jueves. 28.03.2024
colectivo

A Mónica Mayo


Hace relativamente poco tiempo, mis alumnos de 4º de la ESO me preguntaron la utilidad que tenía para sus vidas futuras conocer quiénes eran Emilia Pardo Bazán o Eichmann. Como profesor de Lengua y Literatura y de Historia, traté de explicarles que, al igual que la literatura nos permite conocer, entre otros aspectos, cómo fuimos en el pasado, el conocimiento de la historia no sirve únicamente para prevenir errores, algunos peores que otros, ya cometidos, sino que también nos hace posible avanzar y evolucionar como seres humanos organizados en sociedad.

En las últimas semanas, una gran parte de la población mundial está viviendo un acontecimiento sin precedentes. Si hace cinco meses nos hubieran preguntado por esta cuarentena casi global, la mayoría de nosotros hubiera contestado que se trataba del argumento extraído de Years and Years, una serie que la HBO emitió en mayo del pasado año y cuyo visionado es más que recomendable. No obstante, aquí estamos, encerrados en nuestras casas y con coches policiales patrullando las calles para que cumplamos nuestro deber como ciudadanos, algo que muchas personas parecen no entender todavía.

Esta cuarentena nos está mostrando, a pesar de todo, aspectos muy positivos de la sociedad: vecinos que juegan al bingo, deleitan con su música o juegan al pin pon; coches patrulla andaluces que imitan a procesiones que no saldrán a la calle este año, por el bien de todos; aplausos o caceroladas colectivas, según las prioridades de cada persona, en honor de aquellos gremios que nos salvan la vida o nos atracan sin armas; personas jóvenes que se ofrecen de manera altruista a hacer la compra a personas de avanzada edad, por formar parte de un grupo de riesgo; y un sinfín de situaciones que nos llegan todos los días a nuestros móviles. Por desgracia, no debemos olvidar tampoco a las víctimas de violencia machista o de abusos sexuales, que están obligadas a verse confinadas en las cuatro paredes de sus respectivas prisiones con sus maltratadores, y cuya existencia no debemos pasar por alto con facilidad.

Este confinamiento nos puede enseñar muchísimo como personas y como ciudadanos de un sistema económico y político cada vez más globalizado y neoliberal. Esta misma mañana, una alumna, a la que intento enseñar sintaxis usando Gmail, me preguntaba cuándo volveríamos a clase; le he tenido que contestar que no lo sé, ya que, hace dos días, el ministro Ábalos aseguró que el estado de alarma se extendería más de los quince días previstos inicialmente. Quién sabe si serán más o si tendremos que estar encerrados ocho semanas como en China.

La historia, como ya he señalado, nos permite aprender de los errores y evolucionar como sociedad, pero, cuando la estudiamos, se tiende tomar muchísima distancia con los acontecimientos investigados y analizados. Se tiende a pensar también que las personas a las que le tocó vivir aquellos acontecimientos podían imaginar cuándo acabarían o los resultados, pero no se nos suele ocurrir pensar que tuvieron la misma incertidumbre, peor aún si cabe, que he tenido yo esta mañana al contestar el correo de mi alumna. Uno de los errores de la enseñanza de la historia es que se estudian especialmente los principales acontecimientos históricos, pues en raras ocasiones se produce un acercamiento a las personas que vivieron dichos hechos para aprender de sus percepciones.

Ninguna persona suele creer que algo horrible le va a suceder; en los años de la Guerra Civil o de la Segunda Guerra Mundial, por nombrar dos de los peores conflictos bélicos del siglo XX, ninguna persona que sufriese dichas contiendas podía saber cuándo volvería todo a la normalidad que puede suceder a una guerra; tras la explosión de la planta nuclear de Chernóbil, ninguna persona superviviente pudo contestar si sus vidas volverían a ser las mismas, o hasta cuándo durarían las medidas derivadas de aquel trágico accidente. Pero en el siglo XX, todas sus vidas se vieron afectadas por ambas guerras y por aquella explosión.

Se suele afirmar que la historia es un conjunto de procesos que tiende a repetirse de distinta manera en lugares diferentes a los que ocurrió por primera vez; los habitantes de la entonces URSS tuvieron que abandonar sus casas por miedo a una muerte invisible, y menos de cuarenta años después, la población de medio mundo se ha visto obligada a permanecer en sus hogares por miedo a una enfermedad que puede colapsar los sistemas sanitario y económico mundiales, así como acabar con las vidas de un gran número de personas, como ya está sucediendo. En 2020, no sabemos asegurar cuándo volveremos a salir a la calle.

El ser humano tiene, por ello, una obligación para con sus antepasados, obligación que se nos olvida: tratar que las generaciones presentes y futuras no vuelvan a pasar por situaciones aparentemente superadas. Como no solemos apreciar, aunque debamos ser conscientes de ello, que estamos viviendo cambios históricos que probablemente se estudiarán en los libros de historia, nuestro primer paso consiste en asimilar que formamos parte de ella y que nos tocará vivir acontecimientos trascendentales como el actual. Si en 1937 ninguna judía alemana podía concebir que pudiera morir en un campo de concentración cinco años después, hace cinco meses no concebíamos que hubiese un estado de alarma en nuestro país debido a un virus altamente contagioso y mortal. Al igual que les ocurrió a ellos, nos ha ocurrido a nosotros. Es obligación ciudadana que vivamos conscientes de que, en cualquier momento, puede ocurrir un acontecimiento de estas, u otras, envergaduras, y no infravalorarlos.

Por tanto, debemos actuar conscientemente en nuestro día a día, como si una posible guerra civil pudiera sacudir de nuevo nuestro país al igual que lo hace en otros países del globo, o como si un dirigente político elegido democráticamente (¡sorpresa!) pudiese encerrar a niños en jaulas o vomitar discursos de odio cargados de machismo o racismo. Si algo nos enseñaba el final de Years and Years (por favor, véanla) era que tras la superación de crisis mundiales, otras vienen detrás; probablemente de otro tipo y que afecten de otra manera, pero crisis al fin y al cabo. Nuestro día a día como ciudadanos, como votantes y como animal social, debe contribuir a que dichas crisis no ocurran, o que se retrasen lo máximo posible.

Para que ello ocurra, tenemos que ser analíticos con la inestabilidad mundial actual. No sabemos qué mundo surgirá de esta crisis (¿surgirá China como primera potencia mientras EEUU se hunde?), al igual, y me repito, que ninguna estadounidense pudo conocer qué ocurriría con su vida cuando fue despedida después del martes más oscuro de la economía, pero se puede asegurar que el mundo resultante de esta crisis será distinto.  

Cuando podamos salir de nuestras casas y volver a tomar cervezas en las terrazas, debemos recordar que lo hacemos gracias a un sistema sanitario público cuyos integrantes hicieron una enorme labor durante semanas, mientras que la privada miraba para otro lado hasta que el Estado tuvo que intervenirla; debemos prohibirnos olvidar que parte de las medidas del Gobierno (aunque mejorables) fueron destinadas a sectores desfavorecidos de la sociedad, entre ellos las mujeres maltratadas; tendremos que acordarnos de aquellos dirigentes políticos de extrema derecha que desaparecieron del mapa al ver que la salvación social no era compatible con sus medidas, en las que abunda la privatización y el poder del euro; jamás deberíamos olvidar que las empresas privadas han seguido obligando a sus trabajadores a acudir a sus puestos de trabajo, a pesar de la amenaza que ello suponía, que han despedido a personas y han abierto ERTEs, incapaces de aceptar que tal vez deban perder capital durante unos meses por el bien común. La ley de la jungla no tiene cabida en nuestra sociedad.

Si cuando podamos volver a salir de nuestras casas y viajar a donde nos plazca recordamos todo esto, no dejaremos que nadie, absolutamente nadie, hable siquiera de recortes en la sanidad pública, a la que daremos el lugar que se merece; no dejaremos que las empresas privadas sigan teniendo el monopolio económico de un país a costa de explotar laboralmente a sus empleados, cuya salud importa menos que las ganancias económicas de cada ejercicio; no permitiremos que calen en nosotros discursos que aseguren que los virus tienen países de procedencia; nos daremos cuenta de la toxicidad y el peligro que habitan en las políticas neoliberales, en las que prima la ley del más fuerte (hi there, UK) y cuyo fin puede estar próximo; y lucharemos por mantener, gracias a una memoria colectiva, la camaradería social que ha surgido estos días entre los vecinos de nuestra sociedad.

Tal vez nuestros antepasados, ya fueran una gaditana de la posguerra, un judío polaco o una estadounidense despedida en 1929, podrían haber aprendido más de los errores históricos que vivieron. Tal vez no hubiera ocurrido la Segunda Guerra Mundial si el mundo hubiera aprendido de la finalizada en 1918; tal vez muchos países no sufrirían actualmente guerras civiles si mirasen los resultados de las ocurridas en otros hace décadas o siglos; o tal vez la crisis del 2008 no hubiera resultado en suicidios, familias sin recursos o pobreza infantil si los líderes políticos hubiesen dirigido sus políticas a priorizar lo social sobre la economía. No obstante, esos errores se repitieron y únicamente nos queda aprender de ellos. En nuestras manos está impedir que dentro de cincuenta años nuestros nietos, o nosotros mismos, tengamos que volver a recluirnos durante un mes, o más, para evitar que colapse nuestro sistema sanitario. Tal vez entonces, nuestros alumnos sepan por qué es importante conocer a Emilia Pardo Bazán o Eichmann.

La concienciación (y memoria) colectiva que emerge por la crisis del Covid19
Comentarios