viernes. 19.04.2024
ayuso casado
 

En las luchas por el poder hay quien se encuentra al borde del abismo. Pero siempre suele dar un paso al frente. Algo de eso parece estar sucediendo en el Partido Popular. Dicen de esta bronca, casi tabernaria, que es la mayor crisis conocida desde su fundación. Como nuestras perspectivas sobre lo que sucede en la historia española contemporánea, apenas alcanzan unos editoriales de las últimas semanas sepultadas por la avalancha de opiniones digitalizadas, el término crisis, con mayúscula, se utiliza en política al igual que en la competición deportiva. Basta un partido mal negociado en el circo romano del balompié y ya la tenemos magnificada orbi et orbe.

Porque el obsceno espectáculo de estos meses y especialmente el protagonizado ayer por los dirigentes del Partido Popular, no es ni de lejos el fundamento de la crisis de la derecha española, sino solo una de sus consecuencias más esperpénticas y reconocidas falsamente como “política”. Esto no es otra cosa que una exclusiva y desnuda lucha por el poder en modo de reparto de herencia, o disposición de un cargo, o de un activo. Fenómenos que se dan por igual en una familia, una comunidad de copropietarios, una empresa mercantil, un club de fútbol, una congregación religiosa, un colegio profesional  o en un juzgado. Y cualquiera de los que miren retrospectiva e introspectivamente su propia vida y sus relaciones sociales sabe que esto es cierto. De manera que al igual que en la famosa interrogante sobre la disyuntiva entre el amor y el sexo, habrá que preguntarse porque le llaman política cuando solo practican el uso del poder y la división del patrimonio.

En este espectáculo mediático, como si de un vaudeville tartufiano de Moliere se tratase, van apareciendo personajes expulsando verdaderas cortinas de humo para ocultar realidades ética, moral y legalmente inaceptables. ¿Se imaginan por ejemplo qué estaría sucediendo si un Presidente de Comunidad Autónoma del PSOE hubiese adjudicado un contrato sin licitación ni concurso público a una empresa para la adquisición de mascarillas de protección, en un momento tan dramático como el de la pandemia, por un importe de 1,5 millones de euros y su hermano hubiese obtenido 283.000 euros de “intermediación”? ¿Cuántas túnicas mediáticas se hubiesen rasgado? ¿En qué reside o se justifica mercantilmente una intermediación del 19% por una transacción de este tipo? ¿Qué margen de beneficio ha tenido entonces la empresa suministradora como para abonar esa exorbitante comisión poco frecuente? ¿Cuál fue el precio final de la unidad comprada con fondos públicos y cuál hubiese tenido que ser el justiprecio que aconsejase su adquisición por razones de urgencia?

Son preguntas que vienen al caso, porque en aquellos momentos una de las cuestiones que enfrentaron públicamente a la presidencia de la CAM con el Gobierno “de Sánchez” fue precisamente la “urgencia” en obtener suministros y la dilación en su adquisición que suponía la “compra centralizada” por el gobierno de la nación. ¿Se acuerdan? ¿Recuerdan que se iniciaron negociaciones por algunos gobiernos autonómicos con suministradores internacionales de material sanitario? ¿Qué intereses circulaban entonces y que ahora se manifiestan tan groseramente? Son cuestiones que nada tienen que ver con la política más allá del incorrecto y abusivo e interesado ejercicio del poder que afecta tanto a la administración pública como a la empresa privada.

No, esta mascarada de la mascarilla, o pantalla de humo politiquera, no es ni puede ser el problema esencial de la crisis política y moral de la derecha española. Aunque sí una más de las manifestaciones que más le han perjudicado, como es la imagen de la inabordada corrupción en su seno que se ha llevado por delante hasta ahora a tres presidentes autonómicos de Madrid y a innumerables cargos públicos de ese partido, incluido el cese de un Presidente del Gobierno. Esta mascarada de la mascarilla encubre también la crisis moral de una parte muy considerable de la sociedad española, que acepta liderazgos a los que basta una sola palabra para obtener y gestionar el poder a su antojo y beneficio indebido de terceros. Le llamaban libertad. Bueno.

Pero también esta cortina de humo mascarillera de luchas intestinas deviene de pretender cerrar en falso una división de la derecha hispana por la vía directa de transferir unos resultados “a la madrileña” al resto del país. Como si el fracaso estructural del Partido Popular en representar a la mayoría de las opciones conservadoras en la península y su imposible vertebración como opción hegemónica de gobierno, que tejiese las costuras de un país complejo, no fuese la principal causa, verdadera y profunda de sus incertidumbres y origen de su crisis. Como si la soledad parlamentaria, solo secundada por su socio ideológico y político VOX, no representase ese aislamiento de la realidad política española.

También como si el nuevo cantonalismo, que ya asoma como expresión fantasmagórica del siglo XIX, no fuese suficiente señal de su declive. Como si sus errores en la cuestión catalana no hayan dejado huella imborrable sobre su incompetencia en la resolución de los conflictos territoriales hispanos. Y como si su permanente mirada a sus antiguos correligionarios hijos de su propia sangre política y raíz histórica no le apartasen casi definitivamente de la imprescindible moderación para gobernar un país tan moderado, maduro y democrático como es España. Ese país que SÍ está representado en el parlamento español actual, aunque la derecha insista frustrantemente en convertirlo en una cámara de pensamiento único propio de tercios legionarios. Y todo es SI es política.

Haría muy mal pues la izquierda si en un ejercicio de tacticismo de bajo vuelo pretendiese aprovechar esta circunstancia en la habitual actividad opositora de la que hace gala en el ámbito autonómico y local madrileño. Una situación de lucha por el poder en esta mascarada de la mascarilla popular exige una acción política –sí, política- que conforte a una ciudadanía aún atribulada por los efectos económicos, sociales y vitales de la pandemia, por el incremento de los costes de servicios y productos básicos que cimientan la inflación y por el desasosiego que estos acontecimientos generan. No es cosa de andar mareando perdices con comisiones parlamentarias para autoconsumo de los síndromes diversos en que se sitúa espacialmente la política madrileña, ya sea de Cibeles, Puerta del Sol o Madrid Sur. Si es cosa de pruebas, pues investigación, documentos y tribunales. Y hacer política es o se le supone que debe ser otra cosa. Al que corresponda.

Porque una crisis de luchas intestinas por el poder en el principal partido de la oposición, que por su propia naturaleza constituye un elemento de la estabilidad democrática nacional, no es una buena noticia política, por mucho que regocije a un sufrido electorado de izquierda como el madrileño. Guste o no conviene no plantearse espejismos o mirarse en falsos espejos fracturados. Porque esta es una crisis típica de villa y corte. Muy centrípeta. Muy “madrileña”. Demasiado castiza y con demasiada testosterona. Y por mucho que se empeñe Isabel Díaz Ayuso “Madrid no es España, ni España es Madrid”, Madrid es un territorio más de este país y punto. Con toda la importancia que se quiera y tiene, pero no más ni menor que Castilla, Andalucía, País Vasco, Cataluña o Valencia, por solo citar a algunos de todos. Y le corresponde al Gobierno de España y al partido de la izquierda que SÍ está presente y vertebra de forma estructural a todos los territorios que la conforman, como es el PSOE, introducir con urgencia un mensaje de sosiego y estabilidad política a los españoles. Que nos aleje de tanto ruido. Entretanto, que los mariachis y sus músicas festivas paseen dulcemente por la calle Génova. Que ya tiene tela, la mascarada… de la mascarilla.

La Mascarada de la Mascarilla