jueves. 25.04.2024
forque

Quienes padecemos algún tipo de enfermedad emocional sabemos que nadie pregunta por tu estado de salud, que el mismo enfermo tiende a ocultarla para salvaguardar su intimidad, que existe un temor enorme en el paciente a que se descubra el padecimiento, que los más próximos lo saben pero callan como si fuese algo que es mejor no mentar, que se rumia en silencio, que a menudo, muy a menudo, va cargada de culpa, vergüenza y estigma, que causa sufrimientos de tal calibre que sólo quien haya tenido la mala fortuna de padecerlos sabe su alcance, que muchos de los personajes encargados de tratarlos no son profesionales de la medicina sino del negocio, de la avaricia y del fraude fiscal: No hay más que meterse en cualquier listado de psiquiatras y psicólogos para comprobar que la mayoría no admite pago con tarjeta.

Antiguamente, no hace tanto, a las personas con padecimientos mentales se las encerraba en casa o en habitáculos llamados psiquiátricos donde podían pasar semanas, meses, años en completo aislamiento. Las palizas, torturas físicas y castigos de todo tipo fueron menguando, pero nunca el asilamiento, la estigmatización o la incomprensión social. Aunque aquí no llegamos al extremo de algunos pueblos indios de América del Norte, que temían a los enfermos emocionales por considerar que tenían poderes ultraterrenos y los dejaban vagar por donde quisieran sin hablar con ellos, aquí tampoco se habla ni se intenta comprender o aceptar una enfermedad que es exactamente igual que cualquier otra y que debiera contar con profesionales del mismo nivel y cualificación que los que tratan a enfermos cardíacos, nefríticos u oftalmológicos, ofreciéndoles idéntica atención, afecto y entendimiento. No es así, y al enfermo, que por la propia etiología de la patología tiende a culpabilizarse, se le sigue mirando como algo raro, imperfecto, incluso peligroso, y aunque se sabe que son enfermedades no contagiosas, todavía corre el tópico que achaca a los médicos especializados en la cuestión altas probabilidades de contraer muchos de sus síntomas. Parece mentira, pero con todo lo que se ha avanzado en tantos campos del conocimiento clínico, las enfermedades emocionales siguen siendo tratadas como si los enfermos no fuesen tales, sino gente extravagante o débil incapaz de adaptarse a la vida y que por tanto no merecen ni las inversiones en investigación necesarias para la curación, ni las instalaciones adecuadas a su tratamiento, ni los protocolos apropiados para evitar el dolor añadido. Sólo quienes han padecido una enfermedad mental, saben de la fortaleza infinita que hay que tener para superarla o sobrellevarla.

Verónica Forqué era la sonrisa permanente, la dulzura, la inocencia y una actriz inmensa que llenó de disfrute la vida de muchos españoles con sus interpretaciones magistrales. Desde su aparición en el cine de la mano de Jaime de Armiñan en Mi querida señorita hasta Espejo, Espejo pasando por Kika, Las truchas, ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, El año de las luces, La vida alegre Bajarse al moro, Forqué no hizo otra cosa que hacer reír, que acompañarnos con su mirada limpia y profunda, que hacernos pasar magníficos ratos frente a la gran o la pequeña pantalla.

Todo vale en esa trituradora de mierda que son la televisión y las redes sociales. El espectáculo necesita sangre, cada vez más sangre

Siempre pensé que era un ser adorable, una persona única, alguien a quien había sonreído la vida gracias a ser hija del director José María Forqué y de la escritora Carmen Vázquez-Vigo, lo que en principio le habría permitido existir con holgura y comodidad, aunque eso no es, ni mucho menos, garantía de nada. Decía Marlon Brando en una de sus afortunadas frases -tenía otras muchas despreciables- que “un actor es aquel que sólo te presta atención cuando estás hablando de él”. No era así, al menos de cara al exterior, Verónica Forqué a quien nunca vi enfadada ni tratar a nadie con desprecio o altivez, a quien contemplé siempre atenta a lo que le preguntaban contestando a todo con la mayor lucidez y generosidad, intentando agradar, transmitir sosiego y alegría de vivir, algo así a lo que siempre me transmitieron Joan Manuel Serrat, José Luis Sampedro o Yolanda Díaz cada vez que aparece en la pantalla, sin odio, sin maldad, sin oscuridades, dando a la cámara lo que la cámara exige, esa transparencia que sólo las personas generosas y buenas pueden regalar.

Dicen que llevaba tiempo enferma. No lo sabía, como ignoro casi todo de su vida personal, no por nada, sino porque creo que no es cosa de mi incumbencia saber de su vida íntima. Quienes si sabían del sufrimiento de Verónica Forqué fueron quienes la seleccionaron para concursar en Master Chef Celebrity, programa tan español que ni una sola de las palabras del título forman parte de ninguna de las lenguas oficiales de España. Sabían que no estaba bien directores, productores, guionistas, presentadores y no sé hasta que punto el resto de los concursantes, aunque éstos no son responsables de nada. En todos los programas basura, y éste lo es, se busca el morbo, un protagonista o varios sobre los que cargar las expectativas de audiencia del programa. Es seguro que ninguno de los hacedores del concurso tuviese acceso al expediente clínico confidencial de la actriz, pero no cabe duda de que se percataron durante el rodaje de que sus reacciones eran desproporcionadas y nada consecuentes con la imagen que todos teníamos de Verónica. Aún así porfiaron y emitieron todos los programas grabados, esperando obtener los resultados televisivos esperados. Y en efecto, Forqué se convirtió en la máxima estrella del programa hasta que no pudo más. Risas, chascarrillos, estupefacción, hasta yo mismo pensé que era una persona odiosa y tiránica que nos había engañado durante décadas. Y no, era una persona enferma en un momento crítico de la enfermedad y lo que hizo la televisión fue transmitir su dolor, lo mismo que si hubiesen televisado el infarto o un ataque por cálculo renal de otro concursante. Simplemente, vergonzoso, indignante, nauseabundo.

En el mundo mediático dominado por anéticos en el que vivimos pedir respeto, racionalidad y humanidad a quienes han hecho de la basura un medio de vida es como escupir al cielo. Como cuando el Imperio Romano entró en decadencia, pero con muchísimos más medios, todo vale en esa trituradora de mierda que son la televisión y las redes sociales. El espectáculo necesita sangre, cada vez más sangre, el público pide tripas, cada vez más pestilentes, y el sistema decadente y fagocitador, ignorancia, toda la ignorancia del mundo, de todo el mundo. Esas son las claves del miedo, la indolencia, la crueldad, la insatisfacción que nos estragan como individuos y como sociedad. Frente a todo ello, frente a todos ellos, siempre nos quedará la eterna sonrisa de Verónica.

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Verónica Forqué y las flores del mal