jueves. 25.04.2024
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Me refiero a que cómo las clases beneficiadas por su estatus económico han sabido salir del atolladero socialdemócrata de los añorados años 60 y 70 para hacerse de nuevo con una inmensa reserva de fuerza de trabajo tan vulnerable y desamparada como lo fue la de las cohortes de inmigración que llenaron los polígonos industriales de brazos extraídos de la zonas rurales de Andalucía, Extremadura o la Mancha.

La necesidad nacida de la posguerra impulsó la marcha y el desarraigo de esos años que unió carencias y resignación para abarrotar el mercado de trabajo. Estar fuera del espacio económico y cultural que te ha acunado te deja en una situación de aceptación de todo lo que venga, el trágala se convierte en la práctica social más extendida. Perdidas las referencias de proximidad, la vida ya no es algo que uno desee disfrutar para engrandecer aspiraciones y celebrar logros. La vida vivida por imposición es una sucesión de frustraciones y una auténtica castración de las inquietudes y esperanzas de cada sujeto. Y eso le ocurrió a una parte importante de la inmigración de los referidos felices 60 y 70.

Y sus protagonistas dijeron, de acuerdo aquí va mi sacrificio, pero a cambio exijo sanidad y educación. Yo estoy dispuesto a renunciar al goce de la vida plena, pero no quiero que esto le vuelva a pasar a mis hijos y nietos. Olvidaré mis raíces y mi felicidad, pero quiero alguna garantía para el futuro. De mala gana, el sistema dominado por las clases pudientes acabó aceptando una organización social que incluía médicos, hospitales, escuelas y universidades a cambio de disponer de una provisión de fuerza de trabajo barata y abundante, capaz de situar en 20 años a una comunidad agro rural en una economía industrial homologable y rankeada entre las 20 primeras del mundo.

Lo peor que le puede pasar a quien desea aprovecharse de la capacidad de trabajo de otros es que éstos desarrollen conciencia, por vía de la experiencia o por vía del conocimiento

Todos conocemos el ataque que la sanidad y la educación están sufriendo en la actualidad, el proceso de trasferencia de recursos públicos al ámbito de lo privado es un secreto a voces en el que no quiero entrar en esta columna, que prefiero aprovechar para significar otro fenómeno. Me refiero al movimiento juvenil de los años 90 y primeros 2000, herederos del sacrifico anterior, que han sido unas cohortes extraordinariamente bien educadas, reconocidas con titulaciones universitarias y salidos de manera notoria de las clases populares y trabajadoras. Son los jóvenes del boom de la titulación, algo que parecía pernicioso pues se producían desajustes entre la expectativa generada por la posesión de un certificado académico y el vacío de la ocupación, y ello indujo sorpresa social e indignación justificada. También supuso marcha y emigración, pero sobre todo una conciencia de la injusticia y de la ineficacia en la organización social, que ha sido la base para discursos políticos muy sólidos como los del 15M y su correlato en Podemos, o las redes de solidaridad de científicos en el exterior.

Probablemente debido a su educación, fueron capaces de identificar con precisión dónde se encuentra el origen de la desigualdad y la injusticia, y denunciar el desentendimiento en crear un mundo mejor solo porque ello atentaría contra los intereses de las elites dominadoras del juego económico. Clases que no han perdido el tiempo y ha aprendido la lección: nunca más una sociedad bien educada. Lo peor que le puede pasar a quien desea aprovecharse de la capacidad de trabajo de otros es que éstos desarrollen conciencia, por vía de la experiencia o por vía del conocimiento.

Y así estamos, mientras los jóvenes de principio del milenio expresaban su desilusión criticando el modelo social, político y económico, organizándose aun de manera “liquida” o respondiendo con un borrarse de filiaciones identitarias y desde luego muy alejados de someterse al dictat de un trabajo estéril y malpagado (eran mileuristas en el peor de los escenarios), sus pares actuales se hallan en una situación muy distinta. Sin trabajos dignos ni expectativa de lograrlo, desencantados de haberse construido referencias solidas vía formación, deambulan inconexos a pesar de las redes, colgados de la pantalla y de la maldición que les persigue.  

Los poderosos han recuperado su dominio sobre una reserva enorme y barata de fuerza de trabajo, erradicando el conocimiento como fuente de la vida

Ayer paseaba por un barrio obrero tradicional, los pocos jóvenes con quienes tropecé lo hice en sentido literal, pues llevaban los ojos clavados en sus pantallas, apenas advertidos de lo que les rodea. No parecían particularmente divertidos, más parecía que cumplían un rito, y desde luego no desprendían el fulgor de la rabia contenida que es necesaria para, si no cambiar el mundo, al menos intentarlo. Sus mochilas, cuasi uniformes o vehículos dejan ver a las claras que son trabajadores ultraexplotados de la economía gig y forman una reserva barata y abundante.

Los abuelos de los 60 sacaron fuerzas regeneradoras de su sentido del sacrificio, y su apuesta por la educación permitió que sus hijos evitaran la ultraexplotación. Pero los “nietos”, los trabajadores explotados de la actualidad ¿de dónde sacarán la energía necesaria para cambiar su mundo? De la educación no, han sido expoliados mediante sangría de recursos y mediante una sutil campaña de descrédito de la misma ¿estudiar para qué? Se dicen muchos de ellos. Para que no te exploten habría de decirles, pero no resulta convincente.

Los poderosos han recuperado su dominio sobre una reserva enorme y barata de fuerza de trabajo, erradicando el conocimiento como fuente de la vida y situando el entretenimiento súbito en su lugar, acompañado eso sí de angustia, precariedad e ignorancia.

Así lo han hecho esta vez.

Cómo demonios lo han hecho otra vez