sábado. 20.04.2024

“Están desbordados y hay que quitar respiradores a los más mayores para salvar a los menores de 65 años: estamos eligiendo quién vive y quién muere”. The real life. A pie de tajo. Esto está sucediendo en estos momentos en los hospitales madrileños. Porque España en esta hora insegura es un Gran Hospital y los profesionales de la sanidad le ponen la épica a la tragedia.

Fernando Pessoa en el “Libro del desasosiego” afirmaba que uno es del tamaño de lo que ve. Yo ya he averiguado mi tamaño

Un buen día te das cuenta de que te das cuenta. No cabe disimulo con uno mismo. Y la realidad canónica y vendible se fragmenta en mil pedazos apócrifos y aberrantes y uno como un meteorito se ve lanzado sin dirección por el espacio senza fine. Está el camelo del ciberespacio y el intraespacio inexplorado y abrumador, que te aniquila los cinco sentidos y la poca ciencia que uno ha conseguido inyectarse, la cual termina desparramada por el suelo llorando como una cría consentida. Un buen día vislumbras como una epifanía que el primer mundo que conoces, segurísimo y ufano, también se puede desmoronar.

Y te das cuenta de que España no necesitaba más partitocracia, ni oradores botarates y obsesos en una tribuna. Ni proclamadores ni predicadores, ni vendedores de crecepelos democráticos para la sociedad. Necesitábamos recursos y personal sanitarios, y respiradores, muchos respiradores, para que el cacareado Estado del Bienestar no fuera una simple falacia retórica, otra más.

Vivo en un lugar que tiene su centro hospitalario, el Hospital Comarcal de la Merced. Y te das cuenta de que existen otros mundos, pero ahora todos pasan por allí y por todos los hospitales de España. Desde los grandes ventanales de ese hospital uno puede ver Osuna, pero parecerá lejanísima. La Colegiata y la Universidad serán monumentos imponentes, pero sin familiaridad, sin geografía íntima: piedra memorable al otro lado del cristal, que es la mampara que te atrapa y te separa de la actualidad corrompida y de la Historia vacilante. Eres tú y el intraespacio insólito y no colonizado.

Fernando Pessoa en el “Libro del desasosiego” afirmaba que uno es del tamaño de lo que ve. Yo ya he averiguado mi tamaño. Es un ejercicio interesante si se hace sin engaño, sin estafa. Sin bastardear. Tengo el tamaño de un microbio capaz de matar. Y aunque parezca absurdo y angustioso, no me resulta kafkiano porque el personaje de Kafka me supera en tamaño al convertirse en insecto.

Merced es una palabra que me gusta y me atrae. Suena a castellano antiguo, decente y respetable: “vuestra merced”. Suena a Quijote e idealismo. Tiene el significado de gracia o regalo y es que en los hospitales están trabajando a destajo para conceder una gracia: la salud. La sanidad pública te devuelve como un obsequio perfumadito de suero para que sigas funcionando como un transeúnte alucinado por las calles vacías de la hedionda actualidad. Estuvieron a punto de cambiarle el nombre al Hospital de la Merced por “Hospital a Merced”; a merced de los recortes. Es sintomático lo del español, lleva hasta en las entrañas lingüísticas la patología de la ambivalencia. Una misma palabra sirve para engrandecer y ser magnánimo y esa misma palabra sirve para ningunear y oprimir.

Un buen día te levantas y te das cuenta de que te das cuenta con decepción supurante de que un país puede pasar de la certidumbre a la incertidumbre y el miedo con la misma facilidad que abres el grifo y sale agua. 

Las sociedades democráticas piden a voces transparencia y uno se aprecia trasparente y vulnerable tras las cristaleras de un hospital.Te colocas detrás de esos cristales, a la altura previamente establecida de tu microinsignificancia, y ves que el mundo irreversiblemente se muere en una habitación para un grupo de personas y en otra habitación la vida sale a flote para tomar un poco de aire, después de muchos días sumergida en el pantano borroso de la zozobra.

Y te das cuenta de que las hemorragias son de verdad, que las agujas son ciertas; que el dolor tiene raíces y ramas. Y crece. Existen los dramas intransferibles sin cámaras de televisión. Y ves al otro lado de los cristales un pueblo lejanísimo y como ido. Inexistente. Y te das cuenta de que la realidad es injusta, huidiza y frágil y necesita generosidad, mucha generosidad. Traducido a español encamado y convaleciente: comprensión, afecto y dinero. Todo el dinero posible. E intentas imaginar la realidad como un color sanador, y en tu paleta se mezclan el yodo, la mercromina, el verde quirófano y el rojo sangre para que fluya inocente por el envase milagroso del cuerpo. Se canta lo que se pierde y se pinta lo que se desea poseer.

El hombre como tal creció al cobijo supersticioso de una canción y de una pintura rupestre. Y recuerdo al instante que el español irónico, generoso y bien trabado de Cervantes es un arma cargada de presente y futuro para reclamar otras realidades y uno se convence de que los hospitales de España hoy son edificios de esperanza y la esperanza hay que reduplicarla y expandirla en forma de recursos por cualquier rincón de la realidad, ya de por sí frustrante. 

Un buen día te levantas, desayunas con ganas y, repentinamente, la cocina se llena de brumas, y compruebas, a pesar del empeño que pusiste, que la vida no iba contigo. Estaba en otros menesteres más lucrativos. Un buen día te levantas y te das cuenta de que tu cabeza está sujeta a unos hilos y por encima de ellos llegas a vislumbrar unas manos poderosas. Y mira tú por dónde, te das cuenta de que te das cuenta: te pueden hacer vivir y te pueden hacer morir.

Necesidades