jueves. 25.04.2024
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Este es el segundo de una serie de tres artículos sobre desigualdad. El primero de ellos trataba sobre la desigualdad y sus implicaciones morales. En este segundo texto trataré de aproximarme a la desigualdad prescindiendo de tales consideraciones, situando el debate en términos estrictamente funcionales. La pregunta entonces es: ¿contribuye la desigualdad a los fines que persigue la sociedad en la que vivimos?

Antes de contestar a esta pregunta, debemos cuestionarnos dos cosas. En primer lugar, ¿qué fines persigue nuestra sociedad?, y, en segundo lugar, ¿qué entendemos por desigualdad?

La Constitución española, en su artículo 1 establece que España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político. Además, por definición, la economía persigue la asignación más adecuada de los recursos para satisfacer las necesidades de las personas. En particular, la economía trata de cómo los individuos alcanzan el nivel de satisfacción material más alto posible a partir de los recursos disponibles. Podemos considerar que estos son los fines que persigue nuestro modelo de sociedad.

En EE.UU. esta desigualdad se agudizó durante la década de los años 20, alcanzando su tasa más alta en 1929, justo antes de la Gran Depresión

Con respecto a la cuestión de la desigualdad, hasta hace unos años esta se medía esencialmente a través de variables tales como el PIB per cápita. En la década de los 90 del siglo pasado, Naciones Unidas creó un indicador que llamó Índice de Desarrollo Humano, que incluye variables relativas a la salud, la educación y el nivel económico. Asimismo, diseñó instrumentos que permiten identificar el porcentaje de la población de un país que se encuentra excluida de ese tipo de desarrollo. Surgieron, de este modo, los Índices de Pobreza Humana y de Pobreza Multidimensional. Desde luego hoy no podemos hablar de desigualdad sin hablar de educación y de salud, pero también de desigualdad de género, de brecha digital o de personas que han nacido lejos de su lugar de residencia y que se han visto obligadas a emigrar.

Para facilitar el análisis, vamos a centrar nuestra atención en la desigualdad económica que, por otra parte, se encuentra siempre en el centro de todas las desigualdades. Sin embargo, no vamos a utilizar el indicador del PIB per cápita, sino la diferencia entre los ingresos de los más ricos (que siempre son una minoría muy pequeña) y los de las demás personas.

Veamos algunos datos, extraídos fundamentalmente del trabajo de Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI.

La desigualdad ha cambiado mucho en nuestras sociedades a lo largo de la historia reciente. Antes de la Primera Guerra Mundial (1910), la desigualdad era extrema. Tanto en EE.UU. como en Europa, el 10% de las personas más ricas percibían entre el 40% y el 50% de las rentas y eran poseedoras de entre el 80% y el 90% de la riqueza patrimonial y de sus rentas (más en Europa que en EE.UU.). En aquel tiempo, solo el 1% de los más ricos era propietario del 50% de todos los bienes que podían ser poseídos. Era esta una riqueza esencialmente basada en la posesión de patrimonio y en las rentas derivadas de este.

Desde 2008 hasta la actualidad, esta tendencia no ha hecho más que incrementarse. Una característica esencial de este proceso de incremento de la desigualdad es que está basado en el crecimiento desproporcionado de las retribuciones de los altos directivos

En EE.UU. esta desigualdad se agudizó durante la década de los años 20, alcanzando su tasa más alta en 1929, justo antes de la Gran Depresión. En Europa, la I Guerra Mundial provocó un descenso de los índices de desigualdad seguido de una reconstrucción de esta, que volvió a crecer hasta el fin de la década de los años 20. Desde entonces hasta el fin de la II Guerra Mundial, la desigualdad descendió, aunque no de forma regular. La participación del 10% más rico se redujo hasta situarse casi 20 puntos por debajo de los valores alcanzados en 1929. Esta caída se debió, principalmente al enorme descenso de los ingresos del capital, como consecuencia de las dos guerras y del Crack del 29. En cambio, en esa etapa, la distribución de los ingresos salariales permaneció más o menos estable. Esto no quiere decir que los ingresos fuesen estables, sino su distribución. A esa estabilidad contribuyó mucho la masa salarial del sector público.

Desde 1942 a 1972 se produjo un periodo de cierta estabilidad, con unos índices de desigualdad moderados. En este periodo, el 10% más rico percibía entre el 30% y el 35% del total de la renta (incluidas las rentas del trabajo y también las rentas del capital). Fueron los años de mayor crecimiento y prosperidad a ambos lados del Atlántico. Se llamaron Los 30 gloriosos. Lógicamente, la intrahistoria de España, sometida a la dictadura de Franco, requeriría un estudio aparte, pero ese no es el tema de este artículo.

Lo que ocurrió a partir de ese momento es, sencillamente, que los ingresos de los más ricos se dispararon de forma desproporcionada, sobre todo en EE.UU. Allí, el 10% más rico comenzó a elevar sus retribuciones hasta volver, en 2007, justo antes de la Gran Recesión, a unos índices de desigualdad equivalentes a los de 1929. El proceso fue el mismo en Reino Unido, aunque con tasas de desigualdad un poco menos pronunciadas. El resto de los países de Europa y también de otros países desarrollados y emergentes del mundo siguieron el mismo camino, aunque con una década de retraso.

Desde 2008 hasta la actualidad, esta tendencia no ha hecho más que incrementarse. Una característica esencial de este proceso de incremento de la desigualdad es que está basado en el crecimiento desproporcionado de las retribuciones de los altos directivos, mientras los grupos sociales desposeídos perciben cada vez menos proporción de las rentas del trabajo. Es lo que algunos han llamado una sociedad de superejecutivos. De hecho, el 10% de los norteamericanos más ricos se ha apropiado del 75% de todo el crecimiento producido entre 1977 y 2007 y el 1% por sí solo ha absorbido el 60% de dicho crecimiento.

Llama la atención que los índices más altos de desigualdad a lo largo del siglo pasado se hayan alcanzado en los momentos previos a las dos grandes crisis económicas: 1929 y 2007. No cabe duda de que la pérdida de poder adquisitivo de las clases medias y, en los casos más extremos, su práctica extinción, contribuyó en gran medida a las causas de la crisis hipotecaria de 2008.

También llama la atención que, tras la última gran crisis, las políticas de los gobiernos no hayan sido capaces de moderar ni mucho menos de reducir tan desproporcionados índices de desigualdad. En ello ha tenido mucho que ver otra característica esencial de este proceso: la desaparición casi por completo de la riqueza pública. Desde los años 80 del siglo pasado, la propiedad de la riqueza pública ha pasado a manos privadas, lo que limita enormemente la capacidad de los gobiernos para reducir la desigualdad.

Podemos considerar que tanto la educación como la salud poseen un valor intrínseco. Tal y como dice Piketty Así como el objetivo general del sector la salud no es el de proveer de trabajadores con buena salud a los demás sectores, el de la educación no es el de preparar para un oficio en los demás sectores. Tanto la salud como la educación constituyen objetivos mismos de la civilización. Sin embargo, desde una perspectiva utilitarista, ¿qué sentido tiene destruir el sistema sanitario público y el sistema educativo público? ¿Contribuye esto a cumplir en alguna medida con los fines que persigue nuestro modelo de sociedad? ¿En qué sentido puede contribuir?

Podemos considerar, asimismo, que la democracia y el pluralismo político son fines propios de nuestro modelo (teórico) de sociedad. Sin embargo, el grado de desigualdad alcanzado tiene implicaciones de todo tipo. Como recuerda Noam Chomsky en el documental titulado Concentración de riqueza y poder, la concentración extrema de la riqueza implica una concentración equivalente del poder lo que, en definitiva, significa una corrosión inevitable de la democracia. A los poderosos no les gusta compartir su riqueza ni tampoco compartir el poder, de modo que nuestras sociedades se vuelven cada vez menos democráticas.

Para mantener tales índices de desigualdad, las élites necesitan una aparato represivo muy bien armado o bien un sistema de legitimación muy capaz. En realidad, necesitan ambas cosas. Así, resulta que los movimientos populares que han reclamado un mayor grado de igualdad han sido brutalmente reprimidos en todo el mundo y, por otra parte, en nuestras sociedades se ha desarrollado un poderoso sistema de legitimación de la desigualdad basado en una supuesta meritocracia (difícil de sostener desde el punto de vista de la productividad marginal dada la superconcentración de ingresos) y en la identificación de los intereses de la clase dominante con los intereses generales. De esta forma, quienes se oponen a un sistema que genera desigualdad, pobreza y desprotección suelen ser calificados como traidores a la nación. Es un modelo de discriminación que nos acerca peligrosamente al totalitarismo.

El modo en que el mundo decida salir de esta crisis, la provocada por la pandemia del COVID-19, será determinante para lo que pueda suceder en las próximas décadas. Para cumplir con los objetivos que nos hemos dado como sociedad, por encima de cualquier consideración moral, necesitamos un sistema impositivo progresivo que devuelva a los gobiernos la capacidad de tomar medidas que reduzcan la desigualdad; necesitamos, asimismo, un registro financiero global que dé cuenta de la propiedad de los activos financieros y que permita limitar la evasión fiscal y el lavado de dinero; nos hace falta un sistema que garantice un acceso universal a una sanidad pública de calidad; y necesitamos también un sistema educativo que asegure que todas las personas tienen acceso al conocimiento y desarrollan plenamente sus capacidades intelectuales, incluida su capacidad crítica.

En definitiva, quizá estamos en un momento en el que las opciones son muy limitadas: si continuamos por el camino de la acumulación de riqueza y de poder en manos de una minoría cada vez más restringida, es probable que avancemos, de crisis en crisis, hacia el totalitarismo, con consecuencias imprevisibles. En cambio, si decidimos salir de esta situación con una estrategia de reconstrucción de nuestras estructuras sociales sobre la base de una mayor igualdad, entonces es posible que haya un futuro mejor para todos.


Bibliografía de referencia y fuentes:

  • Mochón, F. (1993), Economía. Teoría y política, Madrid, en Ed. McGraw-Hill.
  • Fundación FOESSA (2019), VIII Informe sobre exclusión y desarrollo social en España
  • Piketty, T. (2014), El capital en el siglo XXI, Madrid, en Ed. Fondo de cultura económica.
  • Chomsky, N. (2015), Réquiem por el sueño americano, EE. UU.

Igualdad y desigualdad en perspectiva extramoral