miércoles. 24.04.2024

 

Por desgracia esa cobarde pandilla de criminales que asesinaron con una paliza colectiva a Samuel en Coruña representan a una parte de nuestra sociedad. Representan a esa gente que se aterroriza ante aquellas personas que se atreven a ser diferentes, a fuer de ser auténticas; esas gentes que no soportan el vértigo de asomarse a lo que para ellos supone un pavoroso abismo: la valentía de quienes logran asumir su propia condición y vivir la diversidad.

Gentes taradas que no logran alcanzar la categoría de personas, y que esconden sus inseguridades, sus miedos, sus frustraciones y su incapacidad en el odio de la jauría. El odio y la envidia vengativa contra quienes han sabido afrontar el riesgo de ser personas de verdad, de superar el miedo a asumir públicamente su propia realidad, y de vivirla con serena naturalidad; a pesar de saber que existe aún ese medio hostil y esa amenaza, explícita o latente, de la jauría.

En definitiva, es responsabilidad de todos y cada uno de nosotros barrer los polvos que, tarde o temprano, terminan provocando estos infectos lodos

No debemos ocultar nuestra indignación más potente, ni dejar de sacarla a la calle cuando se producen estos actos de barbarie. Pero hemos de saber sentirla cada día, de llevarla, muy bien dosificada, a nuestros centros de trabajo, a nuestros lugares de encuentro y convivencia, a los bares, a las redes sociales, y a todos los rincones, para hacerla reaccionar, serena pero firmemente, ante cualquier atisbo -por leve que sea o que parezca- de la huella de la jauría: ante cualquier broma, cualquier chiste, cualquier mínimo atropello a la convivencia, en pie de igualdad, de todas y de todos, sea cual sea su lícita inclinación personal o sexual.

Pero no basta con la indignación. Necesitamos sentir también la vergüenza de pertenecer a una sociedad en la que aún existe ese tipo de asesinos, de cómplices y de testigos cobardes y pasivos. Una vergüenza activa que se rebele contra sí misma, y que nos espolee continuamente ante cualquier gesto de intolerancia, o ante cualquier semilla de mala hierba que pretenda quebrar la convivencia.

Hemos de estar orgullosos de que tenemos una sociedad tolerante, una sociedad pionera en el reconocimiento de los derechos civiles. De todos los derechos civiles. De los derechos de conciencia. Pero hemos de ser conscientes de que también existe entre nosotros ese instinto de jauría inhumana. Y de que tenemos el peligro de quedarnos pasivos, de tolerar a quienes salpican nuestra convivencia con el lodo de comentarios maliciosos, de bromas groseras, de insinuaciones que corrompen el respeto a la igualdad y a la diversidad.

Y hemos de ser conscientes de que, si no queremos encontrarnos alguna vez paralizados por el pánico de enfrentarnos a la brutalidad extrema -como les ocurrió a algunas personas que tuvieron que presenciar la paliza que asesinó a Samuel-, no tenemos más remedio que hacer el esfuerzo cotidiano de atajar cívicamente -cada día- cualquier intento, cualquier reflejo, cualquier expresión de intolerancia. Cualquier indicio de la presencia de la jauría que, aunque no sea mayoritaria, aún persiste en nuestra sociedad.

Y de enfrentar cualquier intento de enmascarar las expresiones de odio, las manifestaciones de desprecio por el diferente, o las intoxicaciones sociales promovidas por grupos corruptores de nuestro pacífico entendimiento social, excusándolas en que corresponden al ejercicio de la libertad de expresión. Incluso aunque esas excusas vayan disfrazadas de sentencia judicial. Porque la trivialización de tales aberraciones tiende a alimentar y fomentar -voluntaria o involuntariamente- todo un entramado que se encamina a destrozar nuestra convivencia y, en último término, a subvertir nuestro Estado de Derecho.

En definitiva, es responsabilidad de todos y cada uno de nosotros barrer los polvos que, tarde o temprano, terminan provocando estos infectos lodos.

La jauría inhumana