jueves. 25.04.2024
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El acuerdo de paz en Colombia puede inaugurar una época que, bien llevada, puede constituir una serena revolución social y política. De los seis puntos del Acuerdo de Paz, hay dos -el 1º y el 5º- que contienen una enorme carga histórica y social, y que tocan el nervio de una estructura social en carne viva. Los dos puntos tratan de una Reforma Rural Integral y de las Víctimas.

Cuando en 1948 es asesinado el candidato liberal a la presidencia de Colombia Eliecer Gaitán, no sólo se acaba con el quizá último político verdaderamente de izquierdas en la democracia colombiana, sino que se provoca una más que desesperada reacción popular que –ante la contundente impenetrabilidad del sistema político- desemboca en el inicio de la resistencia armada. Se inicia la época llamada “La Violencia”, que enfrenta muchos más allá de la dialéctica democrática a las élites y a los seguidores de los partidos Conservador y Liberal, que acaba con lo que fue un intento de reforma agraria, promovida en la década anterior por el presidente López Pumarejo, y que desata diversas fases de expolios, concentración no pacífica de la propiedad agraria en manos de terratenientes y especuladores, y el destierro -con la pérdida de sus propiedades- de dos millones de campesinos. En un momento en el que el total de la población colombiana era de 12 millones de habitantes.

Dos millones de campesinos desplazados dentro de Colombia, a los que hay que sumar casi 400.000 exiliados fuera del país. Hablamos del 20% de la población. La mayor parte llega a las ciudades, no con la llamada de puestos de trabajo que éstas generen a partir de una política industrial o de servicios, sino como fugitivos, como refugiados sin refugio que se hacinarán en los suburbios, en asentamientos sin las más elementales condiciones de habitabilidad, y sin capacidad de encontrar medios para ganarse la vida. El esquema clásico de la marginación.

La llamada época de “La Violencia” se prolongó casi por dos décadas. Y no viene definida únicamente por las acciones guerrilleras, sino por actividades armadas de bandas, venganzas y contra-venganzas entre las élites –y sus secuaces- del país, en un desenfrenado y casi suicida juego de poder económico y político. Y por la extorsión, amenazas y violencia ejercida contra los campesinos para que cedan y abandonen sus tierras. Tierras para agricultura y ganadería, tierras en las que posteriormente se podrían realizar explotaciones mineras –desde el carbón y petróleo hasta oro y piedras preciosas-, y tierras sobre las que se proyectaba la ejecución de infraestructuras que aportarían valiosos pagos por expropiaciones y que revalorizarían los terrenos. De ese modo, cuando en 1958 se firma el acuerdo de Frente Nacional entre conservadores y liberales, ya está en marcha y consolidándose un nuevo modelo de propiedad y de control de la economía, que continuará afianzándose hasta que en 1974 termina la vigencia de ese Frente Nacional.

Desde la aparición de la guerrilla, el campo se convierte en el escenario de las operaciones de lucha armada. Una lucha armada que motiva represalias constantes entre los dos bandos en discordia, que se extienden -¿cómo no?- a los campesinos que puedan aparecer como colaboradores, encubridores o delatores en relación con ambos contendientes. Y con el paso del tiempo ese “ambos” se multiplica: aparecen grupos paramilitares, con orientación estatal o local y comarcal, que aparecen para enfrentarse a la guerrilla: por ideología extremista, por venganza, y hasta por mero oportunismo. Y para terminar de completar el cuadro –siempre con la población campesina como víctima- aparecen los narcotraficantes, que también necesitan territorio, y que también actúan en el escenario violento.

El documento del Acuerdo de Paz habla de cientos de miles de muertos y de decenas de miles de desaparecidos. Y diversos estudios sitúan la existencia de entre seis y siete millones de desplazados forzosos: casi un 15% de la población actual de Colombia. Los destinos de estos desplazados han sido principalmente las ciudades: Bogotá, Medellín, Cali, Barranquilla… Y en ellas han engrosado las filas de la marginalidad.

El mismo documento, en uno de los considerandos establece como objetivo revisar los efectos del conflicto, y determina que las transformaciones exigidas por el proceso de Paz “deben contribuir a solucionar las causas históricas del conflicto, como la cuestión no resuelta de la propiedad sobre la tierra, la exclusión del campesinado y el atraso de las comunidades rurales, que afecta especialmente a las mujeres, niñas y niños…”

Es un “considerando” establecido en el Acuerdo por las FARC, que irrumpirán en su integración a la vida cívica con la bandera de las reivindicaciones sociales. Un conocido político colombiano decía hace unos meses que Colombia era un país “ideológicamente asexuado”. Respondía a una pregunta sobre el carácter ideológico “desideologizado” y de fondo conservador de los distintos políticos colombianos. Y sobre la versatilidad que tenían esos políticos y sus partidos y formaciones para transformar y reinventar siglas y formalizar alianzas contradictorias y oportunistas. Unas alianzas que en cualquier otro país democrático serían consideradas “contra natura”. Por una parte –decía- la ideología que fue quedando fue la del poder y el dinero; y por otra, la sociedad oficial tiene estigmatizada cualquier manifestación izquierdista como proclive a la guerrilla.

Entre los muchos horizontes que abre el Acuerdo de Paz hay dos factores que van a pesar y hasta determinar el futuro político y social de Colombia: el primero es que aparecerán nuevas fuerzas políticas, y nuevos modos de afrontar la acción política. Esto y la obligada reforma rural integral puede hacer que surjan posiciones de izquierdas en el escenario político, y tal vez que se originen movilizaciones y organizaciones sociales estructuradas. El segundo factor es el de la restitución de tierras.

En 2013, la Unidad de Restitución de Tierras había recibido 36.908 solicitudes de restitución, sobre un total de 2,5 millones de hectáreas. Ahora, cuando el Acuerdo incluye en el colectivo de víctimas a esos millones de personas desplazadas, y cuando se plantea la restitución de tierras y la solución del problema de la propiedad de las tierras, Colombia va a abordar un auténtica epopeya social, que tendrá que desarrollar de manera muy ordenada y serena para que no se convierta en un conflicto insuperable, y para que los pasos que se den no retrasen el proceso de desarrollo económico del país. Un país que a duras penas va a encontrar ingresos para mantener las cotas actuales en el próximo presupuesto, y que -con toda seguridad- tendrá que incrementar su deuda pública exterior para afrontar este reto histórico. 

Colombia: La epopeya que viene