martes. 19.03.2024
PSOE Congreso
 

Ha demostrado el gobierno de Pedro Sánchez, coaligado con Unidas Podemos, una eficacia y una estabilidad que pocos estaban dispuestos a concederle después del triunfo de la moción de censura que desalojó a Rajoy de la presidencia. Las circunstancias políticas y sociales han sido de un enjundioso brete, algunas como la pandemia de imprevisible agenda, y, otras, sobre todo, por esa morbosa afición nacional al particularismo y los compartimentos estancos, que conducen a la construcción de patrias pequeñas e intolerantes donde caben muy pocos ciudadanos y mucho fanatismo. La Transición supuso ese equilibrio inestable de reconducir con apariencia democrática todos los antivalores, prejuicios y metafísica represiva nacida el 18 de julio de 1936, aquel terruño que Azaña atisbó premonitoriamente: “Hay o puede haber en España todos los fascistas que se quiera. Pero un régimen fascista no lo habrá. Si triunfara un movimiento de fuerza contra la República, recaeríamos en una dictadura militar y eclesiástica de tipo español tradicional (…). Sables, casullas, desfiles militares y homenajes a la Virgen del Pilar. Por ese lado, el país no dará otra cosa”. Es por ello que la democracia nunca juzgó al franquismo, ni moral ni materialmente.

La promiscuidad con la qué hoy actúa el Poder Judicial en los asuntos políticos, el exceso de influencia fáctica de los actores económicos empresariales, el derechismo tardofranquista de los conservadores, incluido Felipe VI, malparando el poder arbitral del Estado por su intervencionismo autoritario e impropio, procuran un magma institucional donde las minorías mayoritarias en el Congreso y los gobiernos que ellas sostienen son consideradas por los partidos dinásticos y las hechuras retardatarias del régimen de la Transición ilegítimos en cuanto incompatibles ideológicamente con el franquismo reformado. Por ello, los panegíricos a la Transición que vierte la izquierda histórica -para hacer méritos de adaptación- y el recurso al pragmatismo ocasional de los hasta hace poco indignados al objeto de proveer algo de coherencia al hecho de que una mayoría parlamentaria rupturista sostenga a un gobierno que desiste del cambio y se adapta a las exigencias de los multidisciplinares poderes fácticos.

La cotidianidad deformante de esta arquitectura político-institucional se engarza, sin solución de continuidad, en la impotencia y el barullo o barullo para disimular la impotencia, como es el caso de la prometida derogación de la reforma laboral de Rajoy, que no tendrá lugar y cuyo resultado para los trabajadores es agarrarse a esa resignación que resulta de la búsqueda de lo menos malo. "Saldremos mejor de lo que estamos, pero peor de lo que estábamos antes del PP". No es baladí que la patronal busque el apoyo de Ciudadanos para sacar parlamentariamente la reforma de la reforma. No siempre se cumple lo que afirmaba Marco Aurelio: “Nada impide hacer lo que hay que hacer”. Y sin embargo, siempre será mejor para la España que representa la minoría mayoritaria sostenedora del ejecutivo -el país plural, progresista, de las mayorías sociales- que el tardofranquismo reformado del PP o Vox. No obstante, para evitar los déficits democráticos que arrastra el régimen de la Transición, la izquierda debería optar por ser menos resignada. Porque, entre otras cosas, como escribió Honoré de Balzac, la resignación es un suicidio cotidiano.

La izquierda resignada