jueves. 25.04.2024
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Imagen: Adelante Sierra

Externalizar servicios es la punta del iceberg y refleja una traslación inapropiada. La administraciones públicas han descubierto desde hace algún tiempo cómo recortar fondos en sus partidas presupuestarias, aunque con ese ahorro puedan desvirtuarse las prestaciones involucradas. Las recientes oposiciones de Cataluña son un buen ejemplo del perverso efecto que puede tener confiar en la externalización. En lugar de mantener una plantilla con personal fijo laboral o funcionario para desempeñar determinadas labores, no es infrecuente subcontratar empresas que las realicen puntual o sistemáticamente. Lo usual es que para ganar el concurso de licitación la empresa en cuestión rompa los precios del mercado y esto se traduzca en una insostenible precariedad laboral con ciclos que pueden verse renovados o no, sin que falte la suspensión de pagos y nóminas que no se abonan.

Las oposiciones requieren a veces años de preparación y suscitan expectativas entre quienes deciden presentarse a las mismas. Que deban repetirse por un desastre organizativo debería generar una cascada de compensaciones a los afectados y de amonestaciones para con los responsables del desaguisado. No basta con rescindir un contrato. Habría que demandar una compensación por daños y perjuicios. También deberían dimitir o verse cesados quienes hayan intervenido en formalizar la contratación y tuvieran el encargo de supervisar la ejecución del contrato. Un proceso selectivo debe cumplir con ciertas garantías y tener en cuenta lo que supone para quienes pasan por ese trance tan crucial y del que dependen sus planes vitales.

Cunde la creencia de que resulta más operativo y rentable privatizar todo cuanto atañe a la esfera pública

Cunde la creencia de que resulta más operativo y rentable privatizar todo cuanto atañe a la esfera pública. Las plantillas estables quedan mermadas porque las tasas de reposición van reduciéndose a mínimos inapreciables, mientras avanza de modo imparable una digitalización que hace prescindibles determinados empleos y, por otro lado, quienes ven postergada su jubilación hasta  edades muy provectas deben asumir más trabajo, como sucede por ejemplo entre los profesionales de la sanidad, que deben atender muchos más pacientes y tratarlos como si no fueran personas, incentivándolo indirectamente a hacerse un seguro privado. En el sistema educativo sucede otro tanto. Una legión de profesores interinos van desfilando por distintos centros con encargos intermitentes y asignaturas denominadas afines. Las tareas informáticas, de limpieza o seguridad, entre muchas otras, quedan confiadas a intermediarios privados que subcontratan el servicio, de suerte que quien lo presta no conoce la estabilidad.

El sueño de cualquier empresario, sobre todo si su negocio es voluminoso, es tener trabajadores intermitentes, que aparezcan cuando se les necesitan para desaparecer a renglón seguido. Los trabajos de temporada ya no son exclusivos del campo. En el sector del turismo se ha conseguido establecer contratos fijos discontinuos, comprometiéndose a contratar el próximo verano al mismo personal, que debe tener ingresos alternativos el resto del tiempo. Se ha llegado a contratar por horas y generar falsos autónomos para maximizar los beneficios. Para generar estos hace falta gente que trabaje mucho y cobre cuanto menos mejor. No hay otra fórmula. La cuestión es que resulte razonable aceptar esas condiciones y no se pueda pagar no tan siquiera el alquiler, la hipoteca, las facturas o los alimentos.

Que las instituciones públicas hagan suya esta lógica mercantilista responde a una concepción de la esfera pública manifiestamente mejorable. Tras la pandemia se despidió al personal sanitario contratado como refuerzo, aunque su permanencia hubiera sido un balón de oxígeno para la saturación del sistema. En este contexto los funcionarios y los pensionistas parecen colectivos privilegiados, tan sólo porque conservan unos derechos laborales pisoteados o aniquilados por doquier.

Se diría que va calando el mensaje trumpista de Ayuso, para quien la justicia social es un robo, porque se trata de acumular la riqueza y no de redistribuirla mediante unos impuestos que permitan brindar oportunidades a los más desafortunados. Estamos aceptando una eugenesia social donde solo cabría la gente más fuerte o astuta, que aún viviría mejor si desaparecieran los demás tras explotarlos cuando se precise, al resultar molesta su miseria.

Es una pésima noticia que incluso quienes parecen apostar por mantener la esfera pública decidan manejarla como si fuera una iniciativa privada cuyo único propósito es maximizar las inversiones económicas. El sector público tiene otra misión. Debe prestar servicios a la ciudadanía y tenerla como destinataria de sus actuaciones, al margen de la cuenta de resultados. Estamos invirtiendo la fábula de Mandeville. Ahora no son los vicios privados aquellos que generan beneficios públicos. Hay más bien vicios públicos que favorecen beneficios privados. Es la diferencia entre liberalismo y neoliberalismo.

Imagen: Adelante Sierra

¿Debe gestionarse la esfera pública como si fuera una empresa privada?