viernes. 29.03.2024
congreso

Hace largo rato, en el contexto del régimen de la Transición, que los españoles nos hemos resignado a cohabitar con un oneroso déficit de convivencia democrática. Es el resultado de crisis inducidas que se solapan y adquieren bulto en contradicciones que cada vez son más incompatibles con una vida pública saneada y pulcra. Existe una profunda crisis de modelo de Estado que contamina, como consecuencia, todos los intersticios de la vida social y política hasta extremos sumamente extravagantes y predemocráticos. Comenzando por las peripecias poco ejemplares del rey emérito, que, preso de nostalgia –dice ahora que en España abdicar es un error- y con el deseo de volver a sus palacios y vida regalada, la fiscalía trabaja con arregosto en el zurcido jurídico que haga imperceptibles los rotos de Juan Carlos I.

La degradación humillante, por otra parte, del mundo del trabajo y la penuria de poder e influencia de las organizaciones que lo representa, han sedimentado tantos desequilibrios sociales y económicos que la desigualdad alcanza en España niveles de inmoralidad pública, con las grandes corporaciones, el verdadero poder político fáctico, actuando como oligopolios energéticos o financieros en contra de las clases populares lo que supone que los trabajadores y empleados reciban severas agresiones como asalariados, por un lado, con precariedad laboral y emolumentos de hambre y como consumidores, por otro, con desorbitados precios de la energía o financieros fuera de toda lógica economicista o ética. Y para que todo ello cuadre sin fisuras están los oligopolios mediáticos inspirando como normalidad democrática las aberraciones neoautoritarias en virtud de las cuales el malestar de la ciudadanía es simplemente una cuestión de orden público. El único testimonio de un número de la policía nacional puede privar a un diputado de su acta, cuestión, la de inhabilitar diputados, sin pruebas contundentes y por parte de la policía es una narrativa demasiado dramática para un régimen de libertades y donde Montesquieu es muy poco respetado. Se trata de una práctica que los tribunales internacionales denominan chilling effect: desalentar el ejercicio de los derechos ciudadanos. Si una persona sabe que en caso de acudir a una manifestación, aunque no haga nada o, peor aún, incluso aunque sea víctima de un abuso policial puede ser detenido y juzgado como cabeza de turco, el resultado es que la ciudadanía se lo piensa dos veces antes de ejercer derechos como la huelga o la reunión.

Pero lo verdaderamente grave es que el gobierno más progresista posible sustentado por una mayoría parlamentaria de sesgo rupturista reniega de la gestión ideológica y, por consiguiente, se afana en constituirse de cara a las mayorías sociales en un mal menor para ellas pero sin menoscabo de las élites y sus prerrogativas y privilegios en el Estado posfranquista. La permanente contumacia del Poder Judicial en un carpetovetonismo excesivamente osado, tiende, por ello, al cobijo judicial de los poderes fácticos, es decir, aquellos que mantienen la arquitectura estructural del Estado posfranquista: los sillares institucionales que sin someterse al escrutinio ciudadano influyen en los órganos democráticos. Atrás quedaron las grandes reformas constitucionales, en un momento necesarias y ahora inoportunas, puesto que el régimen del 78 no demanda para su supervivencia calidad democrática, sino al contrario, oscuridad en la narración fundante de la Monarquía de Juan Carlos I.

El sentido común del sistema está vertebrado estructuralmente tan escorado a la derecha que los partidos de izquierda se han convertido en gestores funcionariales que se consideran de Estado y cuya ideología es escamoteada por vagos esguinces intelectuales de transversalidad o pragmatismo posmodernos –los grandes relatos han muerto- con el único consuelo para las clases populares de que los gobiernos de la derecha son mucho más dañinos social y políticamente.

La izquierda en España, el mal menor