viernes. 19.04.2024
charles michel y zelensky
Charles Michel, presidente del Consejo Europeo, junto a al presidente de Ucrania, Volodymyr Zelensky. (Foto: Consejo Europeo)

Veamos los datos. Ucrania tiene poco más de 44 millones de habitantes y un gasto militar que en 2021 alcanzó los 5.900 millones de dólares (3,8% de su PIB) según el Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo (SIPRI). La Federación de Rusia, con 144 millones de habitantes, triplica con holgura la población de su país vecino y multiplica por trece su gasto militar, hasta los 65.900 millones de dólares o el 4,1% de su PIB. Un Goliat militar contra un David dispuesto a no rendirse.

Esas cifras deberían haber impuesto un escenario que al cabo de tres meses de guerra no se ha concretado: la invasión de Ucrania debería haber concluido pocas semanas después de su inicio el pasado 24 de febrero. Sin embargo, no ha sido así y los especialistas, aunque nadie excluye lo inesperado, inscriben el conflicto en una guerra destructiva de largo alcance.  

¿Por qué se prolonga la guerra en Ucrania?

En primer lugar, porque el régimen de Putin persiste en su agresión militar y no desiste en su intención de imponer a Ucrania unas nuevas fronteras que ensanchen hacia el oeste el territorio ruso, hecho que en teoría proporcionaría a Rusia más seguridad.

En segundo lugar, porque el pueblo y las instituciones de Ucrania han decidido resistir, defender su soberanía nacional y no aceptar que el poderoso vecino ruso decida su futuro. Sin la determinación del pueblo de Ucrania y la fuerza moral que sostiene esa determinación, la guerra ya habría acabado.

En tercer lugar, porque EEUU y la UE han decidido apoyar a Ucrania, enviando armas eficaces y respaldando su resistencia con información, asesoramiento y ayuda económica. Ese apoyo militar y la solidaridad que muestra buena parte de la ciudadanía del mundo democrático han hecho viable la resistencia, tanto la de carácter armado como la pacífica, del pueblo de Ucrania. Así lo demuestra la reciente encuesta realizada por Ipsos: tres cuartas partes de las 19.000 personas encuestadas en 27 países de todo el mundo aprobaban que sus respectivos países acogieran a refugiados ucranianos; un apoyo que en España alcanza el 85%.

Y en cuarto y último lugar, porque ninguno de los dos países directamente implicados en la guerra parece tener incentivos suficientes para negociar un alto el fuego temporal que ofrezca una oportunidad a que el diálogo ponga un paréntesis a la guerra y a sus horrores y ofrezca un puente transitable para alcanzar lo antes posible un acuerdo de paz permanente.   

Como cualquier país invadido, Ucrania no puede sentirse seguro frente a su potente agresor y pretende una mayor y directa implicación militar de sus aliados occidentales para recuperar su integridad territorial y hacer efectiva su soberanía nacional, asestando un golpe decisivo al régimen de Putin que le haga desistir de una vez por todas de sus pretensiones territoriales. Ucrania sabe que se juega la integridad territorial y su futuro como nación soberana.

Tras su fracaso militar para acabar con el actual gobierno de Ucrania e imponer un Ejecutivo permeable a sus pretensiones, Putin parece haber llegado a la conclusión de que puede dominar por completo el mar de Azov y que los limitados avances territoriales conseguidos son prenda suficiente para acallar la conciencia de la ciudadanía rusa, afianzar su poder y reforzar el apoyo que la mayoría de la ciudadanía rusa presta a su régimen, antes que las sanciones a la oligarquía rusa y la penurias que empezará a sufrir muy pronto la población rusa en riesgo de pobreza puedan contribuir a desatar la inestabilidad social y las tensiones políticas. Además, Putin necesita bazas negociadoras con las que intentar legitimar la ocupación de Crimea en futuras conversaciones y, probablemente, sueña con que el próximo invierno, tras consolidar su presencia militar en el este de Ucrania y mantener viva la confrontación armada, podrá dividir y ablandar a los países de la UE y a sus opiniones públicas extendiendo progresivamente su amenaza de cierre selectivo de los suministros de gas y concretándola en los países de la UE con mayor peso.  

Italia y Alemania son, entre las grandes economías comunitarias, los países más dependientes del gas ruso y más vulnerables al corte del gas: en 2020, el gas ruso supuso un 57% del consumo total de gas en Alemania, porcentaje que en el caso de Italia alcanzó el 40,3%; mientras Francia o España muestran una menor dependencia, con porcentajes muy inferiores del 20,0% y el 10,6%. La imposibilidad de sustituir a corto plazo el gas ruso por el de otros proveedores tendrá un impacto muy negativo en la actividad de las economías alemana e italiana y, por tanto, en el conjunto de la UE.     

Los costes y riesgos de la estrategia belicista rusa no solo afectan a los países europeos que apoyan la integridad territorial de Ucrania y defienden la legalidad internacional; tampoco impactan en exclusiva sobre la ciudadanía ucraniana que padece directamente los bombardeos y la destrucción de vidas, hogares, ciudades e infraestructuras civiles. Los efectos económicos de la guerra ya se sufren en toda Europa en forma de altas tasas de inflación, pérdida sustancial del poder adquisitivo de los salarios y encarecimiento de energías fósiles y diferentes materias primas.

Los rápidos apuntes anteriores ilustran las múltiples vías por las que la continuidad de la guerra puede acabar golpeando al conjunto de la humanidad. A los innegables riesgos de nuclearización del conflicto militar hay que sumar los inevitables desabastecimiento y escasez en los próximos meses de materias primas alimentarias producidas por Rusia y Ucrania que supondrán, en los países de baja renta, hambrunas masivas que harán que cientos de millones de personas sufran inseguridad alimentaria aguda en todo el mundo.  

Que la economía rusa tenga los pies de barro no permite despreciar los amplios márgenes de presión comercial que puede utilizar el régimen de Putin para conseguir apoyos  

En el caso de Europa, el corte en los suministros del gas ruso que progresivamente va adoptando el régimen de Putin terminarán afectando, de continuar la guerra, más significativamente que hasta ahora a los precios, la actividad económica y el tejido productivo europeos. A lo que hay que añadir las consecuencias de un corte en la oferta de metales que son esenciales para la producción industrial y, específicamente, para el desarrollo de las energías renovables y que, de no estar disponibles, retrasarían y encarecerían la necesaria transición energética y reforzarían la inflación importada.

Piénsese que Rusia, además de acreditar en 2020 altos porcentajes de la producción mundial de energías fósiles (16,6% del gas natural, 12,1% del petróleo o 5,2% del carbón) y de trigo (10,6%), también genera el 43,8% de la oferta mundial de paladio, el 16,4% de titanio, el 7% de níquel, el 5,9% de aluminio o el 4,2% de cobre. Que la economía rusa tenga los pies de barro, por su dependencia extrema de las exportaciones de estas materias primas (lo que demostraría, de paso, la escasa envergadura, calidad y competitividad de su aparato industrial y la vulnerabilidad de sus equilibrios macroeconómicos básicos, que dependen completamente de los precios y los mercados mundiales), no permite despreciar los amplios márgenes de presión comercial que puede utilizar el régimen de Putin para conseguir apoyos.  

Las tareas a favor de la paz

Sería pedir peras al olmo que la OTAN, una alianza militar de otra época que nunca se ha distinguido por sutilezas diplomáticas o mínimas inclinaciones pacifistas (siempre han sido otros sus cometidos, especialización o misión), se involucrara en las tareas para conseguir un alto el fuego temporal que evite la continuidad de la guerra abierta y los desastres que ocasiona; pero no sería tan iluso exigir más iniciativa a nuestras instituciones comunitarias en las tareas diplomáticas destinadas a desescalar el conflicto o en el diseño y la puesta en marcha de una política comunitaria de defensa y seguridad que permita superar a medio plazo la evidente vulnerabilidad militar demostrada por Europa y su extrema dependencia de una alianza militar como la OTAN.

La UE no puede determinar por sí sola el futuro de la guerra en Ucrania ni el inicio o el curso de las negociaciones para poner fin o, al menos, congelar en su estadio actual el conflicto militar, pero sí puede jugar un papel más activo en la búsqueda de una aproximación diplomática y, al tiempo, de un progresivo aumento de autonomía estratégica en defensa propia. La UE necesita una política específicamente comunitaria de seguridad militar que le permita marcar un perfil europeo a su estrategia de defensa y ganar peso y autonomía en la tarea de propiciar la paz en Europa.  

OTAN

La OTAN no está en condiciones de superar la imagen y las inercias que arrastra ni puede aspirar a convertirse en un factor que propicie la paz en el siglo XXI. La OTAN sigue teniendo las jerarquías y los mandatos de un mundo desaparecido que estaba regido por la confrontación militar nuclear entre dos grandes bloques militares equipados con ideologías extremadamente densas y antagónicas, sistemas económicos muy diferentes y un similar empeño por atraer a los países del Tercer Mundo que, en general, pretendían con bastante buen criterio, aunque no siempre lo consiguieron, mantener las distancias respecto a las disputas entre los dos bloques. La paz en ese mundo bipolar se sostenía en el funambulismo de una carrera armamentista nuclearizada que aseguraba la destrucción del otro bloque, en el caso de que emprendiera un ataque preventivo; lo que permitió durante décadas mantener una paz armada efectiva, aunque muy frágil, en el escenario europeo.

Ese mundo bipolar que reforzó a la OTAN y a una concepción militarista de la preservación de la paz desapareció felizmente con la implosión de los sistemas de tipo soviético en Europa hace tres décadas (tras la caída del Muro de Berlín en 1989) y la UE no debería aceptar ni permitir que el aventurerismo militar de gran potencia nuclear frustrada que encarna y encabeza Putin lo resucite. Tampoco, que los intereses particulares de EEUU tengan un peso tan decisivo en la defensa militar de Europa como en el pasado siglo XX. La respuesta a las tensiones bélicas actuales no pasa tanto por incrementar los gastos militares, ya demasiado abultados y con un carácter improductivo y despilfarrador mil veces demostrado, como por construir una política de defensa y seguridad comunitaria progresivamente autónoma de la protección militar que ofrece la OTAN. No se trata, por tanto, de oponerse por principios al aumento de los gastos militares en la actual situación de guerra, porque supondría un incentivo para el régimen de Putin y un premio a la invasión de Ucrania que la inmensa mayoría de la ciudadanía comunitaria no entendería; tampoco se trata de oponerse a la ampliación de la OTAN justo en el momento en el que solicitan su incorporación dos países soberanos y democráticos, Finlandia y Suecia, que se sienten directamente amenazados por Rusia, que atesoran una larga y directa experiencia de las ventajas de la neutralidad y que cuentan con opiniones públicas suficientemente informadas y responsables. ¿Cómo entendería el régimen de Putin el rechazo a esa solicitud de incorporación? Y, sobre todo, ¿cómo lo entenderían las ciudadanías finlandesa y sueca que mayoritariamente consideran que su integración en la OTAN les ofrece más seguridad? Las tareas pacifistas del momento tienen más que ver con la promoción de un amplio consenso político y social en torno a la idea de que es posible emprender junto a todos los países comunitarios de la OTAN una vía de construcción de una política europea de seguridad eficaz, más incardinada en la cooperación entre los socios de la UE que en el resurgimiento de los bloques militares o de una Guerra Fría que corresponden a inercias, ideologías y tiempos pretéritos.  

El proyecto de unidad europea en el que hoy participan 27 Estados nació hace más de 70 años con los objetivos de impedir una nueva guerra en Europa y de sostener su objetivo de paz en una cooperación económica creciente y una solidaridad entre los socios destinadas a hacer compatibles el desarrollo económico y la paz. Europa debe renovar y concretar ese compromiso a favor de una paz duradera y una democracia económica y social que expanda los derechos y libertades de todos y cada uno de los componentes de sociedades tan complejas, plurales y diversas como las europeas. Más aún en una situación de tensión bélica que supone la mayor amenaza desde la II Guerra Mundial para la ciudadanía, las naciones europeas y los valores universales a favor de la paz, la democracia y el respeto a los Derechos Humanos que estuvieron en el origen del proyecto europeo.

Putin y el régimen ultranacionalista y belicista que encabeza no pueden aspirar a ser una alternativa o un socio en el que puedan confiar los países y las sociedades de la UE. Putin es un enemigo temible del actual proyecto de unidad europeo por el arsenal nuclear del que dispone y por su disposición a utilizarlo como amenaza creíble para conseguir imponer sus puntos de vista. Paradójicamente, aunque su armamento nuclear se basta para destruir muchas veces nuestro planeta y pulverizar al conjunto de la población mundial, Rusia no tiene la capacidad económica ni militar que le permita mantener una ocupación prolongada y efectiva del conjunto del territorio ucraniano.

Rusia tiene un PIB que supera por poco el de España y que en términos per cápita apenas supone un tercio del de España

Rusia tiene un PIB que supera por poco el de España (1,5 billones de $ frente a 1,3) y que en términos per cápita apenas supone un tercio del de España (10.295 $ frente a 27.057). Los gastos y las fuerzas militares de Rusia son mucho mayores que los de Ucrania, por lo que podría bombardear y machacar al país que ha invadido, pero han bastado tres meses de guerra para demostrar que no puede sofocar la resistencia del pueblo ucraniano. El gasto militar ruso supone un porcentaje ridículo del de EEUU (apenas un 8,2% del presupuesto militar estadounidense) y es de una cuantía similar al de los grandes países europeos como Reino Unido (68.400 millones), Francia (56.600 millones) o Alemania (55.600 millones), por lo que tampoco está en condiciones de impedir que la resistencia ucraniana siga recibiendo armas muy eficaces.  

Rusia tiene una alta capacidad de investigación y desarrollo de nuevo armamento sofisticado, pero no puede (como tampoco podían los sistemas económicos de tipo soviético) extender a su tejido productivo esas innovaciones tecnológicas ni producir armamento sofisticado en la cantidad que requiere una guerra prolongada. La economía rusa sigue teniendo un patrón de comercio exterior parecido al de la desaparecida URSS y similar al de los países subdesarrollados: alrededor del 80% de sus exportaciones son materias primas y un porcentaje similar de sus importaciones, en torno al 75%, son manufacturas que compra a países con altos niveles de desarrollo industrial. En esas condiciones, sus cuentas públicas y exteriores dependen por completo del precio internacional de las materias primas y la financiación de sus inversiones modernizadoras también dependen totalmente de los mercados mundiales de capital.  

Pese a todas esas deficiencias, hay que tomarse muy en serio a Putin, sus amenazas nucleares y la criminal invasión militar de Ucrania que protagoniza su régimen, pero las respuestas adecuadas a los desafíos que plantea no están en el pasado ni en el viento, sino en el futuro de una acción cooperativa comunitaria que permita transitar desde la actual política de defensa europea que encabezan la OTAN y  EEUU a una alianza defensiva, específicamente comunitaria, que afiance progresivamente su carácter autónomo y se sustente en los valores pacifistas y democráticos que han guiado los mejores momentos de la construcción de la unidad europea. De nada vale rescatar del baúl de los recuerdos consignas y objetivos de otra época que poco o nada tienen que ver con el momento y las tareas que corresponden al carácter inédito de la situación actual. Tampoco sería aceptable doblegarse a los dictados de Putin o empujar a Ucrania a que se doblegue y se rinda. Se equivocaría la UE si desistiera en la obligación política y moral de continuar apoyando a un pueblo y a un país europeo que encarna la defensa de la legalidad internacional frente a la razón de la fuerza militar.

Las izquierdas, tanto las surgidas del acabamiento de las organizaciones comunistas europeas que trataron de seguir la senda trazada por el gran acontecimiento que supuso la Revolución de Octubre como las organizaciones más recientes que han configurado el nuevo populismo progresista, tienen que repensar el confuso papel que están jugando en el ruidoso debate público que la guerra en Ucrania está generando. Hay mucho que reflexionar y cambiar para que la cacofonía no impida la escucha o el diálogo público y la acción política. Si no lo hacen, sea por comodidad o por miedo a gestionar las discrepancias internas, las izquierdas seguirán profundizando los procesos que están conduciendo a su falta de sintonía con la sociedad realmente existente, decreciente representatividad política y escasa capacidad de analizar un mundo en cambio y crecientemente inestable. Afinar su discurso y aclarar sus objetivos son requisitos indispensables para que la izquierda pueda convertirse en actor, junto a otros muchos, de las tareas a favor de la paz y del cambio progresista real que necesita la mayoría social. Diluirse en un magma discursivo e ideológico impreciso o confuso permite cargarse de todo tipo de consignas contradictorias, pero impide llevar a cabo una acción política pacifista e incorporar al ideario de izquierdas una pulsión pacifista viable y realista que conecte las tareas actuales contra la guerra en Ucrania con la mejor tradición pacifista y antimilitarista de la sociedad española de las últimas décadas.

Límites y responsabilidades de la UE en las tareas a favor de la paz