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A veces, en el ruido del día a día, las palabras acaban perdiendo su sentido, y no nos damos cuenta de que la vivienda no es un mero contenido económico, de que vivienda viene de vivir. Cuando se hace una ley de vivienda es porque, una vez más, la mano del mercado ha demostrado no ser invisible, sino una mano negra, y lo que es un derecho primigenio se nos ha convertido en un negocio triturador, y que lo que tritura es a las personas.
Se nos está olvidando que la vivienda no solo es un problema económico, porque su gestión está dando poder a fuerzas oscuras, fondos de inversión cuya capacidad de influencia aumenta sin llamar la atención, y porque se nos va a crear tarde o temprano otra burbuja como la que nos reventó hace ya casi veinte años. No solo es un problema social, porque la gente tiene dificultades terribles para alojarse, para emanciparse, para poder vivir con dignidad; porque la vivienda es el primer factor que agranda día a día la brecha social, que a largo plazo es la peor espoleta de destrucción.
La mano del mercado ha demostrado no ser invisible, sino una mano negra, y lo que es un derecho primigenio se nos ha convertido en un negocio triturador
También es un problema político, porque es posiblemente uno de los factores más importantes de la desconfianza en la democracia que se extiende de forma ingobernable por entre nuestros jóvenes. Después de muchas décadas en las que el problema mayor era el paro, en las que el drama era no poder trabajar, ahora estamos pasando, hemos pasado, a un escenario en el que trabajar no equivale a vivir. Cuando formamos a un joven para el trabajo y le decimos que es la primera palanca para su evolución social, para llevar una vida autónoma y disfrutar al menos de un bienestar digno, no le decimos que también es posible que cuando lo consiga no le sirva para ninguna de esas finalidades, porque no podrá pagar una vivienda. Que la formación de pareja dejará de ser un imperativo del corazón para pasar a ser una necesidad económica, la única manera de abrirse paso hasta un techo común.
Si trabajar no equivale a vivir, no cabe sorprenderse de que los jóvenes busquen responsables, y no los busquen solo en el lado de las causas, y culpen con razón a los acaparadores de vivienda que disparan los precios, sino también en el lado de las soluciones, y culpen a un sistema que no parece capaz de dárselas. Y así el futuro se va volviendo negro, y lo vemos venir con el nerviosismo inútil de quien espera una tormenta.
La formación de pareja dejará de ser un imperativo del corazón para pasar a ser una necesidad económica, la única manera de abrirse paso hasta un techo común
No podemos seguir esperando, porque si esperamos de brazos cruzados la tormenta vendrá. Y será tan negra como las nubes que la están anunciando. El Estado tiene que intervenir, no seré yo quien dé las concreciones, que para eso están los técnicos, pero tienen que ir en la dirección de lo que recoge el título preliminar de la Constitución: corresponde a los poderes públicos remover los obstáculos que impidan o dificulten la plenitud del disfrute de los derechos. Sin miedo. Que los conservadores monten alboroto no puede ser excusa, porque de todos modos lo van a armar con razón o sin ella.
Pero no olvidemos un pequeño detalle: los poderes públicos emanan del pueblo. Si de verdad queremos que el Estado intervenga, lo primero que éste necesita es un Gobierno que tenga escaños en el Parlamento. Y eso no se consigue votando a los promotores inmobiliarios. Ni en el Gobierno del Estado ni en los de las muy obstructivas comunidades autónomas. Recordémoslo cuando llegue el momento.