jueves. 28.03.2024
debate electoral

¿Qué ha pasado para que en un trienio hayan desaparecido de la escena política española activa Albert Rivera (43), Pablo Iglesias (44) y Pablo Casado (41)? Porque, además de pretensiones políticas legítimas, se presentaban como renovadores de la política española o, al menos, como herederos de los González, Aznar, Zapatero, Rajoy, que parecen estos cuatro que se han ido pero están ahí, como entre bambalinas, como para saltar a escena haciendo un cameo en el momento más oportuno o inoportuno, según cómo se mire y quién lo mire. ¿Acaso son o parecen muy jóvenes para resistir la política cainita española? ¿Les ha faltado experiencia o les ha sobrado ambición? También han durando poco la todopoderosa otrora Soraya Sáez de Santamaría, Teodoro García Egea o Cristina Cifuentes, todos del PP. También ha jubilado este partido de forma abrupta a Alberto Ruiz-Gallardón, a Mariano Rajoy y a Esperanza Aguirre, pero todos estos ya estaban al final de su ciclo político en ese viaje eterno del partido al centro: de ahí la maldad de Alfonso Guerra, de preguntarse en el Congreso que desde dónde venían estos peperos para llevar tantos decenios viajando al centro.

Recordemos brevemente. Albert Rivera parecía destinado por los hados o por su anticatalanismo y anti-independentismo a dar el sorpasso en la derecha española y que su Ciudadanos sobrepasara al PP de toda la vida, desde que le fue la vida ser el PP. Y el batacazo fue sonado en las elecciones de noviembre del 2019 cuando su partido pasó de 57 a 10 diputados. Rivera, entonces, renunció a todos sus cargos políticos y se convirtió en un ciudadano más. Bueno, maticemos, uno más no, porque su pasado político le sirvió para entrar en un bufete famoso de abogados. ¿Qué le pasó a Ciudadanos para tal debacle? Pueden aventurarse varias causas, pero la principal parece que fue apostar a ciegas por el PP, convertir al partido en el perrillo faldero del PP, apoyar incondicionalmente al partido –entonces de Rajoy– en su animadversión a Pedro Sánchez, al PSOE o, seamos benevolentes, a la política de pactos del PSOE para llegar a la Moncloa. El caso es que su política de apoyo incondicional al PP les llevó a sus votantes a la conclusión de que votar a Ciudadanos era votar por vía indirecta siempre al PP y, para ese camino no necesitó más alforjas que las proporcionadas por el partido del eterno viaje al centro. Nunca entendió Rivera y su séquito político que si los ciudadanos que votaban a Ciudadanos y no al PP lo hacían por algo, no por capricho, lo hacían porque se diferenciara del PP aunque siempre dentro de la familia política de la derecha, incluso de la derecha española de siempre, tan poco europea, tan provinciana. Y cuando sobreactuó ante uno más de los cientos de casos de corrupción del PP le costó el cargo a él en Ciudadanos y a Mariano Rajoy en el PP. Un caso claro de bisoñez política.

El caso de Pablo Iglesias parece diferente por ser Iglesias y porque la izquierda española tiene otros problemas. Con el mejor currículum académico de estos políticos, aparece en la escena mediática en el 2010 con un programa llamado La Tuerka y, a raíz de ello, fue invitado a muchos programas de televisión, algunos de ellos de la llamada telerealidad y otros de extrema derecha, pero no por ello el joven Iglesias se amilanaba ni se amedrentaba, sino todo lo contrario. Vamos, que  no le hacía ascos a programas tan asquerosos, a periodistas tan detestables y a medios tan reaccionarios. Hacía bien, porque hay que estar ahí, en contacto directo con los posibles votantes de la derecha, para contrarrestar la mentira permanente de algunos de estos medios. En 2014 presentó su candidatura a las elecciones al Parlamento europeo al mismo tiempo que se creaba el partido Podemos. También tuvo el partido de su mano el efecto champán y parecía que también daría otro sorpasso y esta vez al centenario PSOE. Las elecciones generales de noviembre del 2019 dieron lugar al primer gobierno de coalición de la izquierda española después de la dictadura, coalición gubernamental que ha permitido avances sociales como el salario mínimo, la vuelta de los convenios como garantes últimos de las conquistas sociales de los trabajadores o la indexación de las pensiones al IPC, entre otras mejoras. Pero en marzo del 2021 dimitió del Parlamento español para presentarse a las elecciones de la Comunidad de Madrid. Es verdad que mejoró los resultados de su partido, pero su meta era buscar una coalición con las fuerzas de izquierda en Madrid para desalojar al eterno PP de la Comunidad y no lo consiguió. La apariencia indica que Pablo Iglesias se fue al no cumplir esa pretensión, pero puede especularse también que la razón es la inversa: Iglesias buscaba una salida del gobierno de coalición y encontró una muerte política digna presentando un objetivo que sabía que nunca alcanzaría. ¿Cuál ha sido el error de Pablo Iglesias y, por extensión, el error de Podemos que ha supuesto el final político de este político? Es evidente que este caso no es comparable con el de Albert Rivera porque Iglesias llegó al menos al Consejo de Ministros y el de Ciudadanos se quedó con las ganas de conocer sus inmediaciones. Podemos ha tenido aciertos y errores, sin duda, pero a estas alturas cabe pensar que su mayor error fue forzar su presencia en el Gobierno. Y eso fue así y de tal modo que estuvo a punto de costar a la izquierda seguir en la Moncloa forzando unas segundas elecciones (noviembre 2019) que se ganaron por los pelos y forzando, a su vez, un Gobierno muy dependiente de partidos nacionalistas y/o independentistas. Y desde entonces el partido –ahora Unidas Podemos– no remonta resultados sino todo lo contrario. Mejor le hubiera ido probablemente al partido estar en el Parlamento en la oposición de izquierdas, pero facilitar sin dudas ni condiciones la presidencia del Gobierno al líder del PSOE –que había ganado las elecciones–, dado que la alternativa era Pablo Casado y su contubernio con VOX. Pablo Iglesias, en su cruzada contra las castas políticas y contra las maneras de hacer política en plan macho alfa, se ha tenido que ir por emplear métodos propios de macho alfa. En todo caso el futuro del gobierno de coalición está abierto y la puerta para volver o salir son las próximas generales, pero la puerta de salida para Pablo Iglesias ya se abrió y se cerró para siempre. Una lástima, una nave que se ha perdido antes de llegar a mejores puertos, aunque su papel en la lucha contra el bipartidismo ha sido importante e innegable y su legado e influencia en el BOE con el PSOE nada desdeñable.

También diferente es el caso de Pablo Casado. Llegó a la política por influencia y de la mano de josemari, es decir, de Aznar, el de las armas de destrucción masiva de Saddam Hussein y que nunca se encontraron. Llegó de esa mano, protegido por los faldones de Esperanza Aguirre y sin oposición del indolente Mariano Rajoy, a la sazón presidente de Gobierno hasta la moción de censura del 2018. Pablo Casado ha cargado con tres estigmas: nunca ha trabajado en la vida privada, no ha tenido responsabilidades políticas en la Administración y todos tenemos la sospecha –incluidos sus votantes– que le regalaron el título de licenciado en Derecho en la facultad Juan Carlos I. Otro estigma, en este caso de la universidad española, porque también tenemos el caso de Cristina Cifuentes. En el año 2019 hubo, como se sabe, dos elecciones generales y en la primera el PP pasó de 137 diputados a 66; en la segunda de estos 66 a 89: en ambas se presentaba Pablo Casado como aspirante a ocupar la Moncloa. La oposición de Casado se ha caracterizado por tres cosas: el insulto permanente al presidente de Gobierno, por poner en duda la legitimidad de su cargo y por el matrimonio del PP con el partido de extrema derecha VOX con el fin de desalojar al PSOE de cualquier gobierno, sea el estatal –cosa que no ha conseguido– autonómico o municipal. Los dos últimos sí los ha conseguido en algunos casos, siendo los más notables los de las comunidades de Andalucía, Madrid y Castilla y León. Lo más grave era cuestionar la legitimidad de un Gobierno que llegó en un primer momento mediante una moción de censura perfectamente constitucional y un poco más tarde mediante unas elecciones generales. En ambos casos el jefe del Estado –Felipe VI– confirmó el cargo a Pedro Sánchez tal como manda la Constitución. Bueno, pues a pesar de eso, Casado erre que erre con la legitimidad. Pero el pecado de Pablo Casado es que sobreactuó para defender lo indefendible, es decir, que la tradición del PP es que los casos de corrupción del PP son como los incidentes en las Vegas, que se quedan en las Vegas, se quedan en la casa pepera, sin dar a luz, metiendo bajo la alfombra la mierda, con perdón, o machacando ordenadores. El caso último ha sido el de la presunta corrupción de la actual presidenta de la Comunidad de Madrid por tratos de favor a su hermano por el negocio de las mascarillas durante la pandemia. Eso unido a espionaje interno entre peperos e instituciones en manos del PP. Vamos, un menú habitual del PP para lo que están inmunizados hasta sus posibles votantes. En otras palabras, a Pablo Casado no le ha echado los resultados electorales sino su propio partido, porque no han tolerado barones y no barones del partido que se intente luchar contra la corrupción del PP y que, además, parezca verosímil y real esa corrupción. ¡Una cosa es la corrupción real y otra cosa es su relato! Y el problema para el PP es que, con la sobreactuación de Casado, no se ha podido imponer el relato sobre la verdad porque ahí se juega el PP su futuro. El PP vive y nada en la mentira permanente, construyendo un puente entre su realidad y su imagen electoral: cual Penélope, lo que teje la mentira por el día lo destejen los hechos por la noche, pero lo importante es que la realidad siempre esté en la noche, que duerma en la noche al mismo tiempo que duermen sus posibles votantes.

Cuando llegaron a la política Adolfo Suárez, Felipe González, José María Aznar, Jose Luis Rodríguez Zapatero o Mariano Rajoy eran aún jóvenes biográficamente, pero maduros: Suárez era maduro, pura intuición, con poca preparación intelectual, pero maduro; González era maduro, neoliberal en un partido de tradición socialista, pero maduro a pesar de su juventud; Aznar era maduro, detestable, pero maduro; Zapatero era maduro, buenista, algo ingenuo, pero maduro en su buenismo; Rajoy, indolente, pero maduro en su indolencia. El problema de Rivera, Iglesias y Casado es que llegaron inmaduros y la política no les maduró sino que los agrió; intentaron más de lo podían dar y pasaron de pretendidos y pretenciosos machos alfa a ser expulsados o autoexcluidos de la manada. La política es dura, siempre lo ha sido, pero lo que ha cambiado es quizás la velocidad y hoy no da tiempo a madurar: o llegas maduro o te caes cuando aún estas verde por dentro y ajado por fuera.

El final de los mozalbetes