martes. 19.03.2024
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La victoria de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) en los comicios del pasado 1 de julio se ha explicado por múltiples factores, la mayoría de ellos relacionados con las estrategias de comunicación y ya analizados hasta la saciedad en diversas columnas de opinión. Sin embargo, hay algunos aspectos que permanecen en las penumbras y podrían ayudar a comprender los alcances que tendrá el primer gobierno de corte progresista en México desde la llegada de los neoliberales al poder en 1982.

La suma de factores que alteraron el producto.

A finales de 2017 cuando el PRI anunció que José Antonio Meade sería su candidato presidencial, nadie se habría imaginado un escenario como el que se configuró finalmente hace un mes. Por el contrario, entre los círculos más selectos del poder político y económico de México se desató una especie de furor porque contarían con una opción ad hoc a sus intereses de clase. No les faltaban motivos para su meademanía: el doctor por Yale representaba plenamente el modelo neoliberal en su faceta más despolitizada al haber sido titular de Hacienda en dos administraciones de distinto partido, y tenía un currículum aparentemente limpio en cuanto a escándalos de corrupción.

Pero su experiencia en varias carteras del gobierno federal no era la carta de mayor peso con la que contaba para presentarse en las elecciones de julio. Desde años antes, su nombre se barajó para suceder a EPN porque era el favorito de BlackRock, el mayor banco de inversiones del mundo, que además fue el verdadero ganador de la privatización petrolera en México.1 Y por si eso no fuera suficiente, su amigo de toda la vida, Luis Videgaray utilizaba su posición en la Cancillería para allanar su camino a Los Pinos a través de una estrecha relación con Jared Kushner, yerno y miembro del primer círculo del presidente estadounidense Donald Trump.

Si Meade contaba con el aval del mayor banco de inversiones del mundo y presumiblemente con el de Trump, entonces, ¿qué sucedió? ¿por qué la debacle tan pronunciada? Es necesario entender que los factores externos no se traducen necesariamente en órdenes verticales que se ejecutan al pie de la letra, pues los proyectos o conflictos globales interactúan con los actores e intereses locales para producir x o y resultado. Por tanto, se vuelve indispensable analizar los contextos y la concatenación de los hechos, pues al final de cuentas el poder no es una posición y mucho menos una cosa -afirma Saxe citando a teóricos de la estrategia como Clausewitz o Hart- sino una cambiante y fluida relación de dominación y subordinación entre actores, clases sociales, naciones o grandes coaliciones internacionales.2

Y es que, por más contradictorio que pareciera, los puntos fuertes de Meade se convirtieron en su mayor lastre cuando la configuración de poder cambió, aunque Luis Videgaray, el principal articulador de la campaña y del proyecto Trump - Meade nunca lo alcanzara a entender. El primer aviso al interior del propio PRI se dio durante la elección de 2017, cuando el grupo compacto de EPN forzó la nominación de uno de los suyos a la gubernatura del Estado de México. Al no haber realizado un mínimo ejercicio de negociación con las bases y liderazgos locales, el histórico PRI mexiquense se fragmentó y muchos de sus principales operadores terminaron trabajando para Morena (o al menos, esa fue la acusación lanzada desde el Comité Ejecutivo Estatal del tricolor). Al final, el PRI consiguió una victoria pírrica cuando Del Mazo terminó imponiéndose a Delfina Gómez, la candidata de Morena, pero al haber cerrado la elección a menos de tres puntos la victoria táctica se la llevó AMLO, como lo señalamos en su momento.3

Sin haber aprendido la lección, unos meses después Videgaray operó de la misma forma la llegada de Meade como candidato externo a la nominación presidencial, desatando una guerra intestina contra otros liderazgos históricos de la talla de Beltrones y Osorio Chong. La batalla se dio en todos los niveles, marginando a la mayoría de los grupos al momento de repartir candidaturas y puestos de toma de decisión en las estructuras del partido. Como era de esperarse, eso terminó de dinamitar la frágil posición partidista, de por sí muy lastimada por los múltiples escándalos de corrupción e impunidad protagonizados por casi todos los gobernadores emanados de sus filas y el propio entorno presidencial.

Pero Meade no fue el único candidato que sufrió las consecuencias de la guerra interna que emprendió su grupo por hacerse del control de la sucesión. En el caso panista, la historia fue semejante. Después de haber saltado a la fama como uno de los operadores más eficaces en la Cámara de Diputados de las reformas estructurales emprendidas por Peña, Ricardo Anaya llegó a la presidencia del PAN de la mano de Gustavo Madero, su aparente jefe político. Ya en el cargo, Anaya rompió con Madero y se dedicó al cien a construir su plataforma política de cara a 2018. Cegado por los triunfos electorales conseguidos en 2016 aliado al PRD, que para ese entonces ya peleaba por sobrevivir ante el crecimiento de Morena en sus principales bastiones, el llamado “Niño Maravilla” se lanzó contra todos los grupos y personajes que no se alinearon con sus aspiraciones, rompiendo las históricas formas panistas para procesar las diferencias. Sin una aparente estrategia clara, el político queretano abrió un segundo frente contra su antiguo aliado, el presidente Peña, a quien acusó ya durante la campaña de haber filtrado datos a la prensa sobre la residencia de su familia en Atlanta, EU, y de utilizar a la PGR en su contra cuando se le acusó de participar en un esquema de lavado de dinero.

Las divisiones internas en PAN y PRI generaron cientos de damnificados, muchos de los cuales buscaron acomodo en otras fuerzas políticas esperando el momento de cobrar las facturas pendientes. Entre los desplazados del PRI se encontraba ni más ni menos que Carlos Salinas de Gortari, el padre de la tecnocracia mexicana, quien enfrentado con Videgaray se refugió en la candidatura de Anaya a través de Diego Fernández de Cevallos, un personaje históricamente vinculado a él. Por el lado panista, la mayor ruptura la representó el grupo del expresidente Felipe Calderón, que humillados por Anaya se terminaron sumando de forma subrepticia o abierta a la candidatura de su antiguo colaborador, Meade.

Para aprovechar la coyuntura, inteligentemente AMLO se corrió al centro, abriendo espacio en su proyecto a los desplazados por sus contrincantes, lo cual reforzó su estructura territorial y capacidad de operación política. Pero, a diferencia de 2006 y 2012 cuando las cúpulas y candidatos de PRI y PAN terminaron por apoyar al mejor posicionado para cerrar el paso a AMLO y asegurar la continuidad neoliberal; en 2018, los choques y traiciones entre ambos bandos llegaron al punto de hacer prácticamente imposible cualquier acuerdo del tipo. Inclusive, cuando se filtraron a la prensa datos sobre una supuesta reunión entre algunos de los empresarios más poderosos del país con EPN para pedirle que Meade declinara por Anaya, el propio AMLO pidió durante un evento en Chiapas que el mandatario y el aspirante panista arreglaran sus diferencias de forma pacífica sin involucrar a terceros, aunque infería traición en la ruptura.4

Como efectivamente reseñó AMLO, la escalada de los enfrentamientos no sólo se quedó en México sino representaba una extensión de los que se daban en EU desde 2016, convirtiendo a nuestro país en una extensión del campo de batalla. Por un lado estaba Videgaray, quien dejó claro que se la había jugado con Trump cuando operó la recepción de Estado que le brindó EPN en un momento vital de la campaña en 2016,5 y además puso al entero servicio del inquilino de la Casa Blanca la política exterior mexicana. Quizá sin tener plena conciencia de los alcances de sus acciones, Videgaray y su protegido Meade adquirieron los mismos enemigos de Trump cuando se alinearon con él; muchos de los cuales Videgaray ya había molestado seriamente un año antes al ser artífice de un acercamiento con China mediante el tren rápido que uniría Querétaro con la Ciudad de México (tema que dicho sea de paso, fuimos de los pocos analistas que lo detectaron en su profundidad geopolítica en ese momento6). En el otro bando, en el que se identificaban Salinas de Gortari y Anaya se encontraban algunas de las dinastías más poderosas de EU: los Bush, Clinton y Obama, y según Alfredo Jalife, detrás de ellos el especulador George Soros.

Por su parte, AMLO contaba con dos ventajas que lo hacían aceptable para ambos bandos: en primera, fue el único líder político en México que no se lanzó abiertamente contra Trump, apelando al principio de no intervención; y en segunda, conservaba la simpatía de muchos liderazgos y bases del partido demócrata, especialmente por haber hecho campaña en favor de Obama. Además, su histórico aliado Marcelo Ebrard hizo campaña en favor de Hillary Clinton en 2016 y mantiene buenas relaciones con el abogado de Trump, Rudolph Giuliani, desde que el exalcalde de Nueva York visitara la Ciudad de México para brindar asesorías en materia de seguridad.

Pero no sólo por estar al margen de los choques entre grupos de poder se explica la llegada a la presidencia de AMLO en su tercer intento. En realidad, debe leerse como una jugada de varias bandas y múltiples significaciones. Trump, por ejemplo, tenía la oportunidad de forzar la llegada de Meade para asegurarse el control sobre México, lo cual le habría obligado a lidiar con una frontera sur muy inestable de cara a las intermedias de noviembre, su reelección en 2020 y la multiplicación de los puntos de tensión alrededor del mundo. En cambio, su lectura sobre AMLO seguramente giró sobre sus coincidencias respecto al retorno del proteccionismo, y que una estrecha relación con el tabasqueño le aseguraría una mejor recepción de la comunidad latina. Por otro lado, es probable que los sectores adversos al actual presidente estadounidense hayan visualizado a AMLO como una especie de cuña con la que tendría que lidiar Trump. Y es que a diferencia de EPN, un presidente sumamente débil y completamente entregado, el líder de Morena sí tendría la capacidad de enfrentar declarativamente a Trump, agrupar a numerosos mandatarios latinoamericanos para formar un bloque de respuesta y ser un factor de movilización del voto latino.

Por tales circunstancias y al llegar las hostilidades a un impasse, ambos bandos abandonaron sus primeras opciones y comenzaron a tender puentes con el líder de Morena, siendo el encuentro que mantuvo con el mandamás de BlackRock el más importante de ellos, evento en el que en mi opinión se selló su llegada a la presidencia.

Ahora, para entender los alcances que tendrá el gobierno de AMLO es necesario tener en mente algunas cuestiones básicas. En primera, podría sonar absurdo considerando los más de 30 millones de votos que logró, y que su partido tendrá mayoría en ambas cámaras, pero la realidad es que el margen de maniobra del tabasqueño será muy limitado. Podrá realizar algunos ajustes al gasto, como sus anunciados planes de austeridad; avanzar en el combate a la corrupción; o aumentar el número de programas sociales; pero echar abajo la reforma energética (cuestión que presumiblemente se abordó durante el encuentro con el citado Larry Fink), y cambiar de fondo la política económica y fiscal construida durante los últimos seis sexenios, difícilmente. Ello sin contar que tendrá que hacer frente a una colosal deuda que supera los 10 billones de pesos; la dependencia en granos básicos y gasolinas (la mayoría de procedencia estadounidense); y la privatización y extranjerización de la columna vertebral de lo que constituyó la infraestructura de seguridad nacional mexicana: puertos, aeropuertos, ferrocarriles, carreteras, complejos petroquímicos, ductos, oleoductos, reservas petroleras, gaseras y minerales; y el sector bancario y financiero.

Ante esta situación de extrema vulnerabilidad estratégica que Alfredo Jalife denomina jaula geopolítica, AMLO y su administración deberán proceder con extrema cautela. Si bien el entorno presenta algunas ventanas de oportunidad que podrían ser aprovechadas para forjar los nuevos cimientos del país; un error podría servir como catalizador para que los sectores hoy derrotados vuelvan a la carga apoyados por otras fuerzas externas a reinstalarse en el poder. Al menos esa es una de las principales experiencias de Brasil, Argentina y Ecuador, casos que deberán ser revisados para evitar caer en los mismos errores.

Por todo lo anterior, creo firmemente que la expectativa con AMLO y su gobierno debe ser que se convierta en una especie de bisagra entre dos eras: el fin de la neoliberal y el inicio del renacimiento de México.

Por lo pronto, la primera apuesta ya se hizo: anunciar la invitación de los mandatarios de China y EU a la toma de posesión, lo cual delata el ánimo de fungir como un puente entre regiones y civilizaciones. Veremos si funciona.


1 Jalife-Rahme, Alfredo. BlackRock: el mayor inversionista del mundo detrás de la privatización de Pemex. Diario La Jornada, 11 de diciembre de 2013. Consultado en línea en: https://goo.gl/xZb77e

2 Saxe Fernández, John. La compraventa de México. Disponible en línea en: https://bit.ly/2KjzWLo

3 Valenzuela, Edgar. La elección del Estado de México: ¿el Waterloo del PRI? ALAI, 2 de mayo de 2017. Consultado en línea en: https://goo.gl/pGKq5d

4 AMLO infiere traición entre Ricardo Anaya y Peña Nieto. El Universal, 8 de junio de 2018. Consultado en línea en: https://goo.gl/ckqLTv

5 Valenzuela, Edgar. Trump y las razones de Los Pinos. ALAI, 6 de diciembre de 2018. Consultado en línea en: https://bit.ly/2LKG1pN

6 Emmerich, N. & Valenzuela, E. Las arriesgadas jugadas geopolíticas de Peña Nieto. Rebelión, 9 de marzo de 2015. Consultado en línea en: https://goo.gl/Dca2e3

Fuente: Alainet

López Obrador: las claves ocultas de su triunfo