viernes. 19.04.2024
Negacionistas de la pandemia
Imagen de archivo.

Estamos más que habituados, hasta las narices, de oír continuamente a quienes se niegan a ponerse la vacuna contra la covid como si fuera un ejercicio de libertad. Con la contundencia con la que se expresan estos negacionistas parece que fueran unos expertos en la práctica la libertad y que, hasta la fecha, no hubiesen hecho otra cosa en su vida. Llevar la contraria al Estado, lo que a priori podría considerase como un hábito bastante saludable, hacerlo en ocasiones más que un acto de libertad es una estupidez. Lo es cuando dicho ejercicio consiste en poner en peligro de extinción a sus semejantes que, al parecer, son unos tontos porque no se rebelan contra una decisión gubernamental considerada como un atentado a la libertad individual.

Nunca entenderemos que lo que no puede existir en un Estado, aunque sea de derecho, es que esta libertad individual que se reclama y que en ocasiones no es tal, dejó de existir en cuanto la cambiamos por el plato de lentejas de la seguridad. Pedir libertad al Estado cuando peligra la seguridad sanitaria de los ciudadanos es pedir peras al olmo de la ingenuidad.

Considerar un acto de libertad la negación a recibir una vacuna que no es muy congruente a no ser que uno sea un fascista y le importe el otro una mierda

Considerar un acto de libertad la negación a recibir una vacuna que, no solo puede salvar tu vida y evitar, también, que pases al cuerpo de otro un puto patógeno que puede llevarle a la tumba, no es muy congruente, a no ser que uno sea un fascista y le importe el otro una mierda. Si así fuera, la idea de libertad esgrimida resulta bastante lamentable, pues no llega siquiera a respetar las básicas reglas, no ya de una buena educación, sino de una elemental Urbanidad. Si tan intensa es la experiencia vivida por esa libertad, déjense de manifestarla en la vía pública, guárdensela para sí mismos y, si tienen tantas ganas de que la gente conozca públicamente su grado de insensatez en manada, tengan al menos el prurito de ser originales, por ejemplo, súbanse a un andamio o a una grúa y permanezcan en ellos hasta que pase la pandemia. No serían los primeros, seguirían la estela de personajes literarios creados por Kafka y por Reiner Zimnik. Todo un detalle. Pero me da que negarse a una vacuna para parapetarse de una letal enfermedad, aunque algunos piensen que están emulando a Antígona, en realidad, son unos pobres diablos que no han aprendido el abecé de una ética, no sé si de la voluntad o de la responsabilidad, pero me da que de las dos.

La obligación voluntaria de vacunarse no es un signo totalitario del Estado, ni tiránico. No es, tampoco, una merma de la libertad, porque no se trata de una ley injusta, sino de una ley para la supervivencia colectiva. Si uno no la desea y quiere hacerse el harakiri voluntario e intransferible que lo haga, pero en el salón de estar de su casa.

El Estado casi nunca tiene razón, pero en esta cuestión está más que sobrado que la tiene. Considerarse una víctima del Estado, cuando te obliga a vacunarte, es propio de la imbecilidad pasajera que, a veces, nos impide ver con claridad y necesitamos el bastón que nos estimule las neuronas aturdidas; probablemente, porque no nos gustan las riendas del Estado pertenecientes a uno que, de antemano, haga lo que haga será inevitablemente un atentado contra nuestra sacrosanta libertad, que, como todos los valores de esta vida, son volátiles como hojas de otoño a punto de morir para seguir viviendo en el suelo.

No estamos, por tanto, ante un espectáculo protagonizado por una lucha entre la defensa de la libertad y la clásica tiranía del Estado, sino entre el sentido común, la racionalidad y la estupidez de quienes no distinguen el alcance ético de su libertad, la cual no puede existir sin tener en consideración la libertad de los otros. Hay libertades que se reclaman que no son más que la manifestación de un egoísmo ético mal entendido, fruto de una cerrilidad mental que no ve más allá de la punta de sus zapatos. Para quienes defienden una libertad individual, irrenunciable, deberían considerar la posible existencia de una libertad colectiva solo viable mediante el uso de una responsabilidad: “lo que quieras para ti, no creas que es lo mejor para los demás”.

La orden de vacunar a la especie no es, en modo alguno, una decisión injusta. Si lo fuera, ¿cree esta porción de negacionistas, que el resto de la sociedad se hubiera cruzado de brazos caídos y no se hubiese rebotado contra ella? Y que sea justa o no esa decisión no deriva de que la haya aceptado una mayoría por goleada. Aquí la Justicia no tiene nada que ver. Es cuestión de sentido común y de ética. Y, en algunos casos, de “oportuna urbanidad”, como dijera el humanista Erasmo De Rotterdam, en su Tratado de lo ídem.

En ningún momento se cuestiona la soberanía popular porque se obligue a la sociedad a ponerse una vacuna que salvará vidas

En ningún momento se cuestiona la soberanía popular porque se obligue a la sociedad a ponerse una vacuna que salvará vidas. Ni se niega el cuadro habitual de sus libertades más elementales. Al contrario, se pretende salvarlo de una enfermedad mortal para que pueda seguir siendo un ciudadano. Muerto será imposible que ejercite en el futuro su más mínimo derecho, aunque sea únicamente para demostrar lo estúpido que es uno haciendo el maula. Porque nadie negará que existen muchos modos de hacer el zaforas, de zafio, y creerse estar descubriendo la Ética a Nicómano de Aristóteles.

Echemos mano de la historia. A los médicos navarros participantes en el Congreso Médico Regional de Navarra, celebrado en Tafalla en 1886, para encontrar el remedio que pusiera coto a la peste del cólera que, desde 1885, tuvo a Navarra entera en la cuerda floja. No hubieran dudado en ningún momento en aplicar dicha vacuna caso de haberla encontrado, pero no se pusieron de acuerdo. Conocían el descubrimiento de Robert Koch, el bacillus Virgula, desde 1883 era conocido en ciertos ámbitos científicos, como causante del cólera, pero entre los navarros, también franceses, no hubo unanimidad en aceptar que el bacilo ese fue su única causa.

Y, desde luego, no se hubieran ido con chiquitas. Ni con tiquismiquis leguleyos, como hacen ahora los políticos. La Ley Orgánica de Sanidad de 1855 admitía que “en circunstancias especiales se pueden tomar medidas coercitivas”. Y fue esa ley la que en 1885 el gobierno utilizó ordenando acordonamientos, lazaretos y cuarentenas interiores.

Una norma contra la que, en el citado congreso, los médicos Nicasio Landa -uno de los fundadores de la Cruz Roja-, y Antonio Martínez Ayuso se posicionaron con estas palabras: "si bien el aislamiento absoluto es medio seguro de preservar del cólera a una localidad, dicho aislamiento, como la experiencia ha demostrado una vez más en la última epidemia, es irrealizable y perjudicial, porque, resultando ineficaz para preservar del mal, es dispendioso, vejatorio y ruinoso para la agricultura, la industria y el comercio, y porque los pueblos dejan de invertir en su saneamiento, las cuantiosas sumas que malgastan en ilusoria incomunicación".

Una polémica que nos advierte de cómo tropezamos en la misma piedra de la repetición y, como Sísífo, caemos rodando estrepitosamente una vez más por la montaña del fracaso

Aquellos navarros siguieron discutiendo en aquel Congreso y cada médico intentó sortear los síntomas del cólera, nunca la causa porque no se hicieron con la vacuna que tenían a su alcance. ¿Por no haber sido tan beligerantes entre sí? No soy quién para sostenerlo. Solo dispongo de la estadística que la Memoria reflejó en su momento: “La mayor mortalidad se produjo en la ribera del Ebro: “Fustiñana fue el municipio más afectado, "con 10,83% de mortalidad, Buñuel 8,41%, Cabanillas 8,04%, Cortes 7,18%, Murchante 7,18%, Valtierra 6,95%". Mientras que "en los distritos de Aoiz y Pamplona en la mayor parte de los pueblos no llegó la mortalidad a 0'70%”.

La gripe de 1918 o del trancazo fue calificada como española, aunque provino de China o, según otros, de Kansas. Da lo mismo. El caso es que fue devastadora. A lo que voy es que en 1947, el cólera volvió a poner en alerta a las autoridades franquistas de la época y no tardarían en establecer los protocolos para el caso y que nadie, incluso quienes tenían un concepto de la libertad como los negacionistas de hoy, se atrevieron a saltárselos. Sabemos que, caso de hacerlo, habrían terminado en una campo de concentración o en un Batallón de prisioneros.

Contaba el periódico Pueblo que España estaba preparada contra el cólera, como decían los periódicos de hoy al comienzo de la covid. Como quiera que el brote de esta gripe tenía procedencia de Egipto, las autoridades médicas se habían apresurado a ir al aeropuerto de Barajas, principal comunicación con Egipto, “sometido a una rigurosa vigilancia sanitaria”.

El inspector general de Sanidad, Dr. Pastor, acompañado por su séquito, se dirigió al interior del aparato “donde realizaron una minuciosa inspección de todas las dependencias”.

En el aeropuerto de Barajas aplicaron la rigurosidad de las normas del convenio de Sanidad Internacional de Aeronavegación “obligando a todos los pasajeros de Oriente a presentar su certificado de vacunación”. En cuanto a los pasajeros de tránsito se “construyó una estación sanitaria a la que llegaban por un espacio acotado y en donde, aparte de la sala de espera y bar”, existía un “pequeño lazareto para aislamiento de enfermos, sala de esterilización, laboratorio para análisis bacteriológicos, cuarto de duchas, aseo y despachos del inspector de sanidad exterior”.

Según declaraciones del doctor Pastor “hoy se encuentran cerrados muchos puertos españoles a la navegación de Oriente, entre ellos el de Sevilla, para evitar la contaminación de las aguas del Guadalquivir (?)”.

Dicho doctor anunciaba que “la España de Franco no tendrá que lamentar una epidemia como la que asuela Egipto”. Y concluía: “Dentro de pocos días los doctores Turégano, Nájera, Angulo y Lastra y un grupo de seis enfermeros partirán para El Cairo” (Pueblo, 2.11.1947).

Nada nuevo bajo el sol. Pero sospecho que, si los políticos y la ciudadanía tuvieran un conocimiento más exacto de cierto hechos ocurridos hace cuatro días, seguro que, antes de hablar, aunque tengamos en nuestro haber académico diecisiete másteres conseguidos en un tiempo récord, estaría bien leernos durante ese tiempo el arte de callar del abate Dinouart

No es libertad, es estupidez