viernes. 29.03.2024
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En los años setenta del siglo pasado reverdeció con intensidad el casi eterno debate dicotómico entre la llamada democracia representativa y la directa que tuvo no poca influencia en los modelos de izquierda en la transición española. Una suerte de puesta en valor sobre la capacidad ejecutiva de los movimientos sociales en el poder de la cosa pública por superación (para algunos ideólogos y sociólogos relevantes) del sistema de representación partidaria considerada como elemento no disociado de la “democracia burguesa” y, por ello, formando parte de la esencia propia del capitalismo. La democracia representativa se presentaba ya desde entonces por una parte de la izquierda española como un modelo a superar como obsolescencia programada, camino en el que ya  por entonces transitaba incluso algún ministro del actual gobierno español.

El tema siempre ha sido recurrente desde el nacimiento de la primera internacional y ha recorrido transversalmente el espinazo histórico de la izquierda desde los soviets llegando hasta nuestros días con diferentes formatos y metalenguajes. Nadie parece escapar a la tentación de justificar sus opiniones, al margen de su posicionamiento político e ideológico o filosófico previo, como si estuviesen avalados por un pensamiento unívoco de toda la sociedad o de su “gran mayoría”. No se habla desde el dogma sino en nombre de la “gente” (en otros tiempos las masas o el proletariado). No se opina desde la parte sino que se aspira a representar al todo emanante de una especie de derecho natural colectivo. No se defienden intereses particulares sino que se justifican como interés general. Como decía el maestro Don Miguel Delibes “me tengo maliciado que los intereses siempre quieren coincidir con lo justo”. Y el peor error ha sido creer que los procesos de movilización social o sus formas organizativas asamblearias eran elementos configuradores de una “democracia directa”, ajena a la tradicional representación partidaria, como patrimonio político exclusivo de la izquierda social y política.

La historia pasada y reciente nos da muestras abundantes de lo contrario. Desde los enormes movimientos fascistas del siglo XX que se inician en la “marcha sobre Roma” mussoliniana pasando por los modelos de representación del neofascismo español y su democracia orgánica (familia, sindicato, municipio) hasta las movilizaciones del populismo y la ultraderecha que asoman el planeta hoy cada día y toman el poder desde una vertebradísima organicidad de la sociedad civil, que comprende cosas enormemente dispersas pero globalmente interconectadas.

Son esos sectores afianzados y ultra defensores de valores conservadores y de un sistema capitalista deshumanizado los que más propugnan hoy la acción social directa y el apoliticismo

Esos movimientos van desde el kukuxklán al tea party americano; desde los negacionismos de todo tipo hasta los movimientos ultra religiosos y la manipulación de las redes sociales, por las zonas oscuras de los poderes sociopolíticos, como tótem global de los nuevos “goebels mediáticos”. Que inmenso error de izquierda la ilusión quimérica de que los creadores, propietarios y gestores de esa increíble tecnología iban a permitir que fuese usufructuada por los movimientos sociales de progreso como una nueva forma libertad individual y democracia frente a los status establecidos para ponerlos en la picota.

Por todo ello se está produciendo un fenómeno de usurpación del concepto “sociedad civil” cada día más manipulado, al igual que los de libertad o constitucionalismo, por los sectores de la ultraderecha o ultra liberales que más tienen en su mochila dictaduras sangrientas y desastres humanitarios para imponer sus modelos socioeconómicos y de poder que otra cosa. Pero ese mensaje penetra cada día más como lluvia fina en sociedades aparentemente avanzadas políticamente. No es un fenómeno español, como podemos comprobar cotidianamente con solo leer o escuchar a los medios de comunicación global que nos bombardean en esa dirección, sino una estrategia internacional perfectamente definida.

Curiosamente son esos sectores afianzados y ultra defensores de valores conservadores y de un sistema capitalista deshumanizado -sin los estorbos socialdemócratas de la economía mixta y toda su parafernalia del interés público y el estado del bienestar- los que más propugnan hoy la acción social directa y el apoliticismo. Son ellos los que más ponen en cuestión el sistema de partidos y la representación democrática nacidos de las urnas y del sufragio universal. Un sufragio que solo es “legítimo” cuando les permite el acceso al poder como estamos comprobando día sí y día no en nuestro país.

Son también los que cuando alcanzan el poder intervienen “sin complejos” en los diferentes poderes del estado para perpetuarse utilizando desde las “policías patrióticas” hasta su influencia en los sectores más conservadores de la judicatura o las fuerzas armadas para desarticular los elementos más genuinos y representativos de la democracia, poniendo la bandería y la monarquía por encima de la soberanía nacional que nunca se podría considerar democrática si no emana del pueblo. Esa idea de democracia orgánica heredada de un franquismo demasiado latente en la derecha española esta aun ahí. Y se disfraza de sociedad civil. Y se apropia de todo lo español. Y ya tienen líderes y lideresas reconocibles. Defender la democracia representativa y el papel de los partidos políticos sin adjetivos es hoy, una vez más, la prioridad. Lo fue en el siglo XX y lo es ahora… tal vez lo será siempre en la lucha por los valores democráticos. 

La sociedad civil y las democracias orgánicas directas