viernes. 19.04.2024
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Imagen: larepublica.pe

Del total de diecisiete aspirantes a la presidencia 10 han sido denunciados ante el Ministerio Público

La carrera electoral del 10 abril ha visto ya la dimisión de Felipe Castillo (Siempre Unidos) y Renzo Reggiardo (Perú Patria Segura). Ambos candidatos aseguran que renuncian a la competición presidencial debido a las constantes irregularidades del Jurado Nacional de Elecciones. Lo cierto, sin embargo, es que tanto Castillo como Reggiardo en ningún momento pudieron hacer notorios sus rostros y mucho menos sus propuestas en un mural superpoblado de candidaturas.

Con estos abandonos las elecciones en el Perú reducen el número de sus postulantes a 17. Es curioso que dos candidatos, insignificantes en las preferencias de los votantes, hayan expresado que colocaban por delante su integridad moral, y sentenciarán con cierta soberbia que no continuarían en una contienda plagada de anomalías.

Es curioso, ya que del total de diecisiete aspirantes a la presidencia 10 han sido denunciados ante el Ministerio Público. A pesar de esto, a ellos parece importarles poco o nada las decenas de acusaciones que llevan sobre sus espaldas, pues en territorio peruano librarse de la justicia es tan sencillo como constituir un partido nacional.

Gregorio Santos, quien hace casi 18 meses obtuvo el triunfo de la gobernación regional de Cajamarca estando preso, puede comprobar la fragilidad de la justicia peruana. Hoy Santos, todavía condenado, busca ser presidente del Perú por Democracia Directa. Estas contradicciones detectadas en lo más alto de la institucionalidad peruana pueden ser encontradas, asimismo, en diferentes niveles y espacios de la disputa electoral.

Santos no solo está inscrito legalmente como candidato, sino que hace algunos días participó de unos de los primeros debates televisados, vía telefónica desde el penal Ancón 1. Su caso, como es evidente, es histórico y mediáticamente controversial, debido a que es la primera vez que una persona presa postula al cargo más importante del país.

El solapamiento delincuencial, práctica desperdigada e incluso instaurada en el país, acompaña a la resignación de un elector peruano que ve cómo sus representantes son encarnaciones personalistas e irrespetuosas de la ciudadanía nacional

La actual política en el Perú ve con ojos de normalidad no solo la abundancia de nombres que aspiran a ocupar la presidencia, sino que la folclórica frase ‘‘roba pero hace obras’’ es constitutiva de la mentalidad del elector promedio. El arraigo con que esa locución es pronunciada y difundida por todos los medios comunicativos ratifica la sistemática vulneración de la justicia peruana, por medio de una desfachatez inverosímil.

Las caras más conocidas de estas elecciones son aquellas que con anterioridad han ocupado algún cargo público, incluso dos de ellos, Alejandro Toledo y Alan García, en la década pasada obtuvieron ya el triunfo presidencial. Este reconocimiento, lejos de ser grato o agradable, es nocivo para la transparencia de las elecciones. Sin excepción, todos los candidatos con oportunidades claras para alzarse con la victoria electoral y que han trabajado de modo visible en el Estado arrastran una cantidad extraordinaria de denuncias.

Según datos oficiales del Ministerio Público, Gregorio Santos es el aspirante presidencial con más denuncias en proceso, de un total de 89. El ex presidente Alejandro Toledo tiene todavía más, 96 denuncias, aunque increíblemente todas archivadas. La favorita Keiko Fujimori detenta 12 acusaciones encarpetadas. César Acuña y Pedro Pablo Kuczynski, quienes todavía conservan alguna ilusión de acceder a la segunda vuelta electoral, cargan con 61 denuncias y 20 denuncias respectivamente. La lista parece interminable, pues termina arrastrando a más de la mitad de los candidatos. Daniel Urresti, Yehude Simon, Alan García, Ántero Flores Aráoz y Fernando Olivera completan esta lista.

La defensa más ensayada por quienes ven perjudicada su imagen por cuantiosas delaciones basa su argumentación en que los enemigos políticos son las instancias propulsoras de las denuncias. A la larga, dicen ellos, todo aquel que atraviesa por el poder debe asumir los costos que implica la exposición pública. Quiere decir con ello que, a pesar de las pruebas que pudiesen existir, todos los candidatos de esta pugna electoral son conscientes y plenamente convencidos de su rectitud moral.

Este razonamiento, claramente, es el sostén de ‘‘roba pero hace obras’’. La comisión de delitos, desde graves actos de corrupción hasta violación sexual, está ya enraizada en la sociedad peruana, a través de un histórico y extendido proceso de consentimiento colectivo.

No sorprende, pues, que Alan García, el eterno candidato aprista, haya asegurado estar en posesión de títulos académicos inexistentes, ni que César Acuña, dueño de la universidad con más estudiantes peruanos, haya cometido reiterados e indiscriminados plagios para la obtención de sus grados universitarios. Tampoco desconcierta que Keiko Fujimori goce de una ingente cuantía de dinero, incapaz de ser demostrada, pero que es empleada en su campaña electoral.

La cultura política en el Perú tiene predilección por un oportunismo rapaz, exhibido por el subdesarrollo de instituciones partidarias que no son más que terrenos de caudillos ambiciosos. Fujimori, García, Toledo, Acuña, Kuczynski y una lista igual de interminable que la de los denunciados, accedieron a sus candidaturas a través de irrisorios procesos de democracia interna, en la que los únicos aspirantes eran ellos.

De este modo, el solapamiento delincuencial, práctica desperdigada e incluso instaurada en el país, acompaña a la resignación de un elector peruano que ve cómo sus representantes son encarnaciones personalistas e irrespetuosas de la ciudadanía nacional.

Unas elecciones plagadas de denuncias