jueves. 18.04.2024

No soy médico, ni enfermero, ni tengo un empleo de ningún tipo en un establecimiento sanitario. No soy policía, ni bombero, ni miembro de algún servicio de protección civil. Ni personal docente, ni me ocupo de ninguno de los múltiples servicios esenciales. Tampoco soy funcionario de prisiones. Ni soy funcionario público encuadrado en alguna mutualidad específica ad hoc. Ni he tenido oportunidad de hacer trampas por ocupar un cargo público con esa posibilidad. No soy infante de España ni viajero a un emirato árabe.

Por otra parte,  tengo más de 65 años y menos de 80 por lo que estoy excluido de recibir la vacuna que ha estado, hasta ahora, administrándose en España. Por no tener, no tengo ni la posibilidad de entrar en un programa de experimentación voluntaria para recibir una segunda dosis de una vacuna distinta de la recibida en la primera dosis y que, ahora, está bajo sospecha. Sencillamente, porque, efectivamente, no he recibido ninguna primera dosis de nada. Tampoco he visto que pueda comprar una vacuna en google como último recurso.

En definitiva, no me han vacunado contra el coronavirus ni tengo más esperanza de que lo hagan que confiar en las previsiones del presidente del gobierno el pasado 6 de abril. Pero, eso, fue justo un día antes de que asistiéramos a un auténtico lío entre las autoridades europeas, el gobierno español y las autonomías sobre el uso de las vacunas. Por ello, esas esperanzas decayeron ligeramente y creo que voy a ser minoría: la de los pocos ciudadanos que, teniendo un riesgo alto de mortalidad por edad, no tenemos una esperanza de un poco más de vida basada en una vacuna contra el coronavirus.

Pero, eso, significa que podemos ser un último refugio para el virus ya que, impedido de prosperar en otros individuos/as, se cebe en nosotros, es decir en gente como yo, que nos convertiremos, así, en portadores preferentes de la enfermedad. Es decir, seremos un auténtico peligro público.

A lo mejor, alguien ha pensado en qué hacer con nosotros. Posiblemente aislarnos "a lo chino", bajo la vigilancia de expertos venido de Wuhan, en nuestras propias casas con el conveniente cordón sanitario que comprenda varias manzanas rodeadas por fuerzas de seguridad. Quizás nos recluyan en zonas especiales según los modelos del  apartheid, de las reservas indias o, quien sabe, de los guetos ya conocidos. Y no quiero pensar en cosas peores.

Se me ocurre que todo ello responda a algún criterio ecológico tras considerar al virus como un animalito clasificable como especie en extinción. En ese caso, hay que reconocerlo, debería ser comprensible: si se salvan a especies tan poco relacionadas con el hombre como las ballenas o el lince ibérico, ¿por qué no salvar a un animalito que ha estado conviviendo, no solo "con" nosotros, si no "en" nosotros, durante este tiempo. Casi estoy por asegurar que, por el mantenimiento ecológico del planeta, deberíamos dar por bueno nuestro destino los que nos encontramos en la situación en la que nos encontramos. Sobre todo, ahora, que se ha aprobado lo de la muerte digna.

Claro que también puede ocurrir otra cosa y es que, con el lío que, aparentemente, tienen, un día me llamen para vacunarme. Declaro bajo juramento (o promesa, a elegir) que mi mujer, que también pertenece al selecto club en el que milito, ha recibido un mensaje a su teléfono en el que la citaban para vacunarla. El problema era que la llamaban por otro nombre que no era el suyo y mientras estaba pensando en si ir o no ir a la cita, recibió otro mensaje diciendo que se habían equivocado.

Así estamos.

 

Soy un peligro público