador portátil”, anunciaba sonriente una madre en las puertas de El Corte Inglés. “Comida para mí y para mi hermanito”, resonaba en mi cabeza una y otra vez. “Una play y un ordenador”, repetía la madre de las grandes tiendas.

En su libro “El hambre”, el escritor argentino Martín Caparrós asegura que “la forma más brutal, más violenta y más intolerable de la desigualdad, es el hambre”. Si a esta infame consecuencia de un sistema mal parido le adosamos la doble criminalidad que representa el enriquecimiento de todos y cada uno de los hijos de puta que gobiernan un país de 40 millones de personas que produce alimentos para 300 millones, entonces estamos hablando de crímenes de Estado, de homicidios en primer grado. Y no se trata simplemente de una “mala gestión”, tal como algunos pretenden maquillar a estos asesinatos, sino que estamos hablando de delitos de lesa humanidad, asesinato, violaciones de derechos fundamentales, maltrato, humillación y tortura cometido por un presidente elegido democráticamente. “El pueblo también es responsable porque lo votó”, observará algún lector aficionado a encontrarle la quinta pata al gato. Sin embargo no lo creo tan así, porque lo que un pueblo vota no es necesariamente a tal o cual mesías que parece iluminado para conducir un país. No es porque tenga o no bigotes que un tipo seduce a la ciudadanía. E incluso a veces ni siquiera es por ideología. Es por el programa electoral: una lista de acciones que dicho individuo emprenderá -si es que logra ser elegido- y que tienen como finalidad el bien común de la gente. Un programa que se convertirá –si es que así lo decide la mayoría- en un contrato con el pueblo, en la firma del préstamo de una empresa cuyos socios y beneficiaros son los ciudadanos, incluso aquellos que no le dieron el voto al ganador. El primer delito es incumplir el contrato. Las consecuencias de esto, lo que podría considerarse como daño colateral, es el mayor de los crímenes. Y si no que se lo pregunten a Laurita

Que le pregunten a Laurita