jueves. 28.03.2024

Hugo Chávez y Nicolás Maduro han impulsado una política de unidad de la Organización de Países Exportadores de Petróleo, ente al que las grandes potencias consumidoras de energía han intentado controlar desde los tiempos de Henry Kissinger. No lo han conseguido aún, en parte porque Hugo Chávez se opuso con firmeza

Desde las elecciones venezolanas de 1998, en las que Hugo Chávez asumió la presidencia, el gobierno de los Estados Unidos inició una rigurosa campaña cuya finalidad era presentar una falsa imagen del líder bolivariano. Los medios de comunicación afines -y los no afines también- al gobierno norteamericano, colaboraron intensamente con esta “causa”, pintando un Chávez tan desfigurado que por poco no se asemeja a uno de esos ridículos monstruos que los estadounidenses ven en el cine mientras sus marines asesinan a discreción en nombre de la democracia.

Claro que a esa tan poca verosímil versión de Chávez sólo se la creyeron algunos pocos; suficientes -sin embargo- como para que sus voces surtieran efecto, ganaran adeptos y finalmente se manifestaran en la preocupación del presidente Barack Obama, portador de un mensaje tan poco creíble como sus misiones de paz en el mundo o el cierre de Guantánamo. Si para el premio Nobel de la Paz, Venezuela representa una “amenaza inusual y extraordinaria” -tal como señaló el pasado 9 de marzo en rueda de prensa-  qué queda para todos aquellos países que a lo largo de la historia han sido víctimas del terror y el dominio impuestos por Estados Unidos.

A estas alturas ni siquiera cabe preguntarse a qué viene esta reafirmación de enemistad que desde Washington se le ha hecho llegar al presidente Nicolás Maduro. Cuando Chávez asumió la presidencia de Venezuela, el gobierno de los Estados Unidos -quizás observando que sus campañas de difamación en torno al “terrorista” electo no surtían mayores efectos entre los opositores más acérrimos a la revolución bolivariana, financió y coordinó conspiraciones y golpes de Estado, tal como ya lo había hecho en otros países de América Latina. Sin embargo la movilización popular sofocó las maniobras desestabilizadoras y de algún modo el pueblo venezolano supo ver con mayor claridad quién era su verdadero enemigo.

La mala noticia para Obama es que, por más que redoble los esfuerzos -y aún con el apoyo incondicional de los medios de comunicación que promueven y apoyan los golpes y las guerras que Estados Unidos declara a diario- su credibilidad es cada segundo más escasa. O, mejor dicho, tan escasa es, que el líder del país que acostumbra decidir el futuro del resto de los países, ha tenido que improvisar el papel de víctima, inventarse un amenazante victimario y manifestar su temor por la “seguridad nacional”. Un auténtico esperpento en pleno siglo XXI.

Para el lector menos comprometido con las causas del imperio hubiese sido mucho más convincente un Obama que abiertamente reconociera el verdadero motivo de su interés por Venezuela. Incluso por su propia dignidad, Obama debió haber expresado su intención de asegurarse las grandes reservas petroleras. Porque la versión de la amenaza para la seguridad o la pretendida intención de defensa de los derechos humanos de los venezolanos, no hay quien se las trague.  

Hugo Chávez y Nicolás Maduro han sostenido una política nacional en el ejercicio de la propiedad sobre el principal recurso natural de Venezuela. Así mismo han impulsado una política de unidad de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), ente al que las grandes potencias consumidoras de energía han intentado controlar desde los tiempos de Henry Kissinger. No lo han conseguido aún, en parte porque Hugo Chávez se opuso con firmeza. Y esa oposición, ese no claudicar ante la soberbia de un poder perverso y desbocado, es lo que Obama, en un insulto a su propia inteligencia, ha dado en llamar “amenaza”. Qué Dios bendiga América (pero del sur).  

Dios bendiga América (pero del sur)