jueves. 25.04.2024

Por sus ecos los conoceréis. Así nos enteramos de que Pedro Sánchez era un político mediocre, dotado con un no muy alto coeficiente intelectual, con un dudoso bagaje universitario y que ocultaba su torva mirada tras unas gafas de sol cuando viajaba en Phantom, el avión que habían usado sus antecesores sin mayores problemas. Además, o a lo mejor por todo eso, su nombramiento como presidente del gobierno era ilegítimo, lo que le convertía en un okupa del Palacio de la Moncloa.

Su desalojo parecía fácil. No tiene ni media bofetada, parecían pensar muchos y, desde luego, no faltaron quienes se pusieron a la tarea, animados por el conocimiento del pobre currículo de Sánchez que incluía una salida abrupta del poder en su partido y una milagrosa recuperación del mismo. Y, luego, estaban las encuestas, esos estudios de opinión que reflejan lo que las personas consultadas quieren decir en el momento exacto en que se les pregunta, se aderezan esos resultados con la propia opinión del que las hace y luego son interpretados a la medida de cada cual.

Esas encuestas animaron a Albert Rivera a postularse como futuro presidente del gobierno. A Rivera se le olvidó que había llegado a la política para regenerarla y, a la primera ocasión que tuvo de alinearse con quien había censurado la corrupción, se puso de perfil. La explicación que dio es que quería que, en lugar de que Sánchez trasladara su domicilio a la Moncloa, se celebraran elecciones. Coincidía que las encuestas, ¡ah las encuestas!, le permitían soñar con ser él el nuevo inquilino de ese palacio. Él, un chico de provincias, iba a ser el nuevo Suárez para volver a hacer otra transición hacia la nueva política. No mucho después hubo, efectivamente, elecciones. Y pasó lo que pasó, que Rivera pasó a la privada.

Otro descubridor del Mediterráneo de la nueva política, en algún momento también pensó en asaltar los cielos. Durante un tiempo, las encuestas sonreían a Pablo Iglesias y sus muchachos que, en su caso, hay que agregar también a sus muchachas. Pero fue, paradójicamente, cuando esas encuestas ya no eran tan favorables, cuando Sánchez le llamó y le brindó la ocasión de intentar la conquista celestial. Para eso, seguramente le hubiera hecho falta seguir contando con la calle para complementar el efecto de los despachos, pero la COVID vació las calles e Iglesias y sus ministras, y ministro, se quedaron solos con sus "audis", única forma de poder pasear por su medio natural. El final político, de momento, de Iglesias, ya lo conocemos: se tuvo que cortar doblemente la coleta, primero de forma figurada y, luego, literalmente.

A Pablo Casado, otro joven político, sin embargo, no le dio por la nueva política, sino que, desde el liderazgo de un partido milenario, el PP, se aprestó a desalojar al okupa de la Moncloa. En un principio contó con un balance ligeramente positivo entre los encuestados que le llegaban desde el centro del decadente Ciudadanos y los que se escapaban con Abascal. Pero pasó días de vino y rosas muy celebrados por la abundante prensa conservadora que le leían cada mañana.

Tuvo su momento de gloria en Murcia cuando, con un clásico en la trayectoria del PP, la captación de "ayusos", rompió a Ciudadanos y evitó un voto de censura a su delegado en esa región. Claro, que contaba con García Egea, tan murciano como los tránsfugas a los que premiaron en proporción a sus servicios.

El problema vino porque eso de los tránsfugas no le salió bien cuando quiso infringir una derrota parlamentaria a Sánchez con ocasión de la reforma laboral. El que uno de los suyos pusiera el dedo donde no era, le hizo quedar como el amante de Marieta, como diría Krahe. Porque, además, llovía sobre mojado después del fiasco de Castilla y León, otro caso de mala interpretación de unas encuestas que le daban mayoría absoluta en aquella comunidad.

El final, ya lo conocemos. Alguien ha filtrado que Casado estaba investigando, o preguntando como dice García Egea, sobre unos ingresos, a estas horas ya no presuntos, de un señor de apellido Díaz Ayuso y eso ha servido para que sus mismos compañeros de partido le presenten una moción de censura, como hizo Sánchez con su predecesor. Tal como se han desarrollado las cosas, parece que le hubieran hecho lo mismo por, simplemente, colarse en su turno de la máquina del café. No parece que Casado fuera un sólido líder de un partido que, en cuanto ha podido, ha iniciado un “cambio de ciclo” no precisamente como el anunciado por Casado para acabar con Sánchez.

Queda Díaz Ayuso, la más firme y combativa opositora a Pedro Sánchez, y una joven promesa del populismo madrileño. Su carrera parece triunfal. Adelantó muy oportunamente unas elecciones que ganó abrumadoramente en mayo pasado; ha fundado el “ayusismo”, contrincante del “sanchismo”; es, junto a Mañueco, la mejor interlocutora con VOX, cualidad fundamental para el futuro de la derecha española y ha servido de espoleta para la explosión controlada de Casado. Pero tiene un problema derivado, como un daño colateral, del COVID: ese asunto de las mascarillas. El hermano de la hermana le puede terminar pasando factura, y nunca mejor dicho. Pinta mal el que un portavoz de la Comunidad de Madrid haya empezado a deslegitimar el trabajo de la fiscalía como si se estuvieran ya poniendo una venda donde están negando que haya ninguna herida. Esperemos, por el prestigio de nuestras instituciones, que Isabel Díaz Ayuso no acabe como Esperanza Aguirre, Ignacio González y Cristina Cifuentes, pero ya veremos.  

Ahora Sánchez tiene que esperar nuevos adversarios con un doble riesgo: que pueda morir de éxito o que se quede frío como les pasa a los deportistas en periodos de inactividad entre esfuerzos. Porque Feijóo, por ejemplo, su futuro contrincante, no parece un corredor muy explosivo y sí, más bien, eso que se llama "un diésel", un atleta al que le cuesta arrancar pero que, cuando adquiere velocidad, no hay quien lo pare consiguiendo mayorías absolutas.

Mas inmediata parece su confrontación con Yolanda Díaz (otra Díaz en su vida). Que sea su propia vicepresidenta quien le quiere disputar su puesto le da una nueva emoción, y, desde luego, un cierto morbo al hecho de que en el debate electoral ambos contendientes vayan a utilizar los mismos logros de gestión. Seguramente que el "yo la vi primero" pueda ser un elemento dialéctico de primer orden en ese debate. Pero, francamente, no parece que Diaz vaya a hacer mas que recoger los descontentos de una izquierda en el poder que tiene que entender la política como el arte de lo posible y no como la magia de lo imposible. Y, eso, si consigue Díaz convencer a alguien de que ella solo es responsable de lo bueno que haya hecho el gobierno, pero no de lo malo o de lo insuficientemente bueno.

¿Y Abascal? Permítanme que no quiera ni pensar en ello.

El ocaso de los doses