viernes. 19.04.2024
Isabel Díaz Ayuso
Isabel Díaz Ayuso

Antes de comenzar las primarias por la carrera a la presidencia de los Estados Unidos, Donald Trump afirmaba que podría pararse en medio de la Quinta Avenida y disparar a gente, que no perdería votos. Hace unos días, a nivel más local, podíamos leer un tweet de José Manuel Soto criticando una supuesta vestimenta de la ministra Yolanda Díaz. La foto era un burdo montaje en la que la ministra aparecía con un vestido con los colores de la bandera republicana. Por algún motivo, Soto quería establecer la comparación con la posibilidad de que alguien de Vox llevase una bandera preconstitucional. Que qué es lo que pasaría, se preguntaba. El caso es que la fotografía de la ministra era de hace meses y el único color visible era el rojo.

Ayuso y su equipo difunden masivamente que el gobierno va a prohibir el vino o sale un responsable público rodeado de conguitos y bollería industrial. En ningún momento aparece atisbo alguno de decoro o sonrojo. Sería más sano desde el punto de vista de la salud mental de las personas que fueran simples mentirijillas con la intención de captar unos cuantos votos y seguir medrando en el poder. Pero, ¿y si se lo están creyendo de verdad?

Una fake new que recibe miles de likes y que es borrada cuando le supera el bochorno o el ridículo (o, más probablemente, cuando el objetivo de azuzar al rebaño estaba cumplido). Cualquiera podemos pensar que Soto es un zote o que Trump y Ayuso comparten síntomas de un narcisismo patológico. Pero la cosa no se detiene aquí. ¿Alguien recuerda el último disco de Soto? No nos desviemos.

La digitalización del mundo en que vivimos avanza inexorablemente, sometiendo todas nuestras relaciones. Frente a lo coherente, se destruye cualquier discurso racional a través del régimen de los logaritmos (la reflexión se cambia por la distracción o peor, por la adicción). Una investigación interna de Twitter sostiene que, sin motivo aparente, estos algoritmos favorecen a través de la amplificación a la derecha (Chowbury, 2021).

Inicialmente pueden parecernos conceptos externos a nosotros y darnos igual que Elon Musk haya comprado Twitter, pero nos relega a una situación de ganado bovino convencidos de nuestra libertad y autenticidad porque podemos elegir el color del techo del coche y contestar en redes sociales. Sólo el consumo ilimitado permite la autorrealización neoliberal. La libertad ya no se retira o suprime, sino que se explota económicamente. De forma paradójica, es precisamente esa sensación de libertad la que asegura la dominación (la cárcel de los números es invisible). Ciertamente, el individuo ha dejado de ser dócil y obediente para pasar a explotarse a sí mismo con recurrencia en aras de esa supuesta libertad (self made man).

Como la explotación neoliberal hace referencia al individuo, la cuestión pública queda desintegrada en espacios individuales

Como la explotación neoliberal hace referencia al individuo, la cuestión pública queda desintegrada en espacios individuales y lo referente a lo relevante para la sociedad (servicios públicos) pasa a un segundo plano. Los avisperos digitales convenientemente agitados, no permiten la creación de colectivos responsables que reclamen y demanden derechos (como mucho, algún hilo o firmas con protestas). El otro desaparece (o hacen que desaparezca) haciendo imposible cualquier debate o narrativa.

Para frenar esta carrera neurótica, es necesario diferenciar nuestra opinión de nuestra identidad. Por eso, quienes no poseen esta capacidad se aferran con desesperación a las opiniones ya que, de lo contrario, su identidad (de buenos patriotas frente a los malvados socialcomunistas) se vería amenazada (¿habéis visto que cambien de opinión alguna vez?). Las opiniones pasan a ser salmos y lecturas misales que coinciden con su identidad, habilitando el sentido de pertenencia, algo a lo que no pueden renunciar. Si hay que defender que un camarero trabaje de forma ilegal en las casetas sevillanas, se hace.

Son completamente indiferentes a los hechos (lo cual es más peligroso que un mentiroso), relegando la libertad de expresión a una filfa

Disponemos de una información imposible de digerir y que supera nuestra capacidad cognitiva, anulándose casi cualquier punto de vista racional. Al estar en una democracia, pensamos que estamos obligados a tener una opinión sobre todos los temas, constantemente estimulados ante la obligación autoimpuesta de tener que hablar de cosas que, sencillamente, nos superan. Hemos visto cómo las mismas personas adoctrinaban sobre los datos de una pandemia, las características técnicas de un ataque nuclear, la lava de un volcán o el coste marginal de la energía sin ningún tipo de complejo o remordimiento. Se hacen afirmaciones sin el menor escrúpulo donde ni siquiera aparece una mínima relación con los hechos. El problema es que no son los clásicos mentirosos que tergiversan de una forma deliberada o con una intención concreta. Son completamente indiferentes a los hechos (lo cual es más peligroso que un mentiroso), relegando la libertad de expresión a una filfa. En el mundo de la empresa siempre se dice que no hay cosa más peligrosa que un tonto con motivación.

Pero no seamos ingenuos. Su actividad no se limita a la difusión de fake news aisladas o descontextualizadas para mover las redes. Se trata más bien de mantener a toda costa una realidad ficticia creada obedeciendo unos intereses concretos (¿sabían que el 99% del gasto llevado a cabo por la Comunidad de Madrid durante la pandemia fue pagado por el Estado?). Los hechos y el lenguaje se desvirtúan y retuercen hasta hacerlos encajar en el relato. Ante el permanente aluvión de información que recibimos nos resulta imposible detenernos, por lo que la única opción que tenemos disponible es dejarnos afectar (que es más rápido y eficaz). Este es el motivo por el que las fake news tienen nuestra atención. Se generan millones de voces a un coste marginal cero. A medida que aumenta nuestro tiempo en las redes, el filtro de información nos proporciona sólo aquello que nos gusta o podemos consumir, terminando neuróticos y desorientados (pero con el techo del coche como queríamos). Sólo se nos muestra la visión del mundo con la que estamos conforme, reforzándose nuestras creencias sesgadas o directamente erróneas. Esta personalización digital hace que nuestro mundo y horizonte de experiencias sean cada vez más pequeños y limitados. Como si ellos tuvieran razón frente a lo que Hannah Arendt denominaba hechos obstinados que proporcionan un sostén.

Esta crisis narrativa conduce al individuo a encontrarse ante un vacío de sentido y una crisis de identidad ante la falta de orientación. Aparecen las teorías conspirativas como microrrelatos que proporcionan cierto remedio cortoplacista, asumiéndose como recursos de autoidentidad y significado. Este es el motivo por el que se extiende principalmente sobre el campo de la ideología más retrógrada, donde la necesidad de una identidad (una y solo una) es excesiva.


Referencias recomendadas:
Byung-Chul Han (2022). Infocracia. Taurus. Barcelona
Foucaut, M. (1999). El orden del discurso. Tusquets Editores. Barcelona

Falsa libertad y dominación