jueves. 25.04.2024
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Puigdemont en una imagen de archivo.

Mientras comenzaba a funcionar la mesa de diálogo entre el Gobierno de la Nación y el Govern de la Generalitat, la gente del partido de Puigdemont se quedaba fuera de ese espacio político de diálogo. Todo un símbolo. Y mientras, Puigdemont, pendiente de un fallo judicial de la justicia europea por un recurso sobre su inmunidad, vagaba errático por fuera del terreno de juego político español y europeo.

El mecanismo era simple: el Parlamento Europeo le había retirado la inmunidad, pero un recurso de la defensa del afectado lograba posponer cualquier iniciativa judicial contra él fuera de España. Hecho que hacía que la famosa euroorden de detención para reclamar su extradición quedara, por pura lógica, realmente en suspenso y supeditada al pronunciamiento definitivo del tribunal europeo.

Muchos pensábamos que el juez Llarena había aplazado dicha euroorden hasta que pudiera surtir efectos eficientes frente a un Puigdemont ya inerme, en el caso de que la justicia europea rechazara el recurso y lo dejara de forma incontrovertida completamente sin inmunidad.

En esa situación, el peso político del expresident fugado iba reduciéndose de una manera directamente proporcional al olvido que genera el paso del tiempo, y a la propia irrelevancia que él mismo alimentaba con sus visitas de estímulo a marginales separatistas del espectro europeo, como algunos de los sardos a quienes iba a visitar en este viaje glorificado.

Se ha especulado mucho sobre las causas de su sorprendente detención, y sobre lo extraño de la actuación de la policía de Cerdeña que, de pronto, se da cuenta de que existe una orden de detención, que otras muchas policías han ignorado por los motivos que comentábamos al principio. Pero sea cual sea el motivo de esa actuación policial, lo que llama verdaderamente la atención es que un juez del Tribunal Supremo español, con la experiencia de Llarena, e incluso con un currículum en el que algunos destacan la prudencia, primero no hubiera suspendido la euroorden -él que incluso había hecho una consulta a la justicia europea-, y segundo, en lugar de una rápida y bien medida reflexión calculando el recorrido que podía llegar a tener la actuación policial sarda -a la vista del contexto judicial existente- se lanzara a aportar de inmediato la famosa euroorden, con la esperanza de que una jueza italiana le entregara al fugado.

¿No habría sido más ponderado analizar lo que tantos expertos jurídicos ya estaban haciendo públicamente, para darse cuenta de que ningún juez europeo iba a hollar el territorio por ahora ocupado por la justicia de la Unión, resolviendo contra toda lógica decisiones que la propia justicia europea habría desacreditado?

Vale que los jueces están investidos de la llamada potestad jurisdiccional, que les da autonomía y poder para juzgar, pero que dista mucho de la infalibilidad que los católicos le atribuyen al papa (por cierto, cada vez con menor convicción). Pero ante un caso tan delicado, por los escarmientos sufridos anteriormente, ¿no podría el propio juez Llarena haber consultado su actuación con la cúpula del propio Tribunal Supremo, cuando menos para formarse un juicio más ponderado? ¿O sí lo hizo? Porque si es así, el caso se agrava, ya que se supone que la orientación recibida reforzaba su actuación que, vista desde fuera, parece cuando menos imprudente.

Por ciega que quieran pintar a la Justicia, no puede ésta actuar sin contexto. Más bien ha de tener en cuenta los diferentes condicionantes y matices de la situación en la que se desenvuelve. Sobre todo, cuando otras instancias judiciales superiores tienen en sus manos esa situación. Y medir pacientemente los tiempos para actuar; y tener en cuenta todas las restantes circunstancias -también las políticas- que están afectadas. Porque estamos en un tiempo en el que el bien de España exige no alborotar el gallinero, y en el que nuestra justicia necesita no llevarse revolcones innecesarios, y velar por su propio prestigio y autoridad, apareciendo ante el resto de Europa mesurada, prudente, nada impaciente, y carente de lo que podría interpretarse como un afán punitivo.

Todo esto pensando bien, y no cayendo en teorías conspirativas -que haberlas haylas- en las que algunos se figuran al tercer poder del Estado, y a algunos órganos o personas de sectores compartidos entre poderes, enredando para  interferir irresponsablemente en lo que el segundo poder intenta construir.

La justicia española regala minutos de gloria a Puigdemont