sábado. 20.04.2024
nini

@MaxEstrella84 | Tuve en la universidad un compañero de piso que, bien pasados los treinta años y viviendo en Madrid con lo justo, muy lejos de su natal Colombia, se lanzó a una oferta para hacer prácticas por dos semanas en una radio de París. No cobró nada por ello y estoy seguro que le significó cuantiosos gastos. Hasta donde supe, no le abrió ninguna puerta pero, como suele decirse, le brindó mucha satisfacción.

Lo recuerdo a raíz de dos interesantes artículos publicados recientemente en las revistas Jacobin y Dissent: “In the name of love” de Miya Tokumitsu, y “Opportunity costs: the true price of internships” de Madeleine Schwartz. Ambos textos discuten recientes cambios en el mundo laboral, específicamente, dos de sus novedades más perjudiciales, golpes sibilinos a la dignidad fundamental del trabajo: la retórica que dicta hacer las cosas “por amor” y la figura de las pasantías o prácticas no remuneradas.

“En nombre del amor” es una crítica a lo que Tokumitsu llama el mantra no-oficial de nuestro tiempo: “Haz aquello que amas y no trabajarás un sólo día”. Lo que argumenta esta doctora en historia del arte es que dicho consejo —aparentemente positivo, superficial, acorde con nuestro tiempo— no sólo devalúa al trabajo realmente existente —incluido aquél que pretende ensalzar— sino que deshumaniza a la vasta mayoría de los trabajadores.

Tokumitsu pregunta: ¿cuál es la audiencia de esta “amorosa” consigna? Los privilegiados, que pueden así hacer pasar su elitismo como un noble espíritu de superación personal. Siendo francos, hacer lo que amamos, es decir, tener la oportunidad de escoger una profesión buscando sobre todo la “satisfacción” —y no otras minucias, como el dinero— es a menudo un privilegio. Como dice la autora, un signo de la clase socioeconómica a la que se pertenece. Así, este aparentemente positivo pensamiento divide al mundo del trabajo entre una minoría que cuenta con un empleo digno de amarse (creativo, socialmente prestigioso, intelectual) y los que no, con trabajos repetitivos y faltos de glamour. Por medio de la retórica del “Haz lo que amas”, el trabajo de los más es minusvalorado, incluso invisibilizado —como si careciese de importancia. De ahí una de las conclusiones del texto: ignorar la mayoría de los empleos y transformar a la minoría restante en “amor” es quizá la forma más elegante de ideología contra los trabajadores.

Lo paradójico de esta retórica es que ha causado gran daño a las profesiones que pretende celebrar, refuncionalizando la explotación de quienes las practican. El caso del trabajo académico es claro, casi un ejemplo a seguir para el mundo corporativo.  Para el resto de las áreas están las pasantías o prácticas —a menudo no remuneradas, sobre todo en las profesiones “amables”, donde las empresas se han acostumbrado a tener un ejército de jóvenes dispuestos a laborar a cambio de una “moneda social” y no de un salario. Todo en nombre del amor. “Excluida de esta posibilidad –nos recuerda Tokumitsu— está la mayoría: aquellos que necesitan trabajar por salarios”.

Sobre estas pasantías habla Madeleine Schwartz en “Costos de oportunidad”. Quizá lo más interesante de su trabajo sea el símil que establece entre la situación del pasante o becario de hoy y la de las amas de casa ayer. Hoy, las industrias que más dependen de pasantes sin paga emplean a una fuerza laboral mayoritariamente femenina. En la economía del pasante, muchas mujeres siguen trabajando sin cobrar, no ya por amor a su familia —como antaño— sino a su profesión. El resultado es el mismo: la motivación no está en el salario, pues como señala Schwartz socarronamente, “tomar dinero no es propio de una dama”. Si tradicionalmente la labor doméstica de la mujer no era considerada trabajo sino expresión de un supuesto deber, el pasante de hoy se enfrenta a una situación parecida: en un mundo donde el motto es “gracias por la oportunidad” —sin importar cuán infructífera— las pasantías o prácticas no son vistas como trabajo sino como otra cosa: una “experiencia educacional”, una “oportunidad para hacer contactos” o una “ocasión para probar algo nuevo”. Y por ello a menudo no se pagan.

Al mismo tiempo que las prácticas no remuneradas producen una cultura de auto-denigración en los trabajadores, el tipo de empleos a los que tradicionalmente se relegaba a las mujeres —inseguros, a tiempo parcial, mal pagados— crece, mientras que los que empleaban tradicionalmente a varones —sindicalizados, estables, con garantías— escasean. Es el mundo de los trabajadores desmoralizados y pluriempleados, del precariado producto de la desregulación, la flexibilización del mercado laboral y la caída del sindicalismo: una carrera hacia el fondo en la calidad del empleo.

Termino de leer a Tokumitsu y a Schwartz. Pienso en Andrés y su pasantía en París, pero también en la reforma laboral aprobada en México a finales de 2012, en el infame uso de la palabra “asalariado” como insulto, en los profesores que laboran en los miles de colegios privados del país llegando a cobrar 30 pesos por hora (1.6 euros)y sin derecho a veces a una simple silla o en los que mantienen a flote a las universidades a pesar de sus sueldos bajísimos e inciertos. Al menos aman lo que hacen.

Desde luego, nadie argumenta que el trabajo satisfactorio deba serlo menos ni pregona una ética de la ingratitud. De lo que se trata es de reconocer que, hagamos  lo que nos guste o estemos agradecidos por la oportunidad que se nos brinda, lo que hacemos es trabajo. Sólo admitiendo este hecho podremos contribuir a la lucha por el respeto y ampliación de los derechos laborales —un esfuerzo que implica, de entrada, llamar a las cosas por su nombre.

Por su nombre