jueves. 28.03.2024
oxfam campaña contra pobreza
Oxfam | Campaña “Construyamos un futuro sin pobreza”

“Aquel que más posee, más miedo tiene a perderlo”
Leonardo da Vinci


En uno de sus informes anuales, Oxfam, confederación internacional no gubernamental, que realiza labores humanitarias en 90 países y cuyo objetivo es reducir las desigualdades sociales y económicas en el mundo, bajo el lema “Construyamos un futuro sin pobreza”, titulaba con acierto: “Lo tienen todo, pero quieren más”; oración sin sujeto explícito, pero sobrentendido, pues, según ese adagio latino: “Intelligenti, pauca”, o, como decimos en castellano, a buen entendedor, con pocas palabras basta. En todos los tiempos, pero más en los actuales, a dicha oración le podemos poner múltiples y variados sujetos. Es seguro que la mayor parte de la ciudadanía pensaría en estos días, por sobradas razones, entre otros, o en “el rey emérito Juan Carlos”, o en “las compañías eléctricas” o en muchos de los que están apareciendo en los “Pandora papers”. En una época en la que las cosas son lo que son, en la medida en que son presentadas y analizadas por tantos medios y tecnologías, y valen en tanto en cuanto llegan a mostrar y convencer de que lo valen, la grandeza de la democracia debería necesariamente convertir en realidad lo que comunica y expresa en sus leyes: hacer justicia.

En cualquier democracia que funcione, donde debe primar el bien común sobre los intereses individuales, lo último que deberían hacer aquellos partidos e instituciones que, desde la responsabilidad, abogan por una política social y justa es mantener o aumentar la pobreza; la única solución para acabar con ella de forma estructural pasa por afrontar las desigualdades económicas, sociales, de género o raza, sin tramposos paliativos de promesas que jamás se cumplen; de no conseguirlo, como por desgracia sucede, habrá siempre ciudadanos de segunda y, por lo tanto, grupos excluidos de los frutos del desarrollo del que otros disfrutan. Existe un insoportable hartazgo al escuchar a las élites políticas, económicas o judiciales, en especial, a quienes se arrinconan y cobijan en las diferentes derechas, sobre la importancia de cumplir con la Constitución del 78. Lo tienen fácil, basta cumplir lo que dice su artículo 128, apartados 1 y 2, estrechamente relacionado con el artículo 33, apartados 2 y 3 de la Constitución, por los que se regula la función social del derecho de propiedad privada y la expropiación forzosa: “1. Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general. 2. Se reconoce la iniciativa pública en la actividad económica. Mediante ley se podrá reservar al sector público recursos o servicios esenciales, especialmente en caso de monopolio y asimismo acordar la intervención de empresas cuando así lo exigiere el interés general”. La función de un Estado democrático no es otra que desarrollar políticas públicas que reconozcan y eliminen dichas desigualdades y que mejoren los derechos de la ciudadanía, a quien sirven y por la que existen. Es un Estado fallido aquel que privilegia a unos pocos frente a la mayoría de la población, al reducir o limitar las políticas públicas y, con ellas, los derechos de los ciudadanos.

Es un Estado fallido aquel que privilegia a unos pocos frente a la mayoría de la población, al reducir o limitar las políticas públicas y, con ellas, los derechos de los ciudadanos

Sin pretender generalizar, pues obviamente hay personas muy poco éticas sin grandes recursos, como también existen otras con grandes recursos muy sensibilizadas con las desigualdades económicas, el psicólogo social de la Universidad de Berkeley, Paul Piff, que ha dedicado gran parte de su trabajo a estudiar las diferencias entre personas de clase alta y baja, ofrece, desde la ciencia social, un patrón de comportamiento y una explicación de por qué en determinados contextos se refuerzan una serie de actitudes que él sintetiza en esta contundente afirmación: “Cuanto más dinero se tiene, más posibilidades existen de cometer comportamientos poco éticos”. Un ejemplo de esta afirmación es la serie surcoreana “El juego del calamar” de Netflix; se ha hecho viral y está arrasando en todo el mundo, con críticas muy desiguales y justificadas, cuyo contenido incluye codicia, egoísmo, miedo, sadismo, violencia, tortura, una realidad que no es otra que la que esconde la naturaleza del ser humano en estado de vileza; vileza ética que le lleva a ser y comportarse tal como lo vive, en una miseria devastadora enfrentado a la atrocidad de un juego de roles de poder; en el marco de esta deleznable y violenta codicia, la serie está generando a la productora un impacto económico de 891,1 millones de dólares cuando sus costos de producción han sido apenas 21,4 millones; no era de extrañar, pues, que, con tales beneficios económicos, haya producido ya una segunda temporada.

Dentro del rechazo moral que a muchos produce la serie, se esconde una intención positiva: la finalidad que persigue el director y guionista, Hwang Dong-Hyuk, es hacer una crítica social vertebrada en torno a la desigualdad socio-económica de la ciudadanía, donde la clase media cada vez está más diluida y donde la élite económica, de forma sádica, puede permitirse el lujo de vejar a los estratos sociales más desfavorecidos, mostrando, desde la miseria del engaño, un ejemplo claro de demagogia política cuando dicha élite del poder económico en la serie hace creer a los jugadores que las reglas del juego son democráticas.

Al tejer e hilvanar estas reflexiones, cuyo objetivo es justificar la dura injusticia que encierra el título “Lo tienen todo, pero quieren más”, hago unas rápidas referencias históricas y filosóficas. Después de la Primera Guerra Mundial surgió una corriente cuya estrategia fue encontrar nuevas vías entre el liberalismo y la planificación económica por parte del Estado; en 1938, el economista alemán Alexander Rüstow, acuñó un neologismo a tal movimiento: “neoliberalismo” o teoría política que tiende a reducir o limitar la intervención del Estado en asuntos económicos y jurídicos. El neoliberalismo elogia y comprime la ética haciendo del egoísmo un valor importante, convierte la codicia, que era un vicio privado, en una virtud pública; la codicia, opuesta a la generosidad, es un dogma esencial para los neoliberales; el neoliberalismo se ha convertido en una visión completa de la sociedad, del individuo y de la moral; una ideología económica para la que el mercado es una especie de ente metafísico que ordena y conduce la sociedad -según creen ellos,- de manera eficiente y justa, pero que no deja de ser un modelo aceptado de egoísmo y codicia.

El origen etimológico de codicia viene del vocablo latino “cupiditas”, que se define como un afán desmedido de riquezas, un deseo voraz de poseer lo que sea, no solo dinero o riquezas. Lo que caracteriza al codicioso es un interés propio, un egoísmo que nunca consigue satisfacer. Para el codicioso nunca nada es suficiente; es como el agua salada, cuanto más se bebe más sed da. Analizando la codicia y a aquellos que la poseen, lo más suave que de ellos se puede decir es que carecen de ética.

En una de sus conferencias en 1919, decía Max Weber que toda actividad orientada según la ética se subordina a dos máximas totalmente diferentes e irreductiblemente opuestas. Se puede orientar según la ética de la responsabilidad o según la ética de la convicción, pero existe una clara oposición entre la actitud del que actúa según las máximas de la ética de la convicción y la actitud del que actúa según la ética de la responsabilidad. La ética de la responsabilidad opuesta a la de convicción se parece mucho a la conducta resignada de los que, honesta o interesadamente, consideran que poco puede hacerse para alterar el curso natural de las cosas o la jerarquización natural de la sociedad; primar la ética de la convicción sobre la ética de la responsabilidad consiste en someter la economía a la política, pero poniendo la política al servicio de la ética. Sin embargo, siguiendo la distinción de Weber, desde 1990 hay quienes muestran su preferencia por la ética de la responsabilidad sobre la ética de la convicción; se intenta justificar así una especie de pragmatismo blando y resignado hasta devenir en una práctica política crecientemente conservadora ya que, sin la ética de la convicción, se imposibilita realizar cambios progresistas que signifiquen un auténtico avance para aquellos que se encuentran en estado o posición subordinada de desigualdad social. Es hora de enfrentar este debate, pues el debate sobre la desigualdad es, debe ser, esencialmente un debate político; ¿cómo?: defendiendo sistemas eficaces de derechos civiles en la conquista de derechos sociales, económicos y culturales para las clases más deprimidas y evitar las desigualdades y discriminaciones de clase, género, raza y orientación sexual. La democracia debe cumplir el rol de garantizar que los conflictos de intereses se discutan en la arena pública y que sus resultados lleven a garantizar el respeto a los derechos en beneficio del conjunto de la población.

La participación ciudadana, tanto social como política, es clave para asegurar el necesario contrapeso a los intereses codiciosos de las élites en el debate público

La participación ciudadana, tanto social como política, es clave para asegurar el necesario contrapeso a los intereses codiciosos de las élites en el debate público. ¿Cómo?: optando por el “pesimismo de la inteligencia”, siempre necesario para no perder la lucidez frente a los hechos al reconocer las dificultades que impone el uso de la razón, pero sin perder el “optimismo de la voluntad”, indispensable para mantener el principio de esperanza de que cuando se quiere, se puede, pues más vale navegar con dificultad que hundir el barco.

¿Por qué es tan difícil poner en marcha estas políticas? Para analizar la viabilidad de aquellas propuestas políticas para acabar con las desigualdades y la pobreza, se hace necesario saber quiénes se benefician de ellas y quiénes no, quiénes las facilitan o quiénes las obstaculizan; implementar dichas políticas de modo eficaz no se consigue sin empeño decidido ni se da en el vacío, se produce siempre en espacios donde el poder es asimétrico, y cuando se llevan a cabo en contextos de desigualdad y pobreza profundas, pero se permiten mecanismos en los que unas élites controlan el poder o influyen en él, se desvirtúa la naturaleza de las instituciones democráticas, llegando, en ocasiones, a un proceso en el que unos pocos, que no han sido elegidos por los votos del pueblo, llegan a controlan el poder, pues, desde el anonimato, influyen, condicionan y gestionan la política, según sus intereses, al mantener y reforzar la cultura de los privilegios y el amiguismo. Cuando se impone la codicia del poder y del dinero, tener claro el valor y la importancia de lo que es justo social y políticamente, no es garantía ninguna de que se va a llevar a cabo con éxito.

La frase “¡Es la economía, estúpido!” fue eje de la campaña electoral de Bill Clinton en 1992 que le llevó a la Presidencia. Cuando se formuló por primera vez no tenía un propósito financiero, sino político. Hoy representa un ejemplo de éxito en el marketing político y es una de las frases más repetidas por articulistas y expertos en el ámbito económico; y, aunque cueste reconocerlo, durante estos años de pandemia, en muchos países y en algunas Comunidades autónomas, se ha primado la importancia de la economía sobre la sanidad y la salud, sin embargo, en el ámbito de los valores su éxito carece de valor y ética. Nadie duda de la dificultad que encierra resolver las desigualdades económicas, pero una parte importante de la ciudadanía tiene muy claro que se puede comenzar a trabajar en valores y actitudes que ayuden a construir una sociedad más justa o, al menos, con más posibilidades de serlo.

La innovación y el talento son vectores clave para el progreso y el bienestar de un país y fundamentales para reducir las desigualdades, crear puestos de trabajo justos y estables y situar al país y los ciudadanos en la pista de cabeza de un mundo mejor, más sostenible, más justo y más inclusivo, y donde la colaboración y la solidaridad sean la mejor condición para ser razonablemente competitivos. Mas, conviene siempre tener claras referencias respecto a los objetivos pretendidos y compararlos con los resultados obtenidos; sin ser triunfalistas ni optimistas, esto se llama realismo. Y realismo es saber que, en democracia, la salud no es un negocio. Traficar con la salud de la ciudadanía es una indignidad, y donde hay memoria, no debe haber olvido. En estos tiempos de pandemia, en el marco de una falta de transparencia, mucha opacidad y una calculada ambigüedad, la relación que ha existido en los precios de las obligadas mascarillas, la oscuridad en la fabricación, precios y envíos de las diferentes vacunas y el interés promocional inicial de los laboratorios farmacéuticos, los medicamentos, mascarillas y vacunas han pasado de ser bienes esenciales a simples objetos de consumo y enriquecimiento codicioso de fabricantes y laboratorios. Iniciar la investigación o introducir nuevos mercados sin apenas inversión adicional, con la ayuda y apoyo económico de muchos países (por ejemplo, la Unión Europea y países de la OCDE) y con un número de clientes asegurado en continuo crecimiento, es un negocio redondo, sin duda, para toda empresa cuyo principal objetivo es obtener el mayor beneficio económico posible con los resultados de su investigación o actividad.

Es inmoral que “aquellos que lo tienen todo” intenten especular con el alto precio de mantener con vida a los ciudadanos

En el marco de estas premisas que, desde mi ignorancia, pueden ser discutibles, me detengo en las últimas noticias aparecidas sobre la farmacéutica suiza Novartis y su medicamento Zolgensma contra la atrofia muscular espinal, una rara dolencia genética que impide el desarrollo motor de los recién nacidos y que en las situaciones más graves reduce su esperanza de vida a apenas dos años. Con esta grave enfermedad, sólo en España, nacen cada año entre 30 y 40 niños, con la particularidad de que esta innovadora terapia génica, para ser efectiva, debe aplicarse de forma precoz. Por cada dosis de Zolgensma, en una sola inyección intravenosa, la farmacéutica Novartis pide a la sanidad pública casi dos millones de euros. Sin las proteínas de esta inyección, las neuronas mueren, ya que los niños no logran desarrollarse de forma autónoma. Inyectada esta carísima proteína, la Agencia Europea del Medicamente exige a la compañía Novartis aportar toda la información adicional necesaria para comprobar los beneficios y riesgos observados a medida que el niño que la ha recibido va evolucionando y se comprueba que la eficacia esperada se cumple.

Por otra parte, con la esperanza de llegar a curar estas enfermedades raras, hasta ahora incurables, estos medicamentos son cada vez más caros, disparando la preocupación por la sostenibilidad de los sistemas sanitarios, poniendo el foco en las políticas de precios de las industrias farmacéuticas y teniendo en cuenta, ante el elevadísimo precio, la razonable incertidumbre sobre su efectividad. En situaciones de necesidad mundial en las que la salud de los ciudadanos, sean éstos, millones o simplemente cientos, en función de la gravedad de su enfermedad, nadie debería discutir la primacía y el valor superior de la salud sobre la economía. Y más, con el calculado secreto que los grandes laboratorios farmacéuticos guardan en relación con los costes de investigación y producción. Y lo que es aún más inadmisible, pues “lo tienen todo, pero quieren más”, como ha sucedido con el tema de las vacunas, cuando estas empresas farmacéuticas fijan de partida un precio oficial elevado y después “trapichean” con los sistemas sanitarios de los distintos países sobre cuánto están dispuestos a pagar para ir rebajándolo un poco, a semejanza de los mercados de ciertos países, según la economía del país. Es verdad que los laboratorios farmacéuticos invierten mucho dinero en investigación con el fin de conseguir un medicamento eficaz con ciertas enfermedades; pretender recuperar lo invertido, especialmente en casos de enfermedades raras, entra dentro de una lógica razonable, pero no está justificado cuando se desconoce lo invertido, cuando los precios están inflados o son escandalosamente abusivos y, menos, habiendo obtenido parte de la financiación con el apoyo económico de países e instituciones internacionales.

¿Son consciente las industrias farmacéuticas de que el horizonte de su trabajo debe ser la persona y su salud y no su beneficio económico?; ¿tienen asumido que su función como empresas sanitarias exige no perder de vista el referente de la ética y que sus fines, su rentabilidad económica, no deben oscurecer la valoración ética de dicha rentabilidad? Cuando esto sucede, cuando es evidente su desmedida codicia, los gobiernos, en el marco de la legalidad internacional, deberían comprar, incluso quitar, las patentes a estas empresas farmacéuticas y facilitar dichos medicamentos en forma de genéricos. Es inmoral que, “aquellos que lo tienen todo” intenten especular con el alto precio de mantener con vida a los ciudadanos.

“Lo tienen todo, pero quieren más”