sábado. 27.04.2024
El sillón de la letra ‘ñ’ en la Real Academia Española
El sillón de la letra ‘ñ’ en la Real Academia Española

Hace algo más de un mes, en los prolegómenos de preparación del proceso de investidura, y a la sombra del debate sobre la utilización de las lenguas cooficiales en el Congreso de los Diputados, la presidenta de la Comunidad de Madrid ensalzaba la Hispanidad con tonos algo más que nostálgicos de un tiempo imperial, e intentaba ridiculizar el uso del español o castellano en una conversación entre el líder del PNV Andoni Ortúzar y Carles Puigdemont: hablaban, según ella, en “el español del bueno”. Con ello, ridiculizaba a los dos políticos por utilizar la lengua oficial común a toda España (también a Euskadi y Cataluña) y, de paso, descalificaba a las lenguas cooficiales de ambos interlocutores. Con el epíteto aplicado al idioma español desplegaba todo el universo de lugares comunes establecido a lo largo de la Historia, pero especialmente bajo el franquismo, alrededor de la lengua abrumadoramente mayoritaria, además de oficial, en nuestro país. Lo describía como el pariente indefenso y acosado por las lenguas minoritarias, especialmente por el euskera y (sobre todo) por el catalán. No era nueva tal actitud. Invariablemente, cuando se apuntan posibles vías de desarrollo del título VIII de la Constitución más allá de las cotas de autonomía acordadas hace más de cuatro décadas, surge, de modo acrítico y sin que parezca que hayamos aprendido de nuestra historia, la retórica que nunca desfallece: “el español está en peligro, acudamos a salvarlo”. 

En la España gris, casi en blanco y negro en que vivíamos, difundir libros en catalán, vasco o gallego no era delito, pero estaba, de facto, penalizado

Pertenezco a la generación que fue muy joven, casi adolescente, en los años últimos de la dictadura. A la generación que se hizo joven en los primeros de la transición y que adquirió la madurez y la plena conciencia de ciudadanía al tiempo que se consolidaba la democracia. En los años más lejanos de ese trayecto, en la España gris, casi en blanco y negro, en que vivíamos, difundir libros en catalán, vasco o gallego no era delito, pero estaba, de facto, penalizado. La trastienda de las librerías más avanzadas, algunas revistas minoritarias y cantautores y publicaciones que comenzaban a respirar exigiendo, junto a la amnistía y el estatuto de autonomía, la mayoría de edad y el pleno uso en libertad de lenguas no reconocidas, con una trayectoria histórica y cultural, equiparable al español o castellano, que hundía sus raíces en la Edad Media y que, en el caso del gallego y del catalán, formaban parte de un tronco común, el latín. 

El horizonte democrático, a la altura de 1973, 1974 ó 1975, aparecía estrechamente vinculado a la normalización de esas lenguas, a la apertura de amplios espacios para su convivencia con el castellano y al conocimiento y goce de sus literaturas. Para aquellos demócratas en ciernes, que protagonizaríamos, en la década de los 70 y aunque fuera en segundo plano, el impulso a la Constitución y la lucha por la democracia plena, se abría una perspectiva llena de alicientes. Considerábamos esas lenguas (incluso contando con el asturiano y con alguna otra muy minoritaria) parte del patrimonio común de un país llamado España, eran, en su conjunto, un factor de enriquecimiento de nuestra cultura y una singularidad respecto a otros países europeos de la que nos sentíamos orgullosos como españoles. Leíamos a Salvador Espríu con fruición y veíamos en él a un poeta que no solo había escrito La pell de brau o Cementeri de Sinera, sino que reiteradamente se había pronunciado a favor de una España federal, de convivencia de lenguas y culturas. Era un poeta “nuestro”. De igual modo que fuimos haciendo nuestros, formando parte, con los mismos derechos que Machado o Juan Ramón, de una tradición literaria ibérica, Pere Quart, Salvat Pappaseit, Gabriel Ferraté o Mercé Rodoreda. Recuerdo, así mismo, la difusión, en aquellos años, de la obra gráfica de Alfonso R. Castelao, o de un Celso Emilio Ferreiro que hizo de Longa noite de pedra una pieza cultural de primer orden en la demanda de una España democrática y descentralizada, además de un alegato contra la larga noche de la dictadura. Siguiendo la estela de Rosalía de Castro, leímos traducciones de Manoel Antonio, de Curros Enríquez, de Eduardo Pondal, Álvaro Cunqueiro o Vicente Risco. Gabriel Aresti formaba parte del universo de lecturas que nos llegaba, junto a traducciones de poemas de Xavier Lizardi, o Nicolás Ormaechea, o Estepan Urkiaga, con la obra en español de Blas de Otero o Gabriel Celaya. El título VIII de la Constitución y sus derivaciones competenciales permitían (permiten) y garantizaban (garantizan) una saludable convivencia de lenguas y culturas y, sobre todo, asumir que todas ellas son lenguas de España más allá de las consideraciones que puedan hacer las mentes más radicalmente independentistas, de un lado, y más irracionalmente españolistas de otro. 

El ardor guerrero que se pone en defensa del español frente al catalán, por ejemplo, se queda en agua de borrajas ante el avance imparable del inglés

Las afirmaciones de la presidenta de la Comunidad de Madrid, como tantas otras que hemos podido leer en dirigentes políticos conservadores, de la derecha (dejo de lado, por razones obvias, a la extrema derecha), vienen a mostrarnos la lengua española como una lengua amenazada, casi en el límite de la supervivencia, y, lo que es peor, a las lenguas minoritarias como “enemigas” o adversarias a arrinconar para que el español sobreviva. De nada sirve aludir a que es una lengua que hablan más de 600 millones de ciudadanos del mundo, que en las comunidades autónomas en que son oficiales junto al español, la inmensa mayoría de los medios de comunicación (televisiones y radios privadas, TVE, RNE, periódicos estatales, etc…) se expresan en español o castellano reafirmando una cotidianidad en la que, en convivencia con el catalán, euskera o galego, se habla español de manera natural y que solo en sectores muy minoritarios las políticas de inmersión lingüística han sido contestadas. Es difícil de entender que la derecha que se pretende centrista, europeísta y moderada no haya encabezado desde hace tiempo un proceso negociador dirigido a solventar el problema territorial de España, ni asumido como suyo el reconocimiento del uso de las lenguas cooficiales en las Cortes, como si desde las proclamas de Fraga Iribarne contra el título VIII de la Constitución porque “rompía España”, nada se hubiera avanzado, nada se hubiera asumido con un espíritu tolerante, innovador e integrador y estuviéramos sumergidos en un pantano del que es imposible salir como si debiéramos resignarnos a vivir para siempre en el barro, condenando con ello a las próximas generaciones a heredar ese conflictivo ecosistema

Creo que las literaturas vasca, catalana y gallega son parte esencial del acervo cultural de España

Llama la atención, curiosamente, que el ardor guerrero que se pone en funcionamiento en defensa del español frente al catalán, por ejemplo, se quede en agua de borrajas ante el avance imparable del inglés invadiendo cada vez más espacios expresivos de lo que tradicionalmente ha sido y es el castellano o español. Si alguna otra lengua pone en dificultades a este idioma, no es ninguna de las cooficiales, sino la que se habla en el inmenso universo lingüístico y cultural anglosajón. 

Creo que las literaturas vasca, catalana y gallega son parte esencial del acervo cultural de España y que considerar Tirant lo Blanc hermano de El Quijote, del Romancero, o de las Cantigas galaico-portuguesas, y a la literatura en euskera un agregado que las complementa y enriquece, no solo no es descabellado, sino que responde a una realidad objetiva… Sabemos que los independentistas las consideran íntegramente suyas (tanto como los idiomas en que se escribieron), pero ¿no es acaso indicio de un patriotismo amputado y estrecho dejar en manos de los, según ellos, “enemigos de España” una riqueza cultural y de tradiciones de un valor incalculable que ha crecido y madurado, a lo largo de siglos, en nuestro país? Probablemente, la mayor evidencia de la realidad que describo es la falta de espacio, de papel y de objetivos de la famosa "Oficina del Español" creada hace un par de años, un organismo muerto, de facto, en vida.  

El "español del bueno" de la presidenta Ayuso y los peligros que lo acechan