sábado. 27.04.2024
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Panorámica antigua del hospital. Imagen del folleto publicitario del Hospital de los años 1930-1936. Imagen cedida por el Hospital de La Fuenfría.

Cuando ascendemos por alguno de los múltiples senderos del valle de La Fuenfría, si nos detenemos a contemplar las vistas desde algún claro del pinar, no nos pasará inadvertido, en las faldas de la Peña del Águila, el singular edificio con tejado azul turquesa del Hospital La Fuenfría, que este año cumple su centenario.

La ubicación de este precioso hospital en la Zona Periférica de Protección del Parque Nacional, no es en absoluto fortuita. En el siglo XIX, una de las principales causas de mortalidad en Europa era la tuberculosis, también conocida como consunción o tisis. A finales de ese siglo se realizaron importantes avances en el estudio de esta enfermedad, como el descubrimiento de la bacteria que la provoca (Mycobacterium tuberculosis,) por Robert Koch en 1882; pero no existía todavía un tratamiento eficaz para hacer frente a esta patología.

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Fachada sur del hospital. Imagen del folleto publicitario del Hospital de los años 1930-1936. Imagen cedida por el Hospital de La Fuenfría.

Ante esta situación dramática, basándose en las observaciones de médicos, humanistas, naturalistas y exploradores en sus viajes acerca de las condiciones y lugares en las que prevalecía menos la enfermedad, se generó una corriente salubrista que defendía que para la curación de estos pacientes era fundamental la pureza del aire y del agua así como la alimentación. Por ese motivo se construyeron múltiples sanatorios en la costa, justificados en la idea de que la exposición a la brisa marina y los baños de mar eran beneficiosos. Incluso en algunos sanatorios se reprodujeron las condiciones ambientales propias de las cuevas, iniciativa que fracasó estrepitosamente. Pero la corriente más importante y exitosa fue la que promocionó la construcción de sanatorios en lugares montañosos para exponer a los pacientes al aire puro, seco y frío y a las condiciones de altura, siguiendo los consejos del profesor de medicina Johann Lukas Schönlein y del explorador Alexander von Humboldt entre otros. Estos afirmaban que la tuberculosis no existía (afirmación un tanto exagerada) en los países montañosos y que por tanto, exponerse a las condiciones propias del ambiente de montaña debía ser también útil en el tratamiento de la enfermedad.

Estos sanatorios de altura, construidos por todo el mundo a finales del siglo XIX y principios del XX, evolucionaron con pequeñas diferencias en sus regímenes de cuidado, pero en general, se basaban en la exposición al aire de la montaña y al sol, el descanso, el ejercicio suave y la comida abundante.

Los médicos tisiólogos de la época defendían que la mayor pureza del aire de las montañas, desprovisto de polvo y gérmenes, era beneficiosa para la cura aséptica del pulmón lesionado. Además la “cura de sol” se consideraba más eficaz en altura por la “mayor pureza y transparencia del aire”.

Ya entonces los especialistas eran conscientes también del efecto de la altura sobre la estimulación de la producción de los glóbulos rojos, previniendo así las anemias asociadas a la tuberculosis; del efecto de la sequedad sobre las lesiones pulmonares que disminuía la expectoración, y de las bajas temperaturas que se consideraban terapéuticas para los pacientes febriles y los inapetentes.

En esos años, en Madrid como en toda Europa, la tuberculosis hacía estragos, especialmente entre las clases populares, cuyas condiciones de vida eran más insalubres por el hacinamiento en las viviendas, las duras condiciones laborales, la falta de higiene y la mala alimentación. En este contexto, el Dr. Eduardo Gómez Gereda, laringólogo y cofundador de la Liga Antituberculosa, y su compañero, el Dr. Félix Egaña, ilustre tisiólogo, se propusieron buscar la mejor ubicación en el entorno madrileño para la construcción del primer sanatorio de altura para tuberculosos, siguiendo el modelo suizo. Evidentemente, las condiciones propicias para el proyecto las encontraron en la Sierra de Guadarrama, donde se llevaron a cabo, en los siguientes años, la construcción del Real Sanatorio del Guadarrama en los montes de La Barranca y la del Sanatorio de La Fuenfría, en el valle homónimo. Posteriormente proliferarían estas instituciones por la región quedando todavía algunos de aquellos edificios en pie. Sin embargo pocos siguen funcionando como el de La Fuenfría que, después de cien años, continúa prestando sus servicios a la sanidad pública madrileña.

El 1 de diciembre de 1921 el rey Alfonso XIII, acompañado por la reina Victoria Eugenia, inauguró el Sanatorio de La Fuenfría,  acontecimiento que supuso un impulso  importante al desarrollo de la región, atrayendo trabajadores al pueblo de Cercedilla, visitantes adinerados de la ciudad y activando la economía por la necesidad de abastecimiento y servicios para el funcionamiento del sanatorio. Estos primeros años de vida coinciden asimismo con una etapa marcada por el desarrollo económico, científico, industrial, artístico, deportivo y pedagógico en la Sierra de Guadarrama.

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Vistas desde una galería de cura. Imagen del folleto publicitario del Hospital de los años 1930-1936. Imagen cedida por el Hospital de La Fuenfría.

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Paseo cubierto orientado al sur. Imagen del folleto publicitario del Hospital de los años 1930-1936. Imagen cedida por el Hospital de La Fuenfría.

Durante sus primeros años de funcionamiento, el sanatorio de La Fuenfría estuvo orientado al cuidado y reposo de pacientes de clases sociales altas, cuya situación económica les permitía el pago de las tarifas establecidas. Teniendo en cuenta que las estancias se prolongaban durante meses e incluso años, el coste del internamiento en un sanatorio de estas características solo estaba al alcance de las familias más privilegiadas.

En los documentos publicitarios de la época se destacaban como atractivos para los clientes los valores ambientales de la zona:

”Situado en uno de los más bellos parajes de la Sierra del Guadarrama…Desde el parque que rodea al edificio y desde las galerías del mismo se domina como panorama cercano un inmenso pinar que se extiende a sus pies… Su altura es de 1.360 metros sobre el mar y bañado constantemente por el sol, desde su salida hasta su ocaso, goza del privilegio, este lugar de la Sierra, de una absoluta protección contra los vientos del Norte”

En el sanatorio no solo se  aislaba a los enfermos para evitar la transmisión comunitaria de la tuberculosis,  y se ofrecían el descanso y la exposición al sol y la altura como factores curativos, sino que también se contaba con todos los medios terapéuticos y quirúrgicos disponibles en aquellos años previos al descubrimiento de los tratamientos farmacológicos. Estos no llegarían hasta los años 50, con el descubrimiento de la estreptomicina, primer antibiótico eficaz frente a la “tisis”. En el Sanatorio también se desempeñaba una gran labor educativa, instruyendo a los pacientes en hábitos saludables, dándoles a conocer mejor el desarrollo de su enfermedad y los comportamientos preventivos orientados a evitar el contagio de sus convivientes, la realización de las curas, el manejo de las expectoraciones, el uso de las escupideras…

Las estancias, los materiales, el servicio y los cuidados se proveían con los mayores lujos para garantizar el confort de los pacientes y sus familias. Todavía son famosos y visitados por turistas de la zona sus salones elegantes adornados con lámparas de araña, donde se organizaban fiestas y conciertos y donde aún hoy se conserva y utiliza el piano de cola de la parisina casa Érard.

A lo largo de estos cien años, el hospital tan solo detuvo su actividad durante la Guerra Civil, ya que, al estar situado tan cerca del frente, donde el batallón alpino defendía su posición en el puerto de La Fuenfría, no era un lugar seguro para atender a los heridos.

Catorce años después, en 1950, el edificio se acondiciona y amplía para reabrir sus puertas al servicio de las Mutualidades Laborales con la intención de atender las enfermedades pulmonares no profesionales de los trabajadores mutualistas, mayoritariamente tuberculosis. La institución publicitaba, sin ningún reparo, que se atendía a los enfermos y a sus familias con el objetivo de “recuperar su capacidad de trabajo” en menos de un año. Este objetivo raramente se conseguía pese a disponer de las mejores técnicas en cirugía torácica, debido al avanzado estado de enfermedad en que llegaban los pacientes a la Institución Sanatorial.

Ya en 1985 el hospital se integra en la estructura de Instituto Nacional de la Salud (INSALUD) dedicado todavía a las enfermedades respiratorias; pero enseguida, en los 90, amplía su cartera de servicios para atender también a otro tipo de pacientes con patologías crónicas no respiratorias y en el año 2000 se convierte en Hospital de apoyo, de media estancia, que es su orientación en la actualidad.

Este hospital es un gran ejemplo de adaptación al cambio. Ha pasado de atender a las clases privilegiadas en sus inicios, a asistir a los más desfavorecidos entre los años 50 y 80. Ha sabido ampliar su actividad para garantizar el cuidado de los mayores con patologías crónicas tras la transición demográfica. Recientemente, durante las consecutivas “olas” de COVID-19, ha reorganizado toda su estructura varias veces para atender las necesidades del sistema de salud enfrentándose a la nueva enfermedad y ahora atendiendo sus secuelas. Sin embargo, a pesar del paso de los años, ciertas características de la filosofía con la que abrió el sanatorio en 1921 han dejado su impronta. En especial las relacionadas con el entorno donde está ubicado.

Ya no vemos pacientes tuberculosos en tumbonas en las terrazas haciendo su cura de reposo, pero sí hay todavía una unidad de tuberculosis habilitada y dotada con los mayores adelantos tecnológicos en precaución de la transmisión de enfermedades respiratorias. Dicha unidad, situada en la cuarta planta, goza de las mejores vistas del hospital y el valle. También en esa planta está ubicada la unidad de cuidados paliativos donde los pacientes se benefician de la paz que transmite la observación del paisaje y de la belleza de los sonidos del bosque.

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Panorámica actual del hospital. Imagen cedida por el Hospital de La Fuenfría.

Tras cien años de historia, el hospital todavía disfruta de todos los privilegios propios del ecosistema en el que se encuentra y que lo diferencian de los demás hospitales de la Comunidad de Madrid. El abastecimiento de agua continúa proviniendo del arroyo del Infierno, no es raro tener la suerte de ver una mariposa isabelina en las escaleras de la entrada a primera hora de la mañana; al abrir las ventanas los pacientes, escuchan al picapinos y la oropéndola; en el jardín los trabajadores se disputan los níscalos y boletus otoñales, las ardillas rojas trepan por los troncos de los pinos; hay plumas de arrendajo en el césped; las rapaces y los buitres sobrevuelan el tejado turquesa... Incluso los zorros merodean por la noche en la puerta de la cocina y seguramente, aunque nadie lo haya visto, algún lobo se habrá acercado al recinto desde las cumbres.

Innumerables historias humanas construyen la historia de este hospital y quedan muchas otras por delante. No sabemos qué nuevos retos deberá afrontar en el futuro, pero seguro que se adaptará a los nuevos tiempos, siempre cuidando de las personas y atendiendo sus necesidades para mejorar su calidad de vida. Rodeados por pinos silvestres y trinos de pájaros y disfrutando de la contemplación del paso de las estaciones, del aire puro, del sol, la nieve, el viento y la lluvia, como lo hicieron los primeros pacientes del Sanatorio de altura en el entorno privilegiado del Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama.

Artículo escrito por Amai Varela González, publicado originalmente en la web del Parque Nacional de Guadarrama protegido por una licencia CC BY-NC-SA 4.0.

Dra. Amai Varela González
Médico Especialista en Medicina preventiva y Salud Pública
Hospital La Fuenfría


 

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