martes. 23.04.2024
diaz_ayuso

“El poder vuelve estúpidos a los hombres”
Nietzsche


De forma inesperada, apenas ha pasado un año y el mundo ha cambiado drásticamente; la esfera pública está cada vez más polarizada y nuestra democracia necesita ajustes para evitar el tribalismo o la desaparición de partidos que surgieron hace pocos años para regenerarla. Lo estamos contemplando ante nuestros ojos; somos testigos de un acontecer de la historia que está cambiando el mundo. Vivimos en un mundo y en una España que se transforma segundo a segundo; formas de vida, de relacionarnos, de ideas y valores con los que hemos ido creciendo se han transformado o están desapareciendo. Hemos tenido que aprender a hacer nuestro trabajo de otra manera, a relacionarnos con las personas e instituciones, incluso con los miembros de nuestra propia familia y amigos de forma diferente.

La lista de cambios podría ser innumerable; aún estamos asistiendo atónitos a este proceso de cambio continuo en nuestro entorno. En nuestro actuar diario nos sentimos perdidos o, cuando menos, desorientados; la incertidumbre es un paraguas que cubre nuestras vidas; y, aunque la vida siempre ha estado en constante movimiento, no por capricho del azar, sino como resultado de nuestras propias decisiones, hoy las circunstancias nos obligan a ajustar la brújula para conducir nuestra vida y la trayectoria de la propia sociedad; percibimos que todo lo que nos rodea se tambalea; como titulaba su libro Antonio Muñoz Molina, “todo lo que era sólido” se viene abajo, pero no lo vemos o no lo queremos ver: “la corrupción, la incompetencia, la destrucción especulativa de las ciudades y de los paisajes naturales, la multiplicación alucinante de obras públicas sin sentido, el transfuguismo interesado, el tinglado de todo lo que parecía firme y próspero, hasta la falta de ejemplaridad de la monarquía emérita, ahora se hunde delante de nuestro ojos”; y para que todo esto esté sucediendo ha hecho falta que confluyan la gestión de los malos políticos, se quiebre la legalidad, aumente la duda acerca de la objetividad de los que imparten justicia, aumente sin medida la ambición y la codicia por el poder, desaparezca en la ciudadanía el espíritu crítico, se imponga el atontamiento de la complacencia colectiva por las mentiras y la banalidad de las redes sociales y se generalice la estúpida pereza de estar de acuerdo con los que se presentan a ser elegidos como valedores y salvadores de la sociedad y darles siempre, sin análisis y crítica alguna, la razón.

Cuando todo se viene abajo es porque han fallado los cimientos: las instituciones, los partidos políticos, las ideas, las tecnologías, la banalidad de la falsa información, el digno trabajo, la incompetencia de los malos políticos, la propia democracia… Y si la democracia no se enseña a la ciudadanía con el ejemplo y no se practica en la vida cotidiana, sus grandes principios quedan en el vacío o sirven como pantalla a la corrupción y la demagogia. Una sociedad sin cimientos se viene abajo con mucha facilidad y obliga a los ciudadanos a que nos movamos en diferentes y contrarias direcciones, creyendo, ilusos, que por cualquier avenida vamos a llegar a ese futuro que nos habíamos propuesto. El mundo gira y el tiempo no se detiene; avanzamos por el camino de la vida, cerrando ciclos e iniciando otros; y la pregunta es doble: ¿a dónde vamos y quién nos dirige?; en cualquier caso, a la primera debemos responder con la ética y la responsabilidad de nuestras propias acciones, obligados a llevar siempre con nosotros una brújula que nos indique la dirección a seguir hacia ese “norte” que hemos elegido como destino; a la segunda, responderemos con nuestra reflexión crítica sobre los políticos y su gestión y, en particular, con nuestro meditado voto en las elecciones, a aquellos políticos y proyectos que mejor defiendan y gestionen, desde la honradez y la transparencia, a los más débiles, a los que más lo necesitan.

Decía Louis Dumur, el dramaturgo, novelista y poeta francés, con una ironía no carente de objetividad, que la política es el arte de servirse de los hombres haciéndoles creer que les sirve a ellos. Pudiendo poner otros ejemplos, traigo uno de los más claros por su oportunismo, su indisimulado aire de grandeza y su infinita ambición por el poder: Albert Rivera que, a causa de su “vedetismo narcisista”, en su momento perdimos lo que pudo ser el pacto “Ciudadanos-PSOE”; Rivera nunca fue un político honesto; fue un arribista “lampedusiano”, como describe Dumur. Hoy, quien desde su partido “vino a regenerar la política española” frente al partido socialista y el partido popular, el exlíder de Ciudadanos va a dirigir, “utilizando las criticables puertas giratorias”, el nuevo Instituto de Liderazgo y Formación Política en el Centro de Enseñanza Superior Cardenal Cisneros de Madrid; ¡qué ironía!; va a liderar un Instituto de Formación Política quien, con su ambición y desnortada gestión ha llevado a la desaparición a esa escoria descompuesta de partido que, como los fuegos artificiales, brillan fugazmente para convertirse de inmediato en cenizas. Hoy Rivera está demostrando que era un “bluf” oportunista y Ciudadanos, un partido sin brújula ni liderazgo, al que le faltan principios y líderes honestos y le sobran intereses; se ha convertido en la muleta necesaria del PP al permitirle mantenerse en el poder a cambio de la compra de algunos de sus tránsfugas por “cuatro denarios y un plato de lentejas”. Militantes y cuadros “naranjas” están llegando a las “costas azules”; ante la pérdida de poder, se están subiendo al barco popular; este transfuguismo masivo lo mueve en la sombra el propio Rivera, ayudando a Casado y a Egea a sumar tránsfugas a las listas electorales populares. Desde el encuentro del Trio de la Plaza de Colon, un partido que vino a regenerar los vicios de la vieja política democrática ha ido creando, irresponsablemente, muchos de los problemas actuales y los que aún puede crear hasta su próxima y pronta desaparición.

En nuestra política actual, la vieja pugna entre izquierda y derecha se ha teñido de maniqueísmo por ambos lados

El Maniqueísmo fue una doctrina filosófica y religiosa fundada en el siglo III por el príncipe persa Manes; defendía la existencia de dos principios reguladores, creadores y absolutos, en eterna pugna entre sí: el bien y el mal. El término maniqueísmo se utiliza también para referirnos a la actitud de quienes consideran que todo es bueno o malo en modo absoluto; quienes lo defienden, mantienen una actitud y ven la realidad sin establecer ningún tipo de matiz o consideración; todo lo reducen a dos principios opuestos. En nuestra política actual, la vieja pugna entre izquierda y derecha se ha teñido de maniqueísmo por ambos lados. Para unos, la izquierda es el bando del bien y la derecha el del mal; para los otros, al contrario, la derecha es el bando del bien y la izquierda el del mal. Más que argumentos o evidencias, el maniqueísmo es una suerte de fe irracional de una concepción equivocada del mundo. ¡Qué difícil resulta discutir con quien adopte esta concepción desde la dimensión religiosa, filosófica, social o moral de la política! El maniqueo en política siempre asume que está del lado del bien; cuando se reúne con otros que piensan como él, se siente feliz y seguro porque, en su opinión, defiende la causa correcta, pues no puede haber error cuando uno milita en el bando del bien; son los otros quienes están equivocados y, peor aún, quienes siembran el mal en la sociedad. Consideran imposible hacer política con ellos, llegar a acuerdos: se vetan mutuamente: ¿cómo llegar a hacer política, pactar, acordar, negociar con aquellos a los que consideran malvados?, su opción es eliminarlos. Y así lo estamos viendo en el Congreso: insulto tras insulto, descalificación tras descalificación. Pero la democracia no puede estar pintada de blanco y negro: hay que aceptar las tonalidades de la paleta democrática que admite la Constitución; de ahí que a los maniqueos no les guste la democracia; la consideran un sucio proyecto político que permite que el bien y el mal se confundan. La crítica del otro sin autocrítica es una posición que fácilmente cae en la superioridad moral. Los grupos que con razón y plena legitimidad se manifiestan en contra del gobierno deben cuidarse de no caer en el maniqueísmo político. En realidad, en nuestra sociedad (políticos, medios de comunicación y ciudadanos) hemos caído en un maniqueísmo simplista; dividimos el mundo entre los que nos caen bien y los que nos caen mal, entre los que coinciden con nuestras ideas y nuestra concepción de la política y los que se oponen a ella.

Este simplismo político es inaceptable y hace inviable la convivencia; se necesita más que nunca inteligencia política y democrática, es decir, aprender a comprender, a analizar, a juzgar, a buscar la verdad. Resulta clarificador leer el artículo de Daniel Innerarity en el diario “El País” del pasado lunes titulado “Contra la superioridad moral”; para el autor, en la vida política no se disputan valores enfrentados sino más bien concepciones diversas de esos valores; aunque lo pretenda, ninguna ideología tiene una interpretación completa y correcta del mundo; caemos en la torpeza no sólo de creernos mejores, sino superiores; es el maldito supremacismo, importado y extendido por el “trumpismo”. Ejemplo claro de un maniqueísmo perverso y excluyente es la frase de la presidenta Ayuso de la Comunidad de Madrid al contraponer en la presentación de la convocatoria de elecciones para el 4 de mayo: “Socialismo o libertad”; o, su nueva versión: “Comunismo o libertad”. Ese y no otro es el maniqueísmo simplista e irresponsable del discurso de esta mediocre política. Y no solo porque ha demostrado una vez más una falta de respeto moral al adversario, sino por carecer de inteligencia política, porque sencillamente ignora que el socialismo es libertad. Es indecente que la señora Ayuso, y lo han repetido Casado y Egea, se quieran apoderar y atribuir ser los dueños de la libertad. Ignoran que sin dignidad no puede haber libertad; y ellos hace tiempo que han abandonado la dignidad al creerse no mejores sino superiores, adueñándose del insulto y la descalificación. Como concluía el profesor Innerarity en su artículo, “tratándose de cuestiones políticas es preferible aspirar a ser mejor que a ser superior”.

Cuando el maniqueísmo se adopta como una manera de ver y entender la vida social, se prostituye la convivencia y se divide a los ciudadanos en dos bandos en lucha permanente: el bando del bien y el del mal; teniendo en cuenta este falso dilema, desde la perspectiva simplista de un equivocado optimismo filosófico, social o ético, el fin de la historia humana tendría que dirigirse al triunfo de los buenos por la eliminación de los malos. Pero ¿sabemos, acaso, en estos momentos de incertidumbre y confrontación de nuestra política quiénes son los buenos y quiénes los malos? No es admisible, como quiere la ultraderecha mundial, también la española, iniciar “nuevas cruzadas” para acabar con los “que no creen en dios”, teniendo como “dios y religión” que la única verdad es la suya. Si admitimos que la historia debe ser progreso, las nuevas formas de vivir se deben oponer a las arcaicas formas de pensar. Las atrasadas y dogmáticas ideologías no pueden entrar en conflicto con las nuevas formas de estar y ser en la vida.

Hemos cambiado los “valores sociales” en favor de unos “valores de poder” que degradan la ética de la propia sociedad civil y política en la que vivimos

Estamos entrando en la banalización de los valores cívicos llegando a tocar el límite de la degradación democrática; hemos cambiado los “valores sociales” en favor de unos “valores de poder” que degradan la ética de la propia sociedad civil y política en la que vivimos. Para el sano pluralismo la sociedad se compone de diferentes modelos y grupos de participación política, entre los cuales se reparte y distribuye el poder. Se hace necesaria de forma imperiosa la tarea de construir un país democrático fuerte, en el que la ciudadanía, toda la ciudadanía, que respete las reglas democráticas sea y se sienta representada y respetada. La acción política y el rol de la sociedad civil son fundamentales a la hora de crear los escenarios para una sociedad cada vez más justa y equitativa en la que los propios actores puedan contar con los recursos imprescindibles para desplegar la vigilancia democrática y comunitaria. La construcción y el uso de puentes y espacios de acción común resultan esenciales para que la participación activa pueda ser real y que el pluralismo se lleve a cabo en prácticas positivas de movilización y crítica constructivas.

Quienes nacimos en la dictadura y crecimos luchando contra ella, al final, muerto el dictador y alcanzada la democracia, fue la propia democracia y los valores y principios que la conforman los que nos fueron enseñando a ser demócratas; no fuimos demócratas de repente, a toque de varita mágica; tuvimos que ir aprendiendo lo que era construir democracia en un proceso largo y complicado; la propia fragilidad de la nueva democracia, nacida en condiciones vulnerables, necesitó una lenta y sana pedagogía para hacer “demócrata” a una ciudadanía que había sido vacunada con los principios del movimiento y, por tanto, con antígenos de alto rechazo autoritario, hasta llegar a calar de verdad en la vida y en las instituciones de los españoles; aún todavía somos conscientes de la resistencia de algunos partidos a asumirla en su totalidad. En los procesos educativos, quienes hemos sido profesores, bien sabemos que se pueden aprobar leyes, normas y reglamentos, pero qué difícil y cuánto tiempo se tarda en crear aquellos hábitos que calen en la conciencia, en el pensamiento y en la vida diaria de los alumnos. Todo el conjunto de principios, derechos y valores que contiene nuestra perfectible Constitución pertenecen, por así decirlo, a una esfera distributiva en la que no todos los ciudadanos participan, aceptan y cumplen de igual manera, pues un bien, como es la democracia, puede ser valorado, asumido y realizado según la propia percepción y responsabilidad ética y social de cada ciudadano; estamos viendo que usando las mismas palabras no les damos idénticos contenidos; para cada ciudadano los valores democráticos le pueden interpelar y exigir su cumplimiento conforme a su formación, su moral y su responsabilidad, de ahí, la sólida y necesaria educación para la ciudadanía y los valores humanos y democráticos.

El periodista y escritor británico Julian Borger, en uno de sus artículos sobre los últimos foros del G20, principal espacio de deliberación política y económica del mundo que, en sus inicios, fue un intento de alcanzar una cierta y necesaria armonía entre los gobiernos globales azotados por la incertidumbre económica, critica que esa voluntad de trabajar juntos para racionalizar los mercados, con el tiempo y la presencia de determinados líderes mundiales, se han transformado en un escenario donde un grupo de poderosos personajes estrafalarios confluyen para representar un psicodrama inspirado en las tensiones internacionales del momento: un gran circo integrado por gente como Erdogán, Putin, Xi Jinping y, por supuesto, Donald Trump; él los llama, el Foro de los hombres fuertes, pero ridículos. Pero no hace falta acudir al G20 para encontrar divos sobreactuados y ridículos. En España también los tenemos, en el mundo de la política, de las instituciones, de la economía, de los medios de comunicación, de la iglesia, incluso, en el mundo del arte y la cultura; en España abundan, como en el G20, personajes ridículos: narcisos unos, invisibles otros y egoístas muchos.

Recurriendo una vez más a la historia de la filosofía, aunque no comparto su concepto de Estado ideal, para Platón el objetivo de la política era el perfeccionamiento y la felicidad de todos los ciudadanos; puesto que cada uno no se basta a sí mismo, el ser humano necesita vivir en sociedad; para conseguir un Estado, una sociedad perfecta, el ideal platónico lo representaba la ciudad justa, formada por hombres justos y virtuosos; y, si es evidente que no todos los hombres están igualmente dotados por naturaleza para realizar las mismas funciones, cada uno tiene algo diferente que aportar para una sociedad perfecta; y para que ésta funcione, cada uno debe ejercer su función de forma virtuosa, decía Platón. Pero ¿quién debe gobernar?; según Platón, deberían gobernar los mejor dotados para ello, sirviendo al bien común y a la justicia; y ¿quiénes son éstos?: para el filósofo, los mejores eran los “ἄριστοι”, que en la antigua Atenas eran los mejores en términos de nacimiento, rango y nobleza, incluyendo la connotación moral; en consecuencia, en el orden de las formas de gobierno el filósofo griego propuso la forma vertical, la aristocracia como la mejor forma de gobierno y no la horizontal, la democracia. Si un sabio como Platón no tenía en alta consideración la democracia, ¿cómo es que ésta se ha convertido en el sistema político actual de la mayoría de Estados del mundo occidental?; debemos admitir que Platón no acertó; pero, ¿acaso podemos admitir hoy que el partido político más votado es el mejor? De llegar a esta conclusión estaríamos afirmando que lo aprobado por la mayoría seria lo bueno y verdadero; en este caso, estaríamos defendiendo una falacia, un engaño, la llamada “falacia ad populum”. En democracia, los resultados no se pueden catalogar como “verdaderos” o “falsos” de acuerdo al número de votantes; sólo se puede afirmar que el resultado es el que quiere el mayor número de personas y, en democracia, es legítimo y suficiente. Sin embargo, votar por una solución como método para saber si una afirmación es cierta o falsa es falaz e incorrecto; así lo sería, si una mayoría de ciudadanos votase por el “terraplanismo”, o como sucedió con la Iglesia católica, condenando la ciencia, votó durante siglos por el “geocentrismo”. Esto sucede así porque la votación puede llevarse a cabo a través de prejuicios y no a través de argumentos.

La invitación de Ayuso a elegir en mayo entre socialismo o libertad da la medida exacta de la distorsión que introduce en el escenario electoral y la peligrosa banalización de su discurso

Yendo al terreno actual de unas elecciones democráticas convocadas en Madrid con un espurio deseo de “aprovechar partidistamente este complicado momento”, en el fondo, vemos que en unas elecciones no se trata de hallar la mejor opción posible sino aquella solución que quiera la mayoría. Y en conseguir esa mayoría, sin conocer qué va a hacer ni cuál es su programa para una gran parte de electores, se empeñan los partidos políticos en campaña electoral permanente, incluso con medios nada democráticos, utilizando publicidad engañosa y, en ocasiones, hasta ilegalmente dopados (por ejemplo, en las elecciones del 26 de octubre de 2003 con Esperanza Aguirre, judicialmente probado). Desde la legalidad electoral no es posible establecer una aristocracia en el mundo actual, sin embargo, cada vez son más los ciudadanos que, cansados de estos políticos, apoyarían y apostarían por un gobierno de los mejores, y no el gobierno elegido por la mayoría (que no necesariamente, como nos está diciendo la experiencia, tiene que ser el mejor). La mayoría puede estar equivocada, y los que de verdad saben cómo llevar una sociedad de forma justa suelen ser pocos. La pregunta correcta y honesta que en estas elecciones deberíamos hacernos los ciudadanos madrileños sería: ¿cómo podemos elegir a los mejores para gobernar, si muchos no saben discernir entre quienes son buenos y quiénes no? La historia de estos años últimos en España nos está llevando a vivir en una actualidad incierta y relativista; los acuerdos no existen y menos, las certezas. Otros, sin embargo, lo tenemos “clarísimo” y, además, lo manifestamos sin ambages y con argumentos: A Ayuso y su cercanía pegadiza a VOX, ¡NO la votaremos! Por desgracia, en este caso, como en todos los demás, debemos confiar en la democracia como el sistema de gobierno más adecuado, aunque los electores fallen en su elección. Considero inaceptable ese mantra optimista de que el pueblo no se equivoca, pues el voto democrático, por muy justo que parezca, ha servido con demasiada frecuencia para llevarnos al desastre. Es verdad que en una página en blanco no hay erratas, el problema está cuando se empieza a llenar con la gestión; la actual página de la señora Ayuso no está en blanco; está plagada de desaciertos, insultos, torpezas, incongruencias, mentiras, maniqueísmo y supremacismo narcisista. En unas declaraciones en el plató de Ana Rosa Quintana en Telecinco para pronunciarse tras la decisión del Tribunal Superior de Justicia de Madrid (TSJM) de avalar la convocatoria electoral en la región el 4 de mayo, decisión que, conociendo la composición del Tribunal madrileño, sabíamos de antemano cuál sería la respuesta, totalmente contraria al juicio fundamentado en un artículo en El Diario del magistrado emérito del Tribunal Supremo, José Antonio Martín Pallín, para quien “los decretos entran en vigor sólo cuando se publican”, con una irresponsable y maniquea frivolidad decía Ayuso: “Cuando te llaman fascista sabes que lo estás haciendo bien y que estás en el lado bueno”.

José Mujica, el honesto y lúcido político uruguayo, ex presidente de Uruguay sostenía que “el poder no cambia a las personas, sólo revela quiénes son verdaderamente”. Y durante estos casi dos años de poder como presidenta de la Comunidad de Madrid ha sido un descubrimiento, casi una revelación, la hoy, por desgracia muy conocida, y no para bien de muchos madrileños y españoles, Isabel Díaz Ayuso: “IDA”. Me aconsejaba una amiga canaria con inteligente intuición que para glosar a la Presidenta Ayuso, debería comenzar con las frases de la primera “Catilinaria” de Cicerón. Sólo cambiando el nombre, los interrogantes definen su perfil: ¿Hasta cuándo, Isabel, abusarás de nuestra paciencia? ¿Cuánto tiempo hemos de ser todavía juguete de tu estulticia? ¿Dónde se detendrán los arrebatos de tu desenfrenada chulería?

Ayuso está siendo de esas políticas o políticos que creíamos que habían llegado a ocupar una posición tan relevante de poder porque eran muy inteligentes, pero en realidad, parece inteligente tan sólo porque ha llegado a tener un importante poder. Es de esas personas que, conduciendo en dirección contraria, piensa que son los otros los que van equivocados. Su déficit intelectual, como manejable marioneta, se siente obligada a ser conducida “por un ambicioso MAR y ser la voz de su amo”. Entre las muchas concepciones del poder patológico del que escriben Maquiavelo o Freud, hay una que se llama “narcisismo”; el poder se convierte en una necesidad, en un fin en sí mismo. Este poder egocéntrico significa, sobre todo, privilegios, prestigio, inmunidad, pretendiendo muchas veces impunidad; elude la responsabilidad, se va cerrando sobre sí misma alejada de quienes le otorgaron legitimidad hasta llegar a hacerse conservadora independientemente de la ideología que la ha sustentado; de hecho, elegida por el PP, ella se va identificando más con VOX (una bofetada y un fracaso más de Casado). El narcisismo es un trastorno mental en el que las personas tienen un sentido desmesurado de su propia importancia, una necesidad profunda de atención excesiva y admiración, sus relaciones son conflictivas y una carencia de empatía por los demás; detrás de esta máscara de aparente seguridad, hay una autoestima frágil que es vulnerable a la crítica: se consideran víctimas. La crítica más suave que se le puede hacer a la señora Díaz Ayuso, ante su incapacidad para una argumentación coherente y lógica, cuando no lee lo que le han escrito, es que no se la entiende porque no sabe qué decir. Cuando no lee, y leer no es su fuerte, no tiene relato; y, cuando intenta explicarse, lo hace con total desacierto; su discurso y sus largas respuestas entran de continuo en un bucle o laberinto de “ambigüedades”, en una nebulosa “trumpista” de indefinición, cuando no, en un grumo espeso de contradicciones. Ha heredado el mismo estilo que Aguirre, su madrina: atacar a sus rivales políticos y escurrir el bulto con una mano, mientras busca bronca con la otra. El resumen de la gestión de la señora Ayuso, por mucho que los suyos la quieran alabar para subirla a un inmerecido altar, se sintetiza así: “Insultos y reproches para la oposición y nulas soluciones para los madrileños”. Es posible que el eslogan de su campaña, que también ha hecho suyo la cúpula del Partido Popular, sea la disyuntiva final de su discurso al convocar sus plebiscitarias elecciones para el 4 de mayo: ¡O socialismo o libertad! Si en tal dilema la alternativa es Ayuso, debe ser que la ciudadanía madrileña está en ignorancia en ruinas, sin capacidad de análisis político razonable y sumida en la más pura irresponsabilidad; tenemos sobrada experiencia de que la ignorancia de las masas es la principal fuerza con la que cuentan los malos gobernantes. La invitación de Ayuso a elegir en mayo entre socialismo o libertad da la medida exacta de la distorsión que introduce en el escenario electoral y la peligrosa banalización de su discurso. Desconoce por completo el significado y la realidad de estas hermosas palabras: “Socialismo, dignidad y libertad”.

Socialismo, dignidad y libertad