jueves. 28.03.2024
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Uno de los murales del tríptico sobre “Cien años de soledad” en la Biblioteca Nacional de Colombia

La obra nació de un llanto sin palabras que marcó al autor cuando, en su pueblo natal, su madre y la boticaria se abrazaban, de ahí surgió una novela llena a rebosar de palabras mágicas y reales

Se ha cumplido, el pasado 30 de mayo, el primer medio siglo de una de las obras cumbre de la literatura universal. Para mí, junto con “Pedro Páramo” de Juan Rulfo, las dos más cercanas, por su narrativa y trascendencia, al “Quijote” de Cervantes.

Evidentemente, se ha escrito y se ha dicho mucho sobre este aniversario. Tanto que es difícil añadir algo nuevo u original. Medio siglo no es nada y puede serlo todo, para el realismo mágico colombiano es su vida entera. La imaginación de García Márquez creó un universo literario imaginario tan vívido y tan cercano que se ha convertido en realidad.

“Cien años de soledad”, publicada en 1967 por la editorial Sudamericana de Buenos Aires, es uno de los referentes de la producción del autor colombiano que fue reconocido con el premio Nobel de Literatura en 1982.

En 2007, en su cuarenta aniversario, la Real Academia Española (RAE) y la Asociación de Academias de la Lengua Española (AALE) le rindieron un homenaje al autor, que cumplía ochenta años, y a su obra con una edición especial de la misma.

En este cincuenta aniversario, la editorial Penguin Random House lanza una nueva edición con ilustraciones de la artista chilena Luisa Rivera y con una fuente de letra, llamada Enrico, creada para la ocasión por Gonzalo García Barcha, hijo del nobel colombiano.

Y también se suma a celebrar esos cinco decenios de existencia la Biblioteca Nacional de Colombia con un homenaje particular encargado a dos artistas: el grafitero colombiano Guache y el estadounidense Gaia. Ambos han recreado a cuatro manos, sobre las paredes del hall de la primera biblioteca pública fundada en América, su personal mirada al universo quimérico de la obra.

Un mural en tres partes y sin palabras que nos narra mucho de lo que el mago de Aracataca escribió en su novela. Una intervención artística que han bautizado con el nombre de “espejismos de modernidad” y que fue inaugurada el pasado 29 de junio con la presencia en la sala de los dos artistas y de representantes de la propia institución pública, de la Embajada de Estados Unidos en Colombia, del Centro Colombo americano, del Ministerio de Educación de Colombia y del Instituto Distrital de las Artes de Bogotá.

La pintura es tal vez un espejismo, pero también es la plasmación de la realidad nacida de la imaginación de los muralistas a partir de lo simbólico creado por el literato. Constituye, tal como declararon los autores, una muestra de la conjunción del arte con la construcción de tejido social.

En palabras de Guache, alias de Óscar González, uno de los grafiteros más reconocidos de Colombia, el mural conmemorativo es “una propuesta dinámica y no literal”, con el que han querido hace una aproximación alegórica a la obra “liberando la palabra viva que está en la calle”. Un trabajo que recoge las mujeres, la guerra y el amor y la muerte, con alguno de esos espejismos de la modernidad representados en un militar de la época manejando un celular o en una de las mujeres sosteniendo un avión.

Para Gaia, el mural es una idea abstracta en la que han querido poner a hablar dos tesoros: la obra de García Márquez y la Biblioteca Nacional, interrogándose por la esperanza y la liberación con un interés en dialogar y cruzar fronteras como lo es el juntar a dos artistas tan disímiles. El artista norteamericano afirmó “Guache me ha devuelto la fe en el diálogo”.

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Guache (izqda.) y Gaia en la inauguración del mural

Un vídeo del proceso de creación de tan magnífica obra, para quienes no puedan visitarla en vivo y en directo, lo encuentran en la web de la Biblioteca Nacional. Solamente dos peros; uno, no me gusta la licencia que se ha tomado el mismo artista para incluir en una de las paredes una imagen del antropólogo australiano Taussig, por mucho que este científico escribiera un diario de campo sobre la violencia paramilitar en Colombia. Creo que es un atrevimiento que no tiene mucho que ver con la imaginación de ese realismo mágico de la obra de Gabo.



El otro, cierta pedantería del grafitero yanqui al comentar, convencido, que el grafiti es una exportación de EE.UU. Que allá surgieran Taki 183 y otros precursores de estampar la firma no significa, en mi opinión, que el país norteamericano sea el inventor de este arte. Ya en el siglo XIX, en Centroeuropa, un austrohúngaro inició la labor de plasmar su firma (Kyselak) en cada sitio por el que pasaba en un recorrido que dicen fue resultado de una apuesta. También en el mayo francés de 1968, unos años antes que en Nueva York, se dieron numerosas pintadas que pasarán a la historia como precursoras de esta comunicación ciudadana. Y apurando, el gran fotógrafo Cartier Bresson tiene una imagen datada en Canadá a mediados de la década de los 50 del siglo pasado, presente en la muestra que por estos días se expone en Bogotá, en la sección “posguerra”, en la que en una pared tras unos niños se pueden apreciar pintadas de la época. Esas similares a las declaraciones de amor en las cortezas de los árboles, a los corazones y los logos de la paz en paredes de cualquier lugar o a las diatribas contra el profesorado en los baños de los colegios.

Volviendo a la obra, “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía…” son doce palabras tan memorizadas y repetidas como ese mismo número de otro hito de la literatura universal, “En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…” La Mancha y Macondo, son lugares locales de fama global gracias a los autores que las pusieron en el mapa.

Colombia es Macondo, para lo bueno y para lo malo, para lo real y para lo imaginario, para lo deseado y lo aborrecido. Lo mítico y fantástico, lo trágico y lo favorable que están en el escenario soñado por García Márquez y en todo el país andino, como pueden estarlo en cualquier otro lugar del mundo.

Todos los territorios tienen su Macondo. La ficción más impensada se convierte en hechos que forman parte de la historia de Colombia. Un país de narraciones y cuenteros, una tierra de verdes de mil colores, un paraíso con más de una serpiente que sigue construyéndose a golpes mientras lo sobrevuelan mariposas amarillas.

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Potada de la edición ilustrada publicada por Random Penguin House con motivo del cincuenta aniversario de la obra

Este medio siglo de cien años de soledad nos abre un panorama de sueños y esperanzas. Esperemos que ya no haya más pelotones de fusilamiento y que los fusiles, no sólo los de la guerrilla más antigua del continente, dejen paso a las palabras, palabras como las del nobel de Aracataca, como esas que dice Rodrigo Londoño que guiarán el futuro de otra apuesta política para construir un país más justo socialmente, un país soñado por tanta gente que le quiere apostar a que los cien años de soledad del Macondo garciamarquiano sean muchos siglos de paz.

“Cien años de soledad” es una obra viajera, ideada en Colombia, escrita en México, enviada a España para intentar ser publicada y finalmente editada en Argentina, como viajeras son las rutas de esas otras narraciones que Gabo “funda” en y con su realismo mágico colombiano. De la ciénaga a la sierra nevada, del caribe al pacífico, de sur a norte, todo el territorio está lleno de macondos y de historias mágicas, inventadas y reales.

En la edición especial del cuarenta aniversario publicada por la RAE y la AALE, Álvaro Mutis decía de la obra, “no puedo leerla sin cierto sordo pánico. Toca vetas muy profundas de nuestro inconsciente colectivo americano. Hay en ella una sustancia mítica, una carga adivinatoria tan honda, que pierdo siempre la necesaria serenidad para juzgarla. Sigo creyendo que es un libro sobre el cual no se ha dicho aún toda la deslumbrada materia que esconde. Cada generación lo recibirá como una llamada del destino y del tiempo y sus mudanzas poco podrán contra él.”

La obra nació de un llanto sin palabras que marcó al autor cuando, en su pueblo natal, su madre y la boticaria se abrazaban, de ahí surgió una novela llena a rebosar de palabras mágicas y reales. Esas que García Márquez no sólo nos dejó en esos cien años de soledad, más de tres ya sin su presencia, sino también en otro montón de maravillosas narraciones de las imposibles historias que se pueden vivir a diario en cualquiera de los coloridos rincones de Colombia.


Quien quiera escuchar al autor leyendo el primer capítulo de “Cien años de soledad” puede hacerlo pinchando en el repositorio de la Universidad Nacional de La Plata.

Las paredes pintadas de Gabo